Gabriele D’Annunzio, poeta, novelista, ensayista, político y dramaturgo italiano, cuyo nombre real era Gaetano Rapagnetta, nació en Pescara, en la región de los Abruzzos, el 12 de marzo de 1863, aunque habría de pasar a la historia de las letras universales con el sobrenombre literario de Gabriele D’Annunzio.

Figura prominente del decadentismo literario europeo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, nació y creció en una familia acomodada —perteneciente a la aristocracia— gracias al rico legado de su tío Antonio D’Annunzio. Brillante estudiante, Gabriele cursó estudios de bachillerato en el prestigioso colegio Cicognini de Prato (en la región de la Toscana, a quince kilómetros de Florencia), donde adquirió una sólida formación en humanidades (literatura, filosofía, arte e historia) dominando a la perfección el latín, griego, italiano, francés, alemán e inglés, al tiempo que incrementaba su vasto conocimiento en literatura clásica. Ya en el colegio se distinguió tanto por su mal comportamiento y su difícil carácter como por su tenacidad en el estudio y su fuerte deseo de superación. Publicó su primer libro, una colección de poemas, Primo vere (1879), a la edad de dieciséis años, que le dio a conocer como poeta, alcanzando años más tarde un estilo más personal en Canto novo (1882), que le confirmó como una de las grandes promesas literarias del momento.

En 1881 se trasladó a Roma y se matriculó en la Facultad de Letras, donde, sin terminar sus estudios universitarios, y ya decidido a dedicarse de lleno a la creación literaria, abrazó el estandarte del cosmopolitismo esteticista y decadente que triunfaba en los salones romanos, al tiempo que ampliaba poco a poco su fama colaborando con numerosos artículos y ensayos en diversos periódicos y revistas de la capital italiana, entre ellos el prestigioso Tribuna. En esa época, en la que consiguió una gran celebridad «mediática», llevó una vida colmada de lujos y escándalos amorosos, que rodeó su figura y su obra de un halo misterioso y fascinante, convirtiéndole en una personalidad destacada de la vida cultural y social de Roma.

Poco a poco, superándose a sí mismo, este dandi, este insaciable seductor fue cincelando en su obra lírica un singular y destacado universo poético en el que destacan, por encima de todo, el refinamiento, la perfección formal y la sensibilidad, convirtiéndose en una de las cabezas visibles del decadentismo, tendencia radicalmente opuesta al estilo artístico imperante en Europa, el naturalismo.

El artista, siendo ya célebre, se casó en el año 1883 con la duquesa de Gallese, Maria Hardouin, pero su gusto por la sensualidad, la exaltación del placer y los goces de la vida que le habían acompañado desde muy joven le supusieron una agitada e intensa vida sentimental, que condujo a la separación de su esposa en 1891.

Para ese entonces D’Annunzio ya había trasladado su refinamiento y exquisita sensibilidad a la prosa en su primera novela, la autobiográfica El placer (1889), en la que introdujo su pasión por el «superhombre» nietzscheano que también deja entreverse en su segunda novela, El inocente (1892), que ahora nos ocupa. Esta estremecedora historia, que desgrana uno de los más amargos retratos psicológicos de la vida en pareja —concebida por el autor en la austera serenidad del Convento de Francavilla—, es también, durante una buena parte del libro, el relato de una enfermedad mental, un amor neurótico. Sin entrar en detalles que desvelen la trama, la novela comienza con el relato en flashback de un adulterio protagonizado por Tullio Hermil, un joven aristócrata italiano, refinado, elegante y libertino que, abrumado por una carga sensual incontrolable, y sumido en un gran vacío emocional, profesa continuas humillaciones e infidelidades a su bella y sumisa esposa Giuliana. Hermil, por su parte, pese a su fachada de «superhombre», es un enfermo de la voluntad, un hombre profundamente «débil» y egoísta: se considera un «elegido», un espíritu raro, pero al mismo tiempo posee una identidad disociativa, incoherente, una personalidad cambiante hasta resultar desprovista de «centro de gravedad». Tras una mente implacable, Tullio esconde un trasfondo de brutalidad que sólo consigue satisfacer con la violencia del apetito sexual, unos celos demenciales y las «insurrecciones espontáneas de un instinto cruel» contra sí mismo y contra los demás; en definitiva, Tullio Hermil se convierte poco a poco en un individuo siniestro poseído por una «locura lúcida», devorado por un tormento interior que le consume hasta hacerle dudar de su propio raciocinio y enfermar de un odio irrefrenable que le lleva a enloquecer con terribles e irreparables consecuencias.

Esta tortura psicológica y los temas centrales de la novela, el delito, la culpa y la «expiación» le encumbran junto a los grandes novelistas rusos del siglo XIX, Tolstói y Dostoievski (a los que D’Annunzio admiraba profundamente), que entremezclados con influencias de la escuela simbólica francesa, y el esteticismo británico, contienen episodios de gran sensualidad, violencia y descripciones de estados mentales anormales, intercalados con maravillosas escenas imaginarias que dan como resultado una prosa muy hermosa y las páginas más conmovedoras, cautivadoras y desgarradoras de su trayectoria.

