VIII

Eran las dos de la tarde. Cerca de tres horas habían pasado desde nuestra llegada a Villalilla.

Había dejado sola a Giuliana durante algunos minutos para llamar a Calisto. El anciano había traído el canasto de nuestro almuerzo; y, no ya con sorpresa, sino con cierta bondadosa malicia, recibió una segunda y extraña despedida.

Ahora Giuliana y yo estábamos solos, sentados a la mesa como dos amantes, el uno frente a la otra, sonriéndonos. Disponíamos de comida fría, conservas de frutas, pastas, naranjas y una botella de Chablis. La sala, con la bóveda decorada con imágenes barrocas, con sus blancas paredes, con sus pinturas pastorales, le daba una cierta vivacidad anticuada, propia del siglo pasado. Por el balcón abierto entraba una luz bastante apacible porque en el cielo se habían diseminado largas venas lechosas. En el rectángulo descolorido acampaba «el viejo ciprés venerable que tenía a sus pies un rosal y un coro de gorriones en su cima». Más abajo, a través de los hierros curvos de la barandilla, aparecía la delicada selva violácea, la gloria primaveral de Villalilla. El triple aroma, el alma primaveral de Villalilla, se exhalaba en la calma en oleadas lentas y uniformes.

Giuliana decía:

—¿Te acuerdas?

Repetía una y otra vez:

—¿Te acuerdas?

Los más lejanos recuerdos de nuestro amor llegaban uno a uno a nuestras bocas, apenas evocados con alguna discreta ilusión y ciertamente revividos con una extraordinaria intensidad en el lugar donde nacieron, entre tantas cosas propicias. Pero aquella frenética preocupación, aquel furor vital que me invadió en el jardín en la primera parada, ahora en cambio me hacía sufrir, me sugería visiones hiperbólicas del futuro, en contraposición con los fantasmas de un pasado aún demasiado presente.

—Es preciso que volvamos aquí mañana, en dos o tres días máximo, para quedarnos; pero solos. Lo ves: no falta nada; todo sigue igual. Si tú quieres podríamos incluso pasar aquí la noche… ¡Pero tú no quieres! ¿Verdad que no quieres?

Con la voz, con gestos, con la mirada, pretendía tentarla. Mis rodillas tocaban las suyas. Y ella me miraba fijamente, sin responder.

—¿Imaginas tu primera noche aquí, en Villalilla? ¡Salir, quedarnos afuera hasta después del Ave María, contemplar las ventanas iluminadas! ¡Ah, ya me entiendes…! ¡Las luces que se encienden en una casa por vez primera, la primera noche! ¿Te imaginas? Hasta ahora no has hecho otra cosa más que recordar. Y sin embargo, escucha: todos tus recuerdos no valen para mí un solo momento vivido hoy, no valdrán un solo momento de mañana. ¿Acaso dudas de la felicidad que nos espera? Nunca te he amado como te amo ahora, Giuliana; nunca, nunca. ¿Me escuchas? Jamás he sido tuyo como ahora, Giuliana… Te contaré, te contaré mis días para que conozcas tus milagros. Después de tantas crueldades, ¿quién podía esperar algo así? Te lo contaré… Me parecía, en ciertas horas, haber vuelto al tiempo de la adolescencia, al tiempo de la primera juventud. Me sentía cándido como entonces: bueno, tierno, sencillo. Ya no recordaba nada. Todos mis pensamientos eran tuyos; todas mis emociones las provocabas tú. En ciertas ocasiones una simple flor, una pequeña hoja bastaba para inundar mi alma, tan rebosante estaba. Y tú no sabías nada; no sospechabas nada, quizá. Te contaré… ¡El otro día, el sábado, cuando entré en tu dormitorio con aquel espino! Estaba cohibido como un jovencito enamorado y me sentía morir, por dentro, por el deseo de estrecharte entre mis brazos… ¿No lo adivinaste? Te lo contaré todo; te haré reír. Aquel día las cortinas de la alcoba dejaban entrever tu cama. No podía quitar la vista de ella, y temblaba. ¡Cómo temblaba! Tú no sabes… Ya en dos o tres ocasiones había entrado en tu dormitorio, solo, a escondidas, con gran agitación; y había alzado el cortinaje para mirar tu cama, para tocar tus sábanas, para hundir mi rostro en tus almohadones, como un amante fanático. Y varias noches, mientras todos dormían en La Badiola, me aventuraba despacio, despacio, hasta el umbral de tu puerta; creía escuchar tu respiración… Dime, dime: esta noche, ¿podré ir a ti? ¿Me querrás? Dime: ¿me esperarás? ¿Podremos dormir separados, esta noche? ¡Imposible! Tu mejilla reencontrará su lugar sobre mi pecho, aquí…, ¿te acuerdas? ¡Cuán ligera dormías!

