XV
La hora de la verdad, la hora tan temida y anhelada al mismo tiempo, se aproximaba. Giuliana estaba lista. Se había mantenido firme ante el capricho de Maria, y quiso esperarme a solas en su dormitorio. «¿Qué le diré? ¿Qué me dirá? ¿Cuál será mi primera reacción hacia ella?». Todas las resoluciones, todos los propósitos se dispersaban. No quedaba más que una ansiedad insoportable. ¿Quién podía prever las consecuencias de nuestra conversación? No me sentía dueño de mí mismo, de mis palabras, de mis actos. Sólo sentía en mi interior una maraña de cosas oscuras y contrarias que, al más leve choque, debían sublevarse. Nunca, como en ese momento, tuve tan clara y desesperada conciencia de las discordias internas que me desgarraban, la percepción de los elementos irreconciliables que se agitaban en mi ser y se soliviantaban y destruían recíprocamente en un perpetuo conflicto, rebeldes a todo dominio. A la conmoción de mi espíritu se añadía una particular turbación de los sentidos, excitado por las imágenes que en aquel día me habían torturado sin tregua. Conocía bien, demasiado bien, aquella aflicción que remueve —como ninguna otra cosa puede hacerlo— el fango íntimo de un hombre; conocía perfectamente aquella baja especie de concupiscencia de la que nadie puede defenderse, aquella tremenda fiebre sexual que durante algunos meses me había subyugado a una mujer odiosa y despreciable, Teresa Raffo. Y ahora los sentimientos de bondad, de piedad y de fuerza que necesitaba para sostener mi confrontación con Giuliana y para insistir en el propósito primitivo se removían en mí como vagos vapores sobre un fondo cenagoso, repleto de gorgoteos sordos, traicioneros.
Estaba próxima la medianoche cuando salí de mi dormitorio para dirigirme al de Giuliana. Todos los ruidos habían cesado. La Badiola reposaba en un silencio profundo. Permanecí a la escucha y casi me pareció oír, en el silencio, la tranquila respiración de mi madre, de mi hermano, de mis hijitas, de aquellos seres ignorantes y puros. Se me apareció de nuevo el rostro de Maria, durmiente, tal cual lo había visto la noche anterior. Se me aparecieron también los otros rostros; y en cada uno de ellos había una expresión de reposo, de paz y de bondad. Me invadió una súbita ternura. La felicidad, que el día anterior había vislumbrado para luego desaparecer, reapareció en mi espíritu en toda su inmensidad. Si nada hubiera sucedido, si hubiera perdurado aquella plena ilusión… ¡Qué noche habríamos pasado! Habría ido hacia Giuliana como hacia una persona divina. ¿Y qué otra cosa hubiera podido desear más dulce que aquel silencio en torno a la ansiedad de mi amor?
Pasé ante la cámara donde la noche anterior había recibido por boca de mi madre la inesperada revelación. Escuché de nuevo el reloj de péndulo que había marcado la hora; y no sé por qué aquel tictac constante aumentó mi angustia. No sé por qué, me pareció escuchar la angustia de Giuliana responder a la mía, a través del espacio que aún nos separaba, con una aceleración de latidos armónicos. Caminé sin vacilar, sin volver a detenerme, sin evitar el ruido de mis pisadas. No llamé a la puerta, simplemente abrí de golpe; entré. Giuliana estaba allí, delante de mí, en pie, con la mano apoyada en la esquina de una mesa, inmóvil, más rígida que una estatua.
Aún puedo recordarlo todo. Nada se me escapó entonces; nada se me escapa ahora. El mundo real se había desvanecido completamente. No quedaba más que un mundo ficticio en el que respiraba ansioso, con el corazón encogido, incapaz de pronunciar una sílaba, y sin embargo, particularmente lúcido, como si me encontrara ante una escena de teatro. Una vela ardía sobre la mesa, ayudando a evidenciar aquel aspecto de ficción escénica, ya que la llama parecía agitar en torno a ella aquel vago horror que dejan en el aire, con un gran gesto desesperado o amenazante, los actores de un drama.
