XXXVIII

A la mañana siguiente, la ceremonia del bautizo se celebró sin fiesta, sin pompa, debido al estado de Giuliana. El bebé fue llevado a la capilla por el acceso interno. Mi madre, mi hermano, Maria, Natalia, la señorita Edith, la comadrona, la nodriza y el caballero Jemma asistieron al acto. Yo permanecí junto a la cabecera de la enferma.

Estaba sumida en una profunda somnolencia. Su boca entreabierta —que exhalaba una respiración ahogada— se veía pálida como la más pálida de las rosas florecidas a la sombra; la sombra que invadía la alcoba. Mirándola, pensaba: «¿Finalmente no la salvaré? Había alejado a la muerte; y he aquí que la muerte ha regresado. Si no se produce un cambio repentino ella morirá.

Antes, cuando lograba mantener alejado a Raimondo, cuando conseguía darle alguna ilusión y algún olvido con mi cariño, parecía que ella quisiera sanar. Pero desde que ve a su hijo, desde que ha vuelto a comenzar el suplicio, se va perdiendo día tras día, desangrándose incluso más que si continuara la hemorragia. Yo asistía a su agonía. Ella ya no me escucha, ya no me obedece, como antes. ¿De quién le vendrá la muerte? De él. Él, él la matará…».

Una oleada de odio surgió desde mis raíces más profundas, parecía afluir a mis manos con un impulso homicida. Veía al pequeño ser maléfico hincharse de leche, prosperar en paz, sin peligro alguno, rodeado de infinitas atenciones. «¡Mi madre le quiere más que a Giuliana! ¡Mi madre se ocupa más de él que de esta pobre moribunda! Ah, es necesario que lo quite del medio a cualquier precio». Y la visión del delito ya consumado se me apareció: la visión del bebé muerto envuelto en pañales, del pequeño cadáver inocente en su ataúd. «El bautismo será su viático[44]. Y Giovanni lo sostiene entre sus brazos…».

Una súbita curiosidad me punzó. El doloroso espectáculo me atraía. Giuliana seguía dormida. Salí de la alcoba muy despacio; salí de la estancia; llamé a Cristina, la puse en guardia; después me dirigí hacia el trascoro, con paso veloz, con una ansiedad que me asfixiaba. La portezuela estaba abierta. Descubrí a un hombre arrodillado ante la celosía. Reconocí a Pietro, el anciano y fiel sirviente, aquel que me había visto nacer y había asistido a mi bautizo. Se levantó con cierta pena.

—Quédate, quédate, Pietro —le susurré, poniéndole una mano sobre el hombro para obligarle a arrodillarse de nuevo.

Y me arrodillé a su lado, apoyé la frente en la celosía, miré hacia abajo para otear la capilla. Podía verlo todo, con perfecta nitidez; escuchaba las fórmulas rituales.

La celebración ya había comenzado. Supe por Pietro que el bebé ya había recibido la sal. Oficiaba la ceremonia el párroco de Tussi, don Gregorio Artese. Éste y el padrino recitaban ahora el Credo: uno en voz alta, el otro susurrando a continuación. Giovanni sostenía al bebé en su brazo derecho, con la mano que el día anterior había sembrado la simiente. La izquierda reposaba sobre unos cándidos lazos y encajes. Y aquellas manos huesudas, ajadas, morenas, parecían fundidas en un bronce animado, aquellas manos encallecidas por los aperos de labranza, santificadas por el bien que habían esparcido, por el vasto trabajo que habían realizado, ahora, al sostener a aquel infante mostraban una delicadeza y casi una timidez tan bondadosa que no podía dejar de mirarlas. Raimondo no lloraba; movía constantemente su boca llena de una baba líquida que le corría por la barbilla y caía sobre el babero bordado.

Tras el exorcismo[45], el párroco mojó el dedo en saliva y tocó las diminutas orejas sonrojadas pronunciando la palabra milagrosa:

—Ephpheta.[46]

Luego tocó su nariz diciendo:

—In odorem suavitatis…[47]

Entonces bañó el pulgar en el óleo de los catecúmenos, y mientras Giovanni sostenía en sus brazos y en posición supina al infante, ungió a éste haciendo la señal de la cruz en lo alto del pecho, y, cuando Giovanni lo giró dulcemente, le ungió en lo alto de la espalda entre las escápulas, haciendo la señal de la cruz y diciendo:

—Ego te linio oleo salutis in Christo Jesu Domino nostro…[48]

Y con un copo de algodón limpió la zona que había ungido.