—¡Tullio, Tullio, calla! —me interrumpió suplicante, como si mis palabras le hicieran daño.

Añadió sonriendo:

—Deja de cautivarme así… Ya te lo dije, antes… Estoy tan débil; no soy más que una pobre enferma… Me estás provocando vértigos. No soy capaz de razonar. ¿Ves a qué me has reducido ya? Me has dejado desfallecida…

Sonreía, con una sonrisa tenue, débilmente. Tenía los párpados un poco enrojecidos; pero bajo aquel cansancio los ojos le brillaban con ardor febril y me miraban continuamente, con una fijeza casi insoportable, si bien amortiguada por la sombra de las pestañas. En su actitud había algo innatural que yo no alcanzaba a definir. ¿Cuándo, en toda su vida, su rostro había reflejado aquel carácter de misterio inquietante? Parecía que por momentos su expresión se ensombreciese, se oscureciese hasta aparecer enigmática. Y yo pensaba: «Está atormentada por la vorágine desplegada en su interior. Aún no ve claramente lo que ha sucedido. Quizá siente una gran confusión en lo más íntimo. ¿Acaso no ha cambiado su existencia en tan sólo un instante?». Y aquella profunda expresión me atraía y apasionaba cada vez más. El ardor de su mirada penetraba en mis entrañas como un fuego voraz. Aunque la veía muy abatida, estaba ansioso por poseerla de nuevo, por beberme su alma.

—No comes —dije, haciendo un esfuerzo por disipar el vapor que subía velozmente a mi cerebro.

—Tampoco tú.

—Al menos bebe un sorbo. ¿No reconoces este licor?

—Oh, sí. Lo reconozco.

—¿Recuerdas?

Y nos miramos a la pupila, nerviosos, al evocar el recuerdo del amor sobre el cual ondeaba el aroma de aquel delicado amaretto que era su predilecto.

—¡Bebamos, pues, y brindemos por nuestra felicidad!

Chocamos nuestras copas y yo bebí con fogosidad; pero ella ni siquiera bañó sus labios, parecía presa de una repugnancia invencible.

—¿Y bien?

—No puedo, Tullio.

—¿Por qué?

—No puedo. No insistas. Creo que simplemente una gota me haría daño.

Su rostro se había cubierto de una palidez cadavérica.

—¿Te encuentras mal, Giuliana?

—Un poco. Levantémonos. Vayamos hasta el balcón.

Estrechándola, sentí la viva laxitud de su cintura, pues en mi ausencia se había liberado del corpiño. Le dije:

—¿Quieres tenderte en la cama? Reposarás y yo estaré junto a ti…

—No, Tullio. Ya estoy mejor, ¿ves?

Y nos detuvimos junto al umbral del balcón, frente al ciprés. Ella se apoyó contra el batiente posando una mano sobre mi hombro.

Desde el borde del dintel, bajo la cornisa, pendía un grupo de nidos. Las golondrinas iban y venían con una actividad incesante. Pero tan absoluta era la calma bajo nuestros pies, en el jardín, y tan quieta se exhibía la cima del ciprés ante nosotros, que aquellos aleteos, aquellos vuelos, aquellos gritos me irritaron y disgustaron. Ya que todo se atenuaba, se velaba bajo aquella quieta luz, deseé una pausa, un largo intervalo de silencio, un recogimiento, para saborear toda la dulzura de aquella hora y de aquella soledad.

