XXII
Todos los remedios resultaban vanos. El trabajo no me servía, no me consolaba; porque era excesivo, diferente, desordenado, febril, interrumpido con frecuencia por períodos de inercia invencible, de abatimiento, de aridez.
Mi hermano me reprendía:
—No es ése el Decálogo. Consumes en una semana la energía de seis meses; luego te dejas caer en la indolencia, para volver a lanzarte a la fatiga, sin reparos. No es ése el Decálogo. Es preciso que nuestra obra sea reposada, acorde, armónica, para ser eficaz. ¿Comprendes? Necesitamos establecer un método. Pero ya te has contagiado del defecto de todos los novatos: un exceso de ardor. Pronto te calmarás.
Mi hermano decía:
—Aún no has encontrado el equilibrio. No sientes aún bajo tus pies la tierra firme. No temas. Antes o después encontrarás tu ley. Te ocurrirá de pronto, inesperadamente, a su debido tiempo.
También decía:
—Giuliana esta vez, con certeza, te dará un heredero: Raimondo. Ya he pensado en el padrino. Tu hijo será guiado al bautismo por Giovanni di Scòrdio. No podría tener un padrino más digno. Giovanni le infundirá la bondad y la fuerza. Cuando Raimondo comprenda, le hablaremos de este gran anciano. Y tu hijo será aquello que nosotros no hemos podido o no hemos sabido ser.
Él recurría con frecuencia a este argumento; nombraba a menudo a Raimondo: auguraba que el no nacido encarnara el ideal humano por él meditado, el Ejemplar. No sabía que cada una de sus palabras suponía para mí una punzada y volvía más acre mi odio y más violenta mi desesperación.
Sin ser conscientes, todos conjuraban contra mí, todos competían por herirme. Cuando me acercaba a uno de los míos, me sentía ansioso y temeroso como si me viera obligado a permanecer al lado de una persona que, teniendo entre sus manos armas terribles, no conociera su uso ni su terror. Estaba en continua espera de un «golpe». Necesitaba buscar la soledad, huir lejos de todos, para gozar de un poco de tregua; pero en la soledad me reencontraba cara a cara con mi peor enemigo: conmigo mismo.
Me sentía perecer secretamente; parecía que mi vida se escapaba por todos los poros. Se me presentaban, algunas veces, sufrimientos relativos al período más oscuro de mi pasado, ahora remotísimo. No conservaba más que de cuando en cuando el sentimiento de mi existencia solitaria entre los fantasmas inertes de todas las cosas. Durante largas horas no sentía más que la sujeción grave, aplastante, de la vida y el débil latido de una arteria en mi cabeza.
Luego sobrevenían las ironías, los sarcasmos contra mí mismo, súbitos deseos de demoler y destruir, burlas despiadadas, malignidades feroces, un fermento acre de la más baja estofa. Me parecía no saber ya lo que era la indulgencia, la misericordia, la ternura, la bondad. Todos los manantiales del bien se cerraban, se secaban, como fuentes golpeadas por una maldición. Entonces no veía en Giuliana más que aquel hecho brutal, el vientre hinchado, el efecto de la secreción de otro hombre; no veía en mí sino el ridículo, el marido estafado, el estúpido héroe sentimental de una mala novela. El sarcasmo interior no omitía ninguno de mis actos, ningún acto de Giuliana. El drama mutaba para mí en una comedia amarga y burlona. Nada más me reprimía; todos los lazos se rompían; se produjo un violento desapego. Y yo pensaba: «¿Por qué permanecer aquí interpretando esta pieza odiosa? Me iré, volveré al mundo, a mi vida anterior, a la licencia. Me embriagaré, me perderé. ¿Qué importa? No quiero ser sino lo que soy: ¡Fango en el fango! ¡Puaj!».