XXXVII

Al día siguiente, Federico y yo fuimos a visitar a Giovanni di Scòrdio. Era la última tarde de noviembre.

Fuimos a pie, atravesando los campos arados.

Caminábamos en silencio, pensativos. El sol se ponía en el horizonte, lento. Un polvo de oro impalpable oscilaba en el aire quieto sobre nuestras cabezas. La tierra húmeda tenía un color bruno vivaz, un aspecto de tranquila supremacía, casi diría una serena consciencia de su virtud. De la gleba subía un aliento visible, similar a aquel exhalado por las narices de un buey. Las cosas blancas bajo aquella mansa luz asumían un extraordinario blancor, un candor de nieve. Una vaca en la lejanía, la camisa de un agricultor, un paño extendido, las paredes de una granja resplandecían como en un plenilunio.

—Estás triste —me dijo Federico, dulcemente.

—Sí, amigo mío: muy triste. Desespero.

Siguió entonces un largo silencio. De la espesura, bandadas de aves se alzaban batiendo sus alas. Llegaba débil el cencerreo de un rebaño lejano.

—¿Por qué desesperas? —me preguntó mi hermano con la misma benignidad.

—Por la salvación de Giuliana, por mi salvación.

Él callaba. No pronunció ni una sola palabra de consuelo. Quizá el dolor le oprimía por dentro.

—Tengo un presentimiento —añadí—. Giuliana no se recuperará.

Callaba. Cruzábamos por un sendero arbolado; y las hojas caídas crujían bajo nuestros pies. Y donde no había hojas, el suelo resonaba como si camináramos por cavernas subterráneas, profundo.

—Cuando esté muerta —añadí—, ¿qué será de mí?

Me asaltó un pavor repentino, una especie de pánico; y miré a mi hermano, que callaba con el ceño fruncido; miré a mi entorno en la muda desolación de aquella hora diurna; y nunca como en aquella hora sentí el vacío espantoso de la vida.

—No, no, Tullio —dijo mi hermano—. Giuliana no puede morir.

Afirmaba una cosa vana, sin valor alguno ante la condena del Destino. Y sin embargo, había pronunciado aquellas palabras con una simpleza que me conmovió, tan extraordinaria me pareció. Así, de vez en cuando, los chiquillos pueden pronunciar de repente palabras inesperadas y graves que llegan al fondo del alma; y parece que una fatídica voz hable por sus labios inocentes.

—¿Lees el futuro? —le pregunté, sin sombra de ironía.

—No. Pero éste es mi presentimiento; y yo creo en él.

Una vez más recibí de mi buen hermano un rayo de confianza; una vez más, gracias a él, se amplió el férreo círculo que cerraba mi corazón. El respiro fue breve. El resto del camino se dedicó a hablar de Raimondo.

Cuando alcanzamos las proximidades del lugar donde habitaba Giovanni di Scòrdio, descubrió en el campo la larga figura del anciano.

—¡Mira! Ahí está, sembrando. Le traemos la invitación en una hora solemne.

Nos acercamos. Yo temblaba interiormente, como si estuviera a punto de cometer una profanación. En efecto, me disponía a profanar una grande y excelsa cosa: pedir la paternidad espiritual de aquel venerable anciano para un hijo ilegítimo.

—¡Mira qué figura! —exclamó Federico deteniéndose y señalando al labrador—. Tiene la altura de un hombre, y sin embargo parece un gigante.

Nos detuvimos detrás de un árbol, sobre las lindes del campo, para observarlo. Enfrascado en su trabajo, Giovanni no se había percatado aún de nuestra presencia.

Avanzaba erguido por el campo, con mesurada lentitud. Le cubría la cabeza un gorro de lana verde y negra con dos alas que descendían cubriendo las orejas asemejando un gorro frigio. Un saco blanco le colgaba del cuello sujeto por una cinta de cuero que le bajaba hasta la cintura, lleno de grano. Con la mano izquierda mantenía abierto el saco, con la derecha tomaba la simiente y la esparcía. Su gesto era pausado, gallardo y sabio, moderado con un ritmo acompasado. Las semillas, al liberarse del puño, brillaban de vez en cuando en el aire como relámpagos de oro, cayendo sobre los surcos húmedos igualmente repartidos. El labrador avanzaba con lentitud, hundiendo los pies desnudos en la tierra dúctil, alzando la cabeza en la santidad de la luz. Su gesto era pausado, gallardo y sabio; toda su persona era sencilla, sagrada y grandiosa.

Entramos en el campo.

—¡Hola, Giovanni! —exclamó Federico yendo al encuentro del anciano—. ¡Dios bendiga tu siembra! ¡Dios bendiga tu pan futuro!

—¡Hola! —repetí.

El anciano interrumpió su faena; se descubrió la cabeza.

—Cúbrete, Giovanni, si no quieres que nos descubramos nosotros —dijo Federico.

El anciano se cubrió, confundido, casi tímido, sonriendo. Preguntó humildemente:

—¿A qué debo este honor?

Esforzándome en hablar con voz firme le dije:

—He venido para rogarte que seas el padrino en el bautizo de mi hijo.

El anciano me miró atónito, luego miró a mi hermano. Su confusión aumentaba. Murmuró:

—¿A mí tanto honor?

—¿Qué contestas?

—Soy tu siervo. Dios te recompense por el honor que hoy me haces y alabado sea Dios por la alegría que me concede en mi vejez. ¡Que todas las bendiciones del cielo recaigan sobre tu hijo!

—Gracias, Giovanni.

Y le tendí la mano. Y vi cómo aquellos tristes y profundos ojos se humedecieron de ternura. Una desmesurada angustia inundó mi corazón.

El anciano me preguntó:

—¿Cómo lo llamas?

—Raimondo.

—Como tu padre, Dios lo tenga en su gloria. ¡Qué gran hombre! Y vosotros os parecéis tanto a él.

Mi hermano dijo:

—Estás tú solo sembrando.

—Sí. Siembro el grano y luego lo cubro.

Y señaló el roturador y la horquilla que relucían sobre la tierra bruna. A su alrededor se podían ver las semillas aún sin recubrir, los buenos gérmenes de las futuras espigas.

Dijo mi hermano:

—Continúa, pues. Te dejamos con tu trabajo. Te esperamos mañana por la mañana en La Badiola. Adiós, Giovanni. ¡Qué dios bendiga tu siembra!

Estrechamos ambos aquellas manos infatigables, santificadas por la simiente que esparcían, por el bien que habían esparcido. El anciano hizo ademán de acompañarnos hasta la cerca. Pero se detuvo, vacilante. Dijo:

—Quisiera pediros un favor.

—Habla, Giovanni.

Abrió el saco que le colgaba del cuello.

—Tomad unas pocas semillas y arrojadlas en mi campo.

Fui el primero en hundir mi mano en el trigo y coger un puñado; lo esparcí. Mi hermano me imitó.

—Ahora os digo esto —añadió Giovanni di Scòrdio con gran emoción en su voz, mirando a la tierra sembrada—. Dios quiera que mi ahijado sea bueno como el pan que nacerá de esta simiente. Así sea.