Entonces dejó su estola morada, el color del dolor y la tristeza, y tomó la estola blanca color de alegría para anunciar que la mancha original estaba a punto de ser eliminada. Y llamó a Raimondo por su nombre y le dirigió tres preguntas solemnes[49]. Y el padrino respondió:

—Creo, creo, creo.

La capilla era singularmente sonora. Por una de las altas ventanas ovales se filtraban los rayos de sol que laceraban una lápida marmórea del pavimento bajo el cual yacían los profundos sepulcros en los cuales muchos de mis antepasados dormían en paz. Mi madre y mi hermano estaban uno al lado del otro, detrás de Giovanni; Maria y Natalia se ponían de puntillas para alcanzar a ver al pequeño, curiosas, sonriendo de vez en cuando y murmurando entre ellas. Giovanni se volvía alguna que otra vez, ante aquellos murmullos, en un acto sumiso que mostraba toda su inefable ternura senil hacia los jóvenes, desbordante de aquel gran corazón de abuelo abandonado.

¿Raymunde, vis baptizari? —preguntó el ministro.

Voló —respondió el padrino, repitiendo la palabra sugerida.

El clérigo presentó la pila de plata donde resplandecía el agua bautismal. Mi madre despojó de la cofia al bautizado, mientras el padrino lo ofrecía dócil a la ablución. La cabeza redonda en la cual se podían distinguir las erupciones blanquecinas de la costra láctea osciló hacia la pila. Y el párroco, recogiendo el agua con un pequeño recipiente, la vertió tres veces sobre aquella cabeza, haciendo a cada una la señal de la cruz.

—Ego te baptizo in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti.

Raimondo comenzó a llorar fuertemente; aún con más fuerza mientras le secaban la cabeza. Y cuando Giovanni lo alzó pude apreciar aquella cara enrojecida por el flujo de la sangre y el esfuerzo, arrugado por los movimientos de su boca, manchado de blanco también en la frente. Y sus llantos me provocaron la misma sensación de laceración dolorosa, la misma iracunda exasperación. Nada me irritaba más en él que su voz, aquel maullido obstinado que me había herido cruelmente aquella primera vez durante el alba lúgubre de aquel mes de octubre. Suponía para mis nervios un golpe insoportable.

El padre mojó el pulgar en el sacro Crisma y ungió la frente del bautizado, recitando la fórmula ritual, ensordecido por sus lloros. Entonces le impuso la túnica blanca, símbolo de la Inocencia.

—Accipe vestem candidam…

Entregó entonces al padrino la cera bendita.

—Accipe lampadem ardentem…

El inocente se calmó. Sus ojos miraron fijamente la pequeña llama que temblaba en la cima del largo cirio decorado. Giovanni di Scòrdio sostenía en su brazo derecho al nuevo cristiano y en la mano izquierda el símbolo del fuego divino, con actitud humilde y grave, observando al sacerdote que recitaba la fórmula. Destacaba su cabeza entre todos los asistentes. Nada a su alrededor resultaba tan blanco como su canicie, ni siquiera la túnica del Inocente.

—Vade in pace, et Dominus sit tecum.

—Amen.

Mi madre tomó del brazo del anciano al Inocente, lo acurrucó en su pecho, le besó. También mi hermano le besó. Todos los asistentes, uno detrás de otro, le besaron.

Pietro, a mi lado, aún arrodillado, lloraba. Aturdido, fuera de mí, me puse en pie, salí, atravesé corriendo las galerías, entré de improviso en la habitación de Giuliana. Cristina me preguntó asombrada, entre susurros:

—¿Qué ocurre, señor?

—Nada, nada. ¿Está despierta?

—No, señor. Parece que duerme.

Abrí las cortinas, entré sin hacer ruido en la alcoba. Al principio, en la penumbra, no vislumbré más que el blancor de la almohada. Me aproximé, me incliné. Giuliana tenía los ojos abiertos y me miraba fijamente. Quizá había adivinado por mi aspecto todas mis angustias; pero no habló. Cerró los ojos, como para no volver a abrirlos nunca más.