III
No sólo le llevé aquel ramo a Giuliana, sino muchos otros. Regresaba siempre a La Badiola cargado de obsequios florales. Una mañana, portando en mis brazos un ramo de espino blanco, encontré a mi madre en el vestíbulo. Estaba yo un poco sofocado, acalorado, agitado por una ligera embriaguez. Le pregunté:
—¿Dónde está Giuliana?
—Arriba, en sus aposentos —respondió riendo.
Subí corriendo la escalera, atravesé el corredor, entré resuelto en la habitación, llamándola:
—¡Giuliana, Giuliana! ¿Dónde estás?
Maria y Natalia salieron a mi encuentro con gran júbilo, deleitándose con las flores, inquietas, alocadas.
—Ven, ven —me gritaban—. Mamá está aquí, en el dormitorio. Ven.
Crucé aquel umbral palpitando con más fuerza; me encontré a Giuliana sonriente y confusa: deposité el espino blanco a sus pies.
—¡Mira!
—¡Oh, qué cosa más bonita! —exclamó inclinándose sobre el fresco tesoro aromático.
Vestía una de sus amplias túnicas que tanto le gustaban, de un verde igual al verde de una hoja de aloe. Aún sin peinar, sus cabellos se escabullían de entre los pasadores, le cubrían la nuca, le ocultaban las orejas, cayendo en grandes mechones despeinados. El efluvio del espino, un aroma mezcla de tomillo y almendra amarga, la impregnaba, se expandía por la estancia.
—Cuida de no pincharte —le dije—. Mira mis manos.
Y le mostré los rasguños aún sangrantes, intentando dar mayor mérito a mi ofrenda. «¡Oh, si ahora tomara mis manos!», pensé. Y me pasó vagamente por la mente el recuerdo de un lejanísimo día en el cual ella me había besado las manos arañadas por otras espinas y había querido beber las gotas de sangre que emanaban de la herida, una tras otra. «¡Si tomara ahora mis manos y en ese acto me concediera su total perdón y entrega!».
Esperaba ansiosamente desde hacía días un momento semejante. No sabría decir de dónde procedía dicha esperanza, pero estaba seguro de que Giuliana volvería a mí, así, antes o después, con un simple acto tácito en el que me concedería «su total perdón y entrega».
Sonrió. Una sombra de sufrimiento apareció en su rostro demasiado pálido, en sus ojos demasiado hundidos.
—¿No te encuentras mejor desde que estamos aquí? —le pregunté acercándome a ella.
—Sí, sí, mejor —respondió.
Tras una pausa:
—¿Y tú?
—Oh, yo ya estoy curado. ¿No ves?
—Sí, es cierto.
Cuando me hablaba, aquellos días, lo hacía con una singular indecisión que se me antojaba llena de gracia, pero que ahora soy incapaz de definir. Casi parecía que estaba constantemente preocupada por reprimir las palabras que acudían a sus labios y pronunciar otras distintas. Además, su voz, por así decirlo, se había vuelto más femenina; había perdido su primitiva firmeza y una parte de su sonoridad; se había velado como la de un instrumento con la sordina. Siendo, pues, tan afectuosa conmigo en todos los aspectos, ¿qué me impedía entonces abrazarla? ¿Qué mantenía entre los dos aquella distancia?
En aquel período, que permanecerá por siempre en la historia de mi alma, siempre misterioso, mi natural perspicacia parecía totalmente abolida. Todas mis formidables facultades analíticas, las mismas que me habían ocasionado tanto sufrimiento, parecían haberse extinguido. La fortaleza de aquellas inquietas facultades parecía destruida. Infinidad de sensaciones, infinidad de sentimientos de aquellos tiempos me resultaban ahora incomprensibles, inexplicables, porque no tenía filia alguna para rastrear su origen, para determinar su naturaleza. Hay una discontinuidad, una fusión imperfecta entre aquel período de mi vida psíquica y el resto.
Hubo una ocasión en la que escuché, durante la exposición de una fábula, que un joven príncipe, tras un largo peregrinaje lleno de aventuras, consiguió finalmente presentarse ante la mujer que con tanto ardor había buscado. El joven temblaba de esperanza, mientras la joven le sonreía. Pero un velo volvía intangible a la mujer sonriente. Era un velo de materia desconocida, tan sutil que se confundía con el aire; y sin embargo, el joven no podía abrazar a su amada a través de aquel velo.
Esta imagen me ayuda un poco a comprender el singular estado en el que me encontraba por aquel entonces con respecto a Giuliana. Yo sentía que había algo desconocido que prolongaba el distanciamiento entre nosotros. Pero al mismo tiempo confiaba en aquel «simple acto silencioso» que antes o después derribaría cualquier obstáculo llenándome de felicidad.
¡Cuánto me gustaba, en tanto, el dormitorio de Giuliana! Estaba tapizado con una tela clara, un poco envejecida, con motivos florales muy difuminados. La alcoba era bastante amplia. ¡Cómo la perfumaba aquel espino blanco!
Ella dijo, muy pálida:
—¡Qué olor tan fuerte! Se sube a la cabeza. ¿No lo notas?
Se dirigió hacia la ventana y la abrió. Después continuó:
—Maria, llama a la señorita Edith.
El ama de llaves apareció.
—Edith, por favor, llévate estas flores a la cámara del piano. Ponlas en un jarrón. Ten cuidado de no pincharte.