La extraña sensación se disipó cuando, al fin, sin poder soportar más aquel silencio y la inmovilidad marmórea de Giuliana, pronuncié las primeras palabras. El sonido de mi voz fue distinto al que esperaba en el momento de abrir los labios. Involuntariamente, mi voz resultó dulce, trémula, casi tímida.
—¿Me esperabas?
Tenía los párpados caídos. Sin alzarlos, respondió:
—Sí.
Yo miraba su brazo, aquel brazo inmóvil como un puntal que parecía agarrotarse cada vez más sobre la mano apoyada en la esquina de la mesa. Temía que aquel frágil sostén, al cual estaba confiada toda su persona, de un momento a otro cediese, y ella se desplomara de pronto.
—Ya sabes por qué he venido —añadí, con extrema lentitud, arrancándome del corazón las palabras una a una.
Ella callaba.
—¿Es cierto —continué—, es cierto… lo que me ha dicho mi madre?
Seguía callada. Parecía estar reuniendo todas sus fuerzas. Cosa extraña: en aquel intervalo no creí del todo imposible que respondiera «no».
Respondió (más que escuchar sus palabras, las vi dibujarse en sus labios exangües):
—Es verdad.
Recibí un golpe en el pecho que quizá fue más brutal que el que ya me habían provocado las palabras de mi madre. Ya lo sabía todo; había vivido ya veinticuatro horas en la certeza; y sin embargo, aquella confirmación tan clara y precisa me aterró, como si por vez primera se me revelara la verdad inconmutable.
—¡Es verdad! —repetí instintivamente, hablando conmigo mismo, con una sensación quizá similar a la que habría sentido si me hubiera encontrado vivo y consciente en el fondo de una vorágine.
Entonces Giuliana levantó los párpados y fijó sus pupilas en las mías con una especie de espasmódica violencia.
—Tullio —dijo—, escúchame.
Pero la sofocación apagó su voz en la garganta.
—Escúchame. Sé lo que tengo que hacer. Estaba decidida a hacer cualquier cosa para ahorrarte este momento; pero el destino ha querido mantenerme viva hasta ahora, para sufrir la cosa más horrible, la cosa por la que sentía un pavor demencial (ah, tú me entiendes) mil veces mayor que la muerte: Tullio, Tullio, tu mirada…
Otra sofocación la detuvo en el punto en que su voz se estaba volviendo tan desgarradora que me provocó la impresión de una laceración de mis fibras más secretas. Me dejé caer sobre una silla, junto a la mesa; y me sujeté la cabeza entre las manos, esperando que ella continuara.
—Tenía que estar muerta, antes de que llegara este momento. ¡Hace tanto tiempo que debería estar muerta! Hubiera sido mejor, ciertamente, que no hubiera venido aquí. ¡Hubiera sido mejor que al volver de Venecia no me hubieras encontrado! Yo estaría muerta y tú no hubieras soportado esta vergüenza; me habrías llorado, quizá me habrías adorado eternamente. Y hubiera sido para siempre tu gran amor, tu único amor, como decías ayer… No tenía miedo a la muerte, ¿sabes? No tengo miedo. Pero el pensamiento de nuestras niñas, de nuestra madre, me hizo postergar día tras día la ejecución. Y ha sido una agonía inhumana, donde no he consumado una vida sino mil. ¡Y aún estoy viva!
Continuó después de una pausa:
—¿Cómo es posible que con una salud tan miserable tenga tanta resistencia al sufrimiento? Soy desgraciada incluso en esto. Pensaba, al consentir en venir contigo: «Ciertamente enfermaré; cuando llegue allí, tendré que estar en cama y no me levantaré más. Parecerá que mi muerte será por causas naturales. Tullio no sabrá nunca nada, no sospechará nada. Todo habrá acabado». Y por el contrario, aún estoy en pie; y tú lo sabes todo; y todo está perdido, sin remedio.
Su voz era sumisa, debilísima, y sin embargo lacerante como un grito agudo y reincidente. Me apretaba las sienes y sentía el latido tan fuerte que temía que las arterias reventaran y se salieran de la piel y se adhirieran desnudas a las palmas de mis manos con su túnica densa y caliente.
