XL
Una tarde (corría el catorce de diciembre) mientras Federico y yo regresábamos a La Badiola reconocimos a un hombre caminando por la calzada, era Giovanni di Scòrdio.
—¡Giovanni! —gritó mi hermano.
El anciano de detuvo. Nos acercamos.
—Buenas tardes, Giovanni. ¿Alguna novedad?
El anciano sonreía tímidamente, cohibido, casi como si le hubiéramos pillado en alguna falta.
—Venía —balbuceó—, venía… por mi ahijado.
Estaba muy azorado, parecía que quisiera pedir perdón por semejante atrevimiento.
—¿Quieres verlo? —le preguntó Federico en voz baja, como si le hiciera una proposición confidencial, pues había advertido el sentimiento dulce y triste que movía el corazón de aquel abuelo abandonado.
—No, no… Venía simplemente para interesarme…
—Así que no deseas verlo.
—No…, sí…, demasiada molestia quizá… a esta hora…
—Vamos —concluyó Federico, tomándole de la mano como a un chiquillo—. Ven a verlo.
Entramos. Subimos hasta la estancia de la nodriza.
Mi madre estaba allí. Sonrió con generosidad a Giovanni. Nos indicó que no hiciéramos ruido.
—Duerme —dijo.
Volviéndose hacia mí, añadió con inquietud:
—Esta tarde ha tosido un poco.
La noticia me turbó; y mi turbación fue tan evidente que mi madre, en la creencia de que me tranquilizaba, me dijo:
—Pero sólo un poco, ¿sabes? Nada por lo que preocuparse.
Federico y el anciano se habían acercado a la cuna y contemplaban al pequeño durmiente, a la luz de la lámpara. El anciano estaba inclinado. Y nada a su alrededor era tan candoroso como su canicie.
—Bésalo —le susurró Federico.
Él se incorporó, nos miró a mi madre y a mí, confuso. Se pasó una mano por la boca y luego por la barbilla donde la barba estaba mal rasurada.
Dijo en voz baja a mi hermano, con el que tenía más confianza:
—Si le doy un beso le pincharé. Seguro que se despierta.
Mi hermano, viendo que el pobre anciano desamparado ardía en deseos de besar al bebé, le animó con un gesto. Y entonces, aquella cabeza canosa se inclinó sobre la cuna muy despacio, muy despacio.