Maria y Natalia quisieron llevar una parte del manojo. Nos quedamos solos. Volvió a acercarse a la ventana, se apoyó en el alféizar, de espaldas a la luz.
Dije:
—¿Tienes algo que hacer? ¿Quieres que me vaya?
—No, no. Quédate. Siéntate. Cuéntame tu paseo de esta mañana. ¿Hasta dónde has ido? Pronunció estas frases con un poco de precipitación. Como la balaustrada le llegaba a la altura de su cintura, tenía los codos apoyados sobre el alféizar. Y su busto se inclinaba hacia atrás, entrando en el rectángulo del ventanal. Su rostro, vuelto hacia mí, se veía al trasluz, especialmente sus ojos; pero sus cabellos, recibiendo el torrente de luz, formaban una tenue aureola; también sus hombros se veían iluminados. Un pie, sobre el cual descansaba todo el peso de su cuerpo, se mostraba bajo el ribete del vestido, revelando apenas la media cinérea y la babucha brillante. Toda su figura, en aquella actitud y bajo aquella luz, irradiaba un extraordinario poder de seducción. Un fragmento de paisaje azulado y voluptuoso, entre una y otra jamba, aparecía coronando su cabeza.
Entonces sucedió, de pronto, como una fulminante revelación. Volví a verla como una mujer deseable y en mi sangre se encendió de nuevo el recuerdo y el deseo de las caricias.
Le hablaba mirándola fijamente. Cuanto más la observaba, más turbado me sentía; y ella debió entender mi mirada porque la inquietud en ella se hizo evidente. Yo pensaba con aguda ansiedad interior: «¿Y si me atreviera? ¿Y si avanzara hasta ella y la tomase entre mis brazos?». Incluso la franqueza aparente que intentaba dar a mis livianos discursos me abandonó. Me sentía confuso. Aquella situación se hizo insostenible.
Me levanté, me acerqué a la ventana, me coloqué al flanco de Giuliana y me incliné hacia ella para proferir al fin las palabras tantas veces repetidas en mis coloquios imaginarios. Pero el temor de una probable interrupción me frenó. Pensé que quizá aquel momento era inoportuno, que no tendría tiempo para decirle todo lo que deseaba, de abrirle mi corazón, de narrarle mi vida interior de las últimas semanas, la misteriosa convalecencia de mi alma, el despertar de mis fibras más tiernas, el renacimiento de mis sueños más dulces, la profundidad de mi nuevo sentimiento, la tenacidad de mi esperanza. Pensé que no tendría tiempo de describirle los detalles de los episodios recientes, aquellas pequeñas confesiones ingenuas, deliciosas a los oídos de la mujer que amaba, frescas de verdad, más persuasivas que cualquier elocuencia. En efecto, tenía que lograr persuadirla de una grandiosa y tal vez para ella increíble certeza, después de tantas y tantas desilusiones: conseguir persuadirla de que mi regreso no era engañoso, sino sincero, definitivo, provocado por una necesidad vital de todo mi ser. Ella, lógico, aún desconfiaba; ciertamente, en su desconfianza indicaba su reserva. Entre nosotros todavía se interponía la sombra de un atroz recuerdo. Yo tendría que desterrar aquella sombra, fusionar mi alma con la suya tan estrechamente que nada pudiera interponerse. Y esto debía suceder en una hora favorable, en un lugar secreto, silencioso, habitado solamente por los recuerdos: Villalilla.
Entre tanto callábamos, ambos apoyados en el vano de la ventana, uno al lado de la otra. Desde la estancia contigua llegaban las voces de Maria, Natalia y Edith, casi imperceptibles. El perfume del espino blanco se había desvanecido. Los cortinajes que pendían del arco de la alcoba dejaban entrever la cama al fondo, adonde mis ojos se dirigían frecuentemente, curiosos de la penumbra, casi codiciosos.
Giuliana había inclinado la cabeza porque quizá también ella sentía el peso dulce y angustioso del silencio. El ligero viento agitaba sobre su sien un mechón rebelde. La irreverencia de aquel rizo oscuro, un poco leonado, con algún hilo de oro bajo aquella luz, ondeando sobre aquella sien pálida como una oblea, me hacía languidecer. Y, contemplándola, volví a ver en su cuello aquella pequeña mancha oscura que tantas veces, en otros tiempos, encendía la llama de la tentación.
Entonces, no pudiendo reprimirme, con una mezcla de temor y osadía, levanté la mano para recomponer el mechón; y mis temblorosos dedos rozaron, por encima de sus cabellos, su oreja, su cuello, pero muy delicadamente, con la más sutil de las caricias.
—¿Qué haces? —preguntó Giuliana con un gran sobresalto, dirigiéndome una mirada azorada, temblando incluso más que yo. Y se apartó de la ventana; advirtiendo que yo la seguía dio algunos pasos como si intentara huir desesperadamente.
—¡Ah! ¿Por qué, por qué actúas así, Giuliana? —exclamé deteniéndome.
Pero inmediatamente después añadí:
—Es cierto: no soy digno aún. ¡Perdóname!
En aquel momento las dos campanas de la iglesia comenzaron a sonar. Y Maria y Natalia se precipitaron al dormitorio, hacia su madre, gritando de alegría. Una después de la otra, se aferraron a su cuello, cubriéndole el rostro de besos; y de la madre vinieron a mí, y las alcé en mis brazos una tras otra.
Las dos campanas sonaban impetuosamente; toda La Badiola parecía invadida por el temblor del bronce. Era Sábado Santo, la hora de la Resurrección.