—¿Seguirán aquí los ruiseñores? —pregunté, recordando las violentas melodías vespertinas.

—¡Quién sabe! Quizá.

—Cantaban al atardecer. ¿No te gustaría volver a oírlos?

—Pero ¿a qué hora vendrá a recogernos Federico?

—Tarde, esperemos.

—¡Oh, sí, tarde, tarde! —exclamó con una sincera esperanza, tan vehemente que me estremecí de alegría.

—¿Eres feliz? —le pregunté buscando en sus ojos la respuesta.

—Sí, soy feliz —respondió bajando las pestañas.

—¿Sabes que sólo te amo a ti, que soy y seré tuyo para siempre?

—Lo sé.

—Y tú, ahora… ¿cómo me amas?

—¡Como jamás podrás imaginar, pobre Tullio!

Y diciendo estas palabras, se retiró del batiente y apoyó todo su cuerpo sobre mí con uno de aquellos movimientos suyos tan indescriptibles de abandonada dulzura, que la más femenina de las criaturas puede emanar hacia un hombre.

—¡Bella! ¡Bella!

Verdaderamente estaba bella, frágil, dócil, tierna, casi diría fluida, tanto, que me hacía pensar en la posibilidad de absorberla poco a poco, de empaparme de ella. Sobre la palidez del rostro, su melena suelta parecía estar a punto de propagarse a borbotones. Las pestañas extendían hasta la cima de sus mejillas una sombra que me turbaba más que una mirada.

—Tampoco tú podrás adivinar jamás… ¡Si te contara los locos pensamientos que nacen dentro de mí! Es una felicidad tan grande que me provoca angustia y casi deseos de morir.

—¡Morir! —repitió sumisamente, con tenue sonrisa—. ¡Quién sabe, Tullio, si no moriré… pronto!

—¡Oh, Giuliana!

Ella se irguió para mirarme, y añadió:

—Dime, ¿qué harías si yo muriera de repente?

—¡Mi niña!

—¿Si por ejemplo mañana apareciera muerta?

—¡Calla!

Y la tomé por las muñecas y comencé a besarla en la boca, en las mejillas, en los ojos, en la frente, en los cabellos, con besos rápidos y ligeros. Ella se dejaba besar. De hecho, cuando me detuve, murmuró:

—¡Continúa!

—Volvamos a nuestro dormitorio —le rogué, tirando de ella.

Y ella se dejó arrastrar.

También en nuestra alcoba el balcón estaba abierto. Con la luz entraba el perfume almizcleño de las rosas amarillas que florecían cerca de allí. Sobre el fondo claro de la tapicería las minúsculas flores azules estaban tan descoloridas que apenas se distinguían. Un extremo del jardín se reflejaba en el espejo de un armario precipitándose en una lontananza quimérica.

Los guantes, el sombrero, un brazalete de Giuliana, posados sobre la mesa, parecían haber despertado ya dentro de la amorosa vida de un tiempo atrás, haber difundido un nuevo aire de intimidad.

—Mañana, mañana es preciso que volvamos aquí; no más tarde —le decía, ardiendo de impaciencia, sintiendo que me llegaba de todas aquellas cosas no sé qué incitación o qué lisonja—. Es preciso que pernoctemos aquí mañana. ¿Tú quieres, verdad?

—¡Mañana!

—Retomar el amor, en esta casa, en este jardín, con esta primavera… Retomar el amor, como si nada hubiera ocurrido; redescubrir una a una nuestras caricias y encontrar en cada una de ellas un nuevo sabor, como si no las hubiéramos probado nunca; y tener ante nosotros muchos días, muchos días…

—No, no, Tullio; no hablemos del futuro… ¿No sabes que es un mal augurio? Hoy, hoy, piensa en hoy, en la hora presente…

Y ella se abrazó fuertemente a mí, perdidamente, con increíble ardor, sellando furiosamente mi boca con sus besos.