—Mi única preocupación era ocultarte la verdad, no por mí sino por ti, por tu salvación. No sabrás nunca qué terrores me han acongojado, qué angustias me han oprimido. Tú, desde el día que llegamos, hasta ayer, has esperado, has soñado, has sido casi feliz. Pero imagina mi vida aquí, ¡con mi secreto, con tu madre a mi lado, en esta bendita casa! Me dijiste ayer en Villalilla, mientras estábamos sentados a la mesa, expresándome esas cosas tan dulces que me desgarraban, me dijiste: «Tú no sabías nada, no te dabas cuenta de nada». ¡Ah, no es verdad! Lo sabía todo, lo adivinaba todo. Y, cuando sorprendía en tus ojos aquella ternura, sentía desplomarse mi alma. Escúchame, Tullio. Tengo la verdad en mi boca, la pura verdad. Estoy aquí, ante ti, como una moribunda. No podría mentir. Créeme. No pretendo disculparme, no pretendo defenderme. Desgraciadamente todo ha terminado. Sabes bien cómo te he amado desde el día en que nos conocimos. Durante años y años, he sido tu fiel devota, ciegamente, y no en nuestros años de felicidad, también en aquellos de desdicha, cuando en ti se había estancado el amor. Lo sabes, Tullio. Siempre has podido hacer de mí lo que has querido. Has encontrado siempre en mí a la amiga, a la hermana, a la mujer, a la amante, pronta a cualquier sacrificio por tu deleite. No creas, Tullio, no creas que te recuerdo mi larga devoción para acusarte; no, no. No guardo siquiera una gota de amargura en el alma; ¿entiendes? Ni siquiera una gota. Pero deja, en esta hora, que te recuerde la devoción y la ternura que te profesé durante años y deja que te hable de amor; de mi amor no interrumpido, nunca acabado, ¿entiendes?, nunca acabado. Creo que mi pasión por ti no ha sido jamás tan intensa como en estas últimas semanas. Me contabas ayer todas aquellas cosas… ¡Ah, si yo pudiera contarte mi vida de estos últimos días! Todo sabía de ti, todo adivinaba; y me veía obligada a huir. Más de una vez he estado a punto de caer en tus brazos, de cerrar los ojos y dejar que me tomaras, en los momentos de debilidad y fatiga extrema. La otra mañana, la mañana del sábado, cuando viniste con aquellas flores, te miré y vi en ti al hombre de otras veces, tan ardiente como eras, sonriente, gentil, con ojos lúcidos. ¡Y me mostraste los rasguños que tenías en tus manos! Me asaltó el impulso de tomártelas y besarlas… ¿Quién me dio la fuerza para contenerme? No me sentía digna. Y vi, como en un relámpago, toda la felicidad que me ofrecías con aquellas flores, toda la felicidad a la que debía renunciar para siempre. Ah, Tullio, mi corazón está fuerte si ha podido resistir a aquella congoja. Tengo una vida tenaz.
Pronunció esta última frase con una voz más apagada, con un acento indefinible, casi de ironía y de ira. Yo no me atrevía a levantar el rostro y mirarla. Sus palabras me provocaban un sufrimiento atroz; y sin embargo temblaba cuando ella hacía alguna pausa. Temía que de pronto le fallaran las fuerzas y que no pudiera continuar. Esperaba de su boca otras confesiones, otros pedazos de alma.
—Gran error —prosiguió—, gran error no estar muerta antes de que regresaras de Venecia. Pero la pobre Maria, la pobre Natalia, ¿cómo iba a dejarlas?
Dudó un instante.
—Incluso a ti, quizás, te habría hecho sufrir… Te habría provocado algún remordimiento. La gente te habría acusado. No habríamos podido esconder a nuestra madre… Te haría preguntas: «¿Por qué ha querido morir?». Conocería la vida que le habíamos ocultado hasta ahora… ¡Pobre santa!
Tenía un nudo en la garganta, quizá, porque su voz se marchitaba, sentía en ella un temblor de llanto reprimido. El mismo nudo cerraba mi garganta.