Con las características que presenta El inocente no es difícil descubrir, exagerados por las necesidades retóricas de la ficción, algunos trazos de la biografía y estructura psicológica del propio D’Annunzio; no obstante, a las características de su propia personalidad debemos añadir un bagaje de ambientes y situaciones en los que el autor italiano se inspira claramente (siguiendo el modelo de algunas de las novelas rusas del siglo XIX en las que las motivaciones de los actos delictivos son consecuencia de las miserias del alma humana), y el gran proceso de documentación científica y filosófica que lleva a cabo para escribir la novela. Por citar algunos de dichos estudios, cabe señalar las célebres obras de Théodule Ribot Las enfermedades de la voluntad (1883) y Las enfermedades de la personalidad (1885); y la asociación entre genio, delito y locura tan ilustrada en los estudios de Cesare Lombroso Genio y locura (1864) y El hombre delincuente (1876), entre otras.

Volviendo a la publicación de El inocente, es de destacar que pese a ser tachada por algunos críticos de inmoral, la novela obtuvo un éxito inmediato y fue la primera de las obras de D’Annunzio traducida a otro idioma, en este caso el francés. Esa inmediata traducción provoca en él un punto de inflexión al extenderse por toda Europa una sincera y asombrosa admiración hacia su figura y obra; de este modo, la novela que ahora recuperamos del olvido literario entusiasmó a escritores de la talla de Marcel Proust y James Joyce, y más tarde a cineastas como Luchino Visconti, que la llevó a la gran pantalla con gran éxito en 1976.

Los más grandes escritores del siglo XIX son Tolstói y D’Annunzio.

James Joyce

Tras El inocente (1892), D’Annunzio publicó El triunfo de la muerte, en 1894. A partir del año 1898 se centró en su etapa como dramaturgo a raíz de su aventura amorosa con la célebre actriz italiana Eleonora Duse, que se prolongó desde 1897 hasta 1902; escribió varias obras especialmente para ella, entre las cuales se encuentran Gioconda (1898) y Francesca di Rimini (1902). Asimismo, tras romper su apasionada historia de amor con Eleonora, escribió la novela erótica El fuego (1900), un relato detallado de las intimidades de su apasionada relación. Unos años más tarde, en 1904, publica su drama más importante, La hija de Jorio, considerada su obra teatral más vital, para la que D’Annunzio se inspiró en los miedos y supersticiones de los campesinos de su región natal, los Abruzzos.

Anteriormente, en 1897, en su faceta como dirigente político, el novelista fue elegido diputado del Parlamento italiano por un mandato de tres años, alineándose en un principio con la extrema derecha, aunque luego fue desplazando su postura política hacia la izquierda. En 1899, se instaló en La Capponcina, una villa toscana de lujo, y aunque no fue reelegido en el siguiente mandato, el excéntrico artista no modificó sus aficiones y continuó viviendo por encima de sus posibilidades.

En 1910, y tras acumular deudas derivadas de su extravagante estilo de vida y tras varias pérdidas financieras derivadas de sus producciones teatrales, D’Annunzio se arruinó y hubo de huir a Francia para escapar de sus acreedores. Durante su estancia en aquel país escribió varias obras en francés, la más famosa de ellas El martirio de San Sebastián (1911), pieza teatral en verso que contó con la música de Claude Debussy.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, D’Annunzio regresó a su patria, y a su ya legendaria figura literaria se le añadiría la de héroe nacional de guerra, pues sirvió con gran heroicidad en el ejército italiano, participando en el conflicto bélico como aviador, y perdiendo un ojo en combate.

Gabriele D’Annunzio fue aclamado en su día como un gran poeta (considerado por muchos el más grande poeta italiano desde Dante), ensayista y narrador, y siempre será recordado por sus poemarios, su bella prosa, su estilo florido, su extraordinaria habilidad para traducir las emociones a palabras, su fuerza y el decadentismo que desprende y que refleja el romanticismo y la extravagancia que durante toda su vida caracterizaron tanto su obra como su singular personalidad. Se le atribuyen cerca de dos mil neologismos (entre ellos la palabra aeronáutica) y escribió más de cincuenta obras, entre las que figuran novelas, cuentos, obras de teatro, poemas, ensayos políticos… Fue un esteta obsesionado por vivir su vida como una obra de arte y permaneció siempre fiel a sus ideales y creencias.

En 1937 fue nombrado miembro de la Real Academia Italiana, un año antes de morir en Gardone Riviera, su villa en el lago de Garda, el 1 de marzo de 1938, tras haber influido intensamente en la vida cultural, social y política de su tiempo. Poseía el título de Príncipe de Montenevoso como agradecimiento a los servicios prestados durante la guerra.

La Enciclopedia Británica, en 1911, le dedicó hermosas palabras, entre las que podemos destacar aquellas que señalan que «su magistral estilo y la riqueza de su lenguaje no ha podido ser igualada por ninguno de sus contemporáneos, que asisten asombrados a su genialidad».

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