XLII

Una extraña inquietud me dominaba. A veces era como un gozo, como un ataque de alegría continua. Otras veces como una impaciencia muy aguda, un desasosiego insufrible. Otras como una necesidad de ver a alguien, de ir en busca de alguien, de hablar, de explayarme. Otras como una necesidad de soledad, de correr a encerrarme en un lugar seguro para encontrarme a solas conmigo mismo, para ahondar en mi interior, para perfeccionar mi plan, para considerar y estudiar todos los detalles del futuro acontecimiento, para prepararme. Estos distintos y contrarios movimientos, y otros tantos innumerables, indefinibles, inexplicables, se alternaban en mi espíritu velozmente, con una extraordinaria aceleración de mi vida interior.

La luz que atravesó mi cerebro, aquel parpadeo de luz siniestra, parecía haber iluminado de repente un estado de consciencia preexistente si bien inmerso en la oscuridad; parecía haberse despertado un estrato profundo de mi memoria. Creía recordarlo, pero a pesar de mis esfuerzos no lograba rastrear el origen del recuerdo ni descubrir su naturaleza. Ciertamente, recordaba. ¿Era el recuerdo de una lectura lejana? ¿Había visto descrito en algún libro un caso análogo? ¿O alguien, tiempo atrás, me había narrado aquel caso como si hubiera ocurrido en la vida real? ¿O por el contrario aquel recuerdo era ilusorio, no era más que el efecto de una asociación de ideas misteriosa? Ciertamente, me parecía que el medio me había sido sugerido por algún extraño. Me parecía que alguien de repente me hubiera liberado de cualquier preocupación diciéndome: «Tienes que hacerlo así, como hizo aquel otro en tu mismo caso». Pero ¿quién era aquel otro? De cualquier modo, con certeza, debía haberle conocido. Pero, a pesar de mis esfuerzos, no conseguía distinguirle, hacerlo real. Me resulta imposible definir con exactitud el particular estado de conciencia en que me encontraba. Tenía una noción exacta del hecho en todos los puntos de su desarrollo, tenía una noción exacta de la serie de acciones por las que había pasado un hombre para hacer efectivo un determinado propósito. Pero aquel hombre, el predecesor, era desconocido para mí; y no podía asociar a aquella noción las imágenes correspondientes sin ponerme yo mismo en su lugar. Así pues, podía verme cumpliendo aquellas especiales acciones ya ejecutadas en su momento por algún otro, imitando la conducta adoptada por algún otro en un caso similar al mío. Me faltaba el sentimiento de la naturalidad original.

Cuando salí de la estancia de Giuliana, tuve algunos minutos de incertidumbre, me dediqué a dar vueltas a la aventura por toda la casa. No me encontré con nadie. Me dirigí a la alcoba de la nodriza. Escuché furtivamente desde la puerta; escuché la voz sumisa de mi madre; me alejé.

¿No se había movido de allí? ¿El bebé había sufrido quizá un acceso de tos más grave? Conocía bien el catarro bronquial de los recién nacidos, la terrible enfermedad de apariencia engañosa. Recordé el peligro que había corrido Maria en su tercer mes de vida, recordé todos los síntomas. También Maria desde el principio había estornudado y tosido ligeramente en alguna ocasión: había mostrado tendencia al sueño. Pensé: «¡Quién sabe! Si espero, si no me precipito, puede que el buen Dios intervenga a tiempo, estoy salvado».

Volví sobre mis pasos. Volví a escuchar; escuché de nuevo la voz de mi madre; entré.

—¿Cómo está Raimondo? —pregunté sin ocultar mi estremecimiento.

—Bien. Está tranquilo; ha dejado de toser: tiene una respiración regular y una temperatura normal. Mira, está mamando.

En efecto, mi madre se mostraba segura y tranquila.

Anna, sentada en la cama, daba su leche al bebé que la bebía con avidez, emitiendo de vez en cuando, al mamar, un imperceptible ruido con los labios. Anna tenía el rostro inclinado, los ojos fijos en el suelo, una inmovilidad broncínea. La pequeña lumbre oscilante de la lámpara le procuraba luces y sombras sobre la falda roja.

—¿No hace mucho calor aquí dentro? —dije sintiéndome ahogar.

En efecto, en la cámara hacía mucho calor. En una esquina, sobre un brasero se calentaban algunos pañuelos y un pañal. Se escuchaba el borboteo del agua hirviendo. También se oía de cuando en cuando un tintineo de cristales provocado por las ráfagas del viento que soplaba y rugía.

—¡Escucha qué tramontana se ha levantado! —murmuró mi madre.

Ya no advertí otros ruidos. Escuché el viento con ansiosa atención. Un escalofrío recorrió todos mis huesos, como si me hubiera penetrado un hilo de aquel frío. Me dirigí a la ventana. Mis dedos temblaban mientras abría uno de los postigos de la ventana. Apoyé la frente contra el gélido cristal y miré hacia fuera, pero inmediatamente se empañó con mi hálito, impidiéndome la visión del paisaje. Levanté los ojos y pude ver, a través del cristal más alto, resplandecer el cielo estrellado.

—Está despejado —dije alejándome de la ventana.

Tenía impresa la imagen de aquella noche diáfana y homicida, mientras mis ojos se precipitaron hacia Raimondo, que continuaba mamando.

—¿Ha cenado algo Giuliana? —me preguntó mi madre con tono afectuoso.

—Sí —respondí sin dulzura; y pensé: «¡En toda la tarde no has encontrado un minuto para ir a verla! ¡No es la primera vez que la ignoras! Has entregado tu corazón a Raimondo».