—Pensé en ello. Pensé también, cuando quisiste venir aquí, que era indigna de ella, indigna de sus besos en mi frente, de que me llamara su hija. Pero sabes cuán débiles somos, cuán fácilmente nos abandonamos a la fuerza de las cosas. No esperaba ya nada; sabía bien que, excepto la muerte, no había salida para mí; sabía bien que cada día se estrechaba más el cerco. Y sin embargo, dejaba pasar los días, uno a uno, sin decidirme. ¡Y tenía un método infalible para morir!
Ella se detuvo. Obedeciendo a un impulso repentino, le levanté el rostro y la miré fijamente. Un gran estremecimiento la sacudió. Y fue tan manifiesto el daño que le provocaba mi mirada, que bajé de nuevo la frente. Retomé mi actitud.
Ella estaba aún en pie. Se sentó.
Siguió una pausa de silencio.
—¿Tú crees —me preguntó, con una timidez lacerante—, tú crees que la culpa es grave cuando el alma no consiente?
Bastó aquella alusión a la culpa para remover en mí, de pronto, el turbio fondo que se había aquietado; y sentí una especie de amargo regusto en la boca. Involuntariamente salió de mis labios el sarcasmo. Dije, haciendo ademán de sonreír:
—¡Pobrecita!
Apareció en el rostro de Giuliana una expresión de dolor tan intensa que inmediatamente sentí una aguda punzada de arrepentimiento. Me di cuenta de que no habría podido hacerle una herida más profunda y que la ironía en esa hora, contra aquella criatura sumisa, era la peor de las vilezas.
—Perdóname —dijo ella con el aspecto de una mujer herida de muerte (y me pareció que tenía la mirada dulce, triste, casi infantil que había visto alguna vez en los heridos postrados en sus camillas)—. Perdóname. También tú hablaste ayer del alma… Ahora piensas: «Son estas las cosas que dicen las mujeres, para hacerse perdonar». Pero yo no busco que me perdones. Sé que el perdón es imposible, que el olvido es imposible. Sé que no hay salida. ¿Entiendes? Únicamente quería que perdonaras los besos que he recibido de tu madre…
Su voz sonaba aún sumisa, debilísima, y sin embargo, lacerante como un grito agudo y reincidente.
—Sentía sobre mi frente un peso de dolor tan grande que, no por mí, Tullio, sino por aquel dolor, sólo por aquel dolor aceptaba sobre mi frente los besos de tu madre. Y si yo era indigna, aquel dolor era digno. Tú puedes perdonarme.
Tuve un momento de bondad, de piedad, pero no cedí. No la miraba a los ojos. Dirigía mi mirada involuntariamente al regazo, como para intentar descubrir las señales de aquella cosa horrible; y hacía enormes esfuerzos para no retorcerme en convulsiones agónicas, para no dejarme llevar por actos insensatos.
—Algunos días difería de hora en hora la ejecución de mi propósito; el pensamiento de esta casa, de lo que ocurriría después en esta casa, me arrebataba el valor. Y así, se desvaneció también la esperanza de poder ocultarte la verdad, de poder salvarte; porque desde primera hora mamá adivinó mi estado. ¿Te acuerdas de aquel día que en la ventana, al oler el perfume de los lirios, me sentí indispuesta? Desde entonces, mamá se percató. ¡Imagina mis miedos! Pensaba: «Si me suicido, Tullio lo sabrá por su madre. ¡Quién sabe cuáles serán las consecuencias del mal que he cometido!». Y me consumía el alma, día y noche, para encontrar el modo de salvarte. Cuando el domingo me preguntaste: «¿Quieres que vayamos el martes a Villalilla?», consentí sin reflexionar, me abandoné al destino, me confié a la fuerza de la providencia, al azar. Estaba segura de que aquel sería mi último día. Esta certeza me exaltaba, me provocaba una especie de demencia. Ah, Tullio, piensa de nuevo en tus palabras de ayer y dime si comprendes ahora mi martirio… ¿Lo comprendes?
Se agachó, se acercó a mí, como para incrustar en mi alma su angustiosa pregunta; y con los dedos entrelazados, retorcía sus manos.
—Nunca me habías hablado así; nunca habías empleado aquella voz. Cuando allí, en el banco, me preguntaste: «¿Es demasiado tarde, quizá?», te miré y tu rostro me dio miedo. ¿Podía responderte: «Sí, es demasiado tarde»? ¿Podía desgarrarte el corazón? ¿Qué habría sido de nosotros? Y entonces decidí concederme una última embriaguez, me volví loca, no vi más que mi muerte y mi pasión.
Se había vuelto extrañamente brusca. Yo la miraba y no la reconocía, tanto había cambiado. Una convulsión contraía todas las líneas de su rostro; el labio inferior le temblaba fuertemente; los ojos le brillaban con un ardor febril.
—¿Me condenas? —preguntó brusca y áspera—. ¿Me desprecias por lo que hice ayer?
Se cubrió el rostro con las manos. Luego, tras una pausa, con un tono de indescriptible tormento, de voluptuosidad y horror, con un tono surgido de quién sabe qué abismo de su ser, ella añadió:
—Ayer por la noche, para no destruir aquello que de ti me había quedado en la sangre, retrasé el momento de tomar el veneno.
Las manos le flaquearon. Se sacudió la debilidad con un acto resoluto. Su voz se volvió más firme.
—El destino ha querido que yo viviera hasta esta hora. El destino ha querido que supieras por tu madre la verdad: ¡por tu madre! Ayer por la noche, cuando volviste ya lo sabías todo. Y callaste, y delante de tu madre me besaste la mejilla que yo te ofrecí. ¿Dejarás que antes de morir te bese las manos? No te pido más. Te he esperado para obedecerte. Estoy preparada para cualquier cosa. Habla.
Yo dije:
—Debes vivir.
—Imposible, Tullio; imposible —exclamó—. ¿Has pensado en las consecuencias si yo viviera?
—He pensado. Debes vivir.
—¡Horror!
Y sufrió un violento estremecimiento, un movimiento instintivo de pánico, quizá porque sintió en sus vísceras aquella otra vida, el embrión.
—Escúchame, Tullio. Ahora ya lo sabes todo; ahora ya no es necesario que muera para ocultarte la vergüenza, para evitar encontrarnos cara a cara. Sabes todo; ¡y estamos aquí, y aún podemos mirarnos, podemos aún hablar! Se trata de otra cosa. No pienso eludir tu vigilancia para darme muerte. Es más, quiero que me ayudes a desaparecer del modo más natural posible para no levantar sospechas en la casa. Tengo dos venenos: la morfina y el corrosivo sublimado[34]. Quizá no sirvan. Quizá sea difícil mantener en secreto un envenenamiento. Y es necesario que mi muerte parezca involuntaria, un desgraciado accidente. ¿Comprendes? De ese modo lograremos nuestro objetivo. El secreto quedará entre nosotros…
Hablaba ahora velozmente, con una expresión de firme seriedad, como si razonara para persuadirme a aceptar un acuerdo útil, no un pacto de muerte, no una parte de cómplice en la ejecución de un insensato propósito. Yo dejaba que ella hablara. Una especie de extraña fascinación me obligaba a permanecer allí mirándola, escuchando a aquella criatura tan frágil, tan pálida, tan enferma, en la que penetraban oleadas de vehemente energía moral.
—Escúchame, Tullio. Tengo una idea. Federico me ha contado la locura que has hecho hoy, el peligro que has corrido en la orilla del Assoro, me lo ha contado todo. Yo pensaba, temblando: «¡Quién sabe por qué ímpetu doloroso se ha lanzado a aquel riesgo!». Y habiendo reflexionado sobre ello creo haber comprendido. He tenido un presentimiento. Y todos tus sufrimientos futuros se han asomado a mi alma: sufrimientos de los cuales nadie podrá defenderte, sufrimientos que crecerán día a día, inconsolables, insoportables. Ah, Tullio, ciertamente los has presentido ya, y sabes que no podrás sobrellevarlos. Existe sólo un modo de salvarte a ti, a mí, a nuestras almas, a nuestro amor; sí, déjame decir: nuestro amor. Déjame creer aún en las palabras que pronunciaste ayer y déjame repetir que ahora te amo como jamás lo he hecho. Precisamente porque nos amamos es necesario que desaparezca de este mundo, es necesario que no me veas más.
Fue extraordinaria la exaltación moral que realzó su voz, toda su persona, en aquel instante. Un gran escalofrío recorrió mi cuerpo; una fugaz ilusión se apoderó de mi espíritu. Ciertamente creí que en aquel momento mi amor y el amor de aquella mujer se encontraban en su cúspide más alta, en una desmesurada alteza ideal, exento de miseria humana, sin mancha de culpa, intacto. Viví de nuevo, durante breves instantes, la misma sensación experimentada en un principio, cuando el mundo real pareció desvanecerse por completo. Después, como siempre, el inevitable fenómeno se consumó. Aquel estado de conciencia ya no me pertenecía, se hizo objetivo, se volvió extraño.
—Escúchame —continuó bajando la voz, como si temiera que alguien pudiera oírla—. Le he manifestado a Federico mi gran deseo de visitar de nuevo el bosque, las carboneras, todos aquellos lugares. Mañana por la mañana Federico no podrá acompañarme porque debe regresar a Casal-Caldore. Iremos sólo nosotros dos. Federico me ha dicho que puedo montar a Favilla. Cuando lleguemos a la ribera… actuaré del mismo modo que has hecho tú esta mañana. Sucederá una desgracia. Federico me ha dicho que es imposible salvarse del Assoro… ¿Quieres?
Si bien pronunciaba palabras coherentes, parecía presa del delirio. Un rubor insólito encendía sus mejillas y sus ojos brillaban con esplendor.
Una fugaz imagen del río siniestro pasó por mi mente.
Ella repitió, acercándose a mí:
—¿Quieres?
Me levanté, tomé sus manos. Quería calmar su fiebre. Una pena y una piedad inmensas me oprimían. Mi voz fue dulce, buena; tembló de ternura.
—¡Pobre Giuliana! No te agites así. Sufres demasiado; el dolor te vuelve insensata, ¡pobre alma mía! Tienes que ser muy valiente; no debes pensar más en lo que has dicho… Piensa en Maria, en Natalia… Yo he aceptado este castigo. Por todo el daño que he causado quizá merecía este castigo. Lo he aceptado; lo soportaré. Pero es preciso que vivas. ¿Me prometes, Giuliana, por Maria, por Natalia, por el amor que le profesas a mi madre, por las palabras que te dije ayer, me prometes que no buscarás tu muerte?
Tenía la cabeza agachada. De repente, liberando sus manos aferró las mías y comenzó a besarlas furiosamente; y sentí sobre mi piel el ardor de su boca, el ardor de sus lágrimas. Y al intentar apartarme ella cayó de la silla de rodillas, sin soltarme las manos, sollozando, mostrándome su cara descompuesta, en la que el llanto fluía inconteniblemente, y la contracción de su boca revelaba el indescriptible espasmo por el cual todo su ser se convulsionaba. Y sin poder levantarla, sin poder hablar más, sofocado por un violento ataque de angustia, subyugado por la fuerza del espasmo que contraía aquella boca mortecina, libre de cualquier rencor, de cualquier orgullo, no sintiendo más que el ciego terror de la vida, no sintiendo en aquella mujer postrada y en mí mismo más que el sufrimiento humano, la eterna miseria humana, el daño de las transgresiones inevitables, el peso de nuestra carne cruel, el horror de las fatalidades inscritas en las mismas raíces de nuestro ser e indestructibles, toda la corporal tristeza de nuestro amor, también yo caí de rodillas frente a ella por una instintiva necesidad de postrarme, igualarme hasta en su actitud a la criatura que sufría y me hacía sufrir. Y también yo rompí en llanto. Y una vez más, después de tanto tiempo, mezclamos nuestras lágrimas, ¡ay de mí!, que eran tan amargas y no podían cambiar nuestro destino.