IX
Me ha parecido escuchar los cascabeles de los caballos —dijo Giuliana irguiéndose—. Está llegando Federico.
Escuchamos. Debía haberse equivocado.
—¿No es la hora? —preguntó.
—Sí, son casi las seis.
—¡Oh, Dios mío!
Escuchamos de nuevo. No se oía ruido alguno que anunciase la llegada del carruaje.
—Es mejor que vayas a ver, Tullio.
Salí de la cámara; bajé las escaleras. Vacilaba un poco; tenía una especie de niebla sobre los ojos; parecía que un vapor se desprendiera de mi cerebro. Por la pequeña puerta lateral del muro divisorio llamé a Calisto, que tenía su alcoba muy próxima. Le pregunté. Aún no se divisaba el coche.
Al anciano le hubiera gustado conversar conmigo.
—¿Sabes, Calisto, que regresaremos probablemente mañana para quedarnos? —le dije.
Alzó los brazos al cielo, en señal de alegría.
—¿De veras?
—Sí. ¡Ya tendremos tiempo de charlar! Cuando veas el coche vienes a avisarme. Adiós, Calisto.
Y le dejé para entrar de nuevo. Caía la tarde y las golondrinas intensificaban su clamor. Corría una brisa cálida que las bandadas vehementes hendían con fulgor.
—¿Y bien? —interrogó Giuliana, retirándose del espejo ante el cual intentaba acicalarse el sombrero.
—Nada.
—Mírame. ¿Estoy aún despeinada?
—No.
—Pero ¿y la cara? ¡Mírame!
Ciertamente, parecía que acabara de salir de la tumba, tan descompuesta estaba. Sus ojos se rodeaban de un gran cerco violáceo.
—Y sin embargo, me siento viva —añadió intentando sonreír.
—¿Sufres?
—No, Tullio. Pero ya no sé. Me da la sensación de estar vacía, de tener la cabeza vacía, las venas vacías, el corazón vacío… Bien puedes decir que te lo he dado todo. No he dejado nada para mí, nada más que una apariencia de vida…
Sonreía, pronunciando estas palabras de un modo extraño, sonreía con una sonrisa tenue y sibilina que me turbaba y despertaba en mí indefinibles inquietudes. Me sentía demasiado abrumado por la lujuria, demasiado ofuscado por la embriaguez; y los movimientos de mi espíritu eran por tanto vagos, mi conciencia obtusa. Aún no me acuciaba ninguna siniestra sospecha. En realidad, la miraba con atención, la examinaba angustiado, sin saber por qué.
Ella se volvió hacia el espejo, se puso el sombrero; luego se dirigió a la mesa para coger el brazalete y los guantes.
—Estoy lista —dijo.
Parecía buscar algo con la mirada.
Añadió:
—Llevaba una sombrilla, ¿verdad?
—Creo que sí.
—Ah, vaya; debo haberla dejado allá abajo, junto al banco, en el cruce.
—¿Vamos a buscarla?
—Estoy demasiado fatigada.
—Voy yo solo, entonces.
—No. Envía a Calisto.
—Iré yo. Recogeré un ramillete de lilas o un ramo de rosas almizcleras. ¿Quieres?
—No. Déjate de flores…
—Ven aquí. Siéntate entretanto. Quizá tarde aún Federico.
Le acerqué un sillón al balcón. Y ella se dejó caer.
—Ya que bajas —me dijo—, mira si mi capa está en los aposentos de Calisto. ¿No la habré olvidado en el coche, verdad? Siento frío.
En efecto, temblaba.
—¿Quieres que cierre el balcón?
—No, no. Déjame que contemple el jardín. ¡Está hermoso a esta hora! ¿Ves? ¡Qué bello!
El jardín aparecía vagamente cubierto, aquí y allá, de reflejos dorados. Las cimas floridas de los lilos pendían teñidas de un color cárdeno vivo; y como el resto de ramos floridos ondeaban al aire en un magma pardo y azulado, parecían los reflejos de una seda versátil. En el estanque los sauces babilonia inclinaban sus suaves cabelleras. El agua rezumaba con el fulgor de la madreperla. Aquel fulgor inmóvil y el gran llanto arbóreo y aquella selva de flores tan delicada en aquel oro moribundo componían un panorama seductor, cautivador, irreal.
Permanecimos ambos taciturnos durante algunos minutos, poseídos por aquel prodigio. Una confusa melancolía invadía mi alma; la oscura desesperación latente en el fondo de todo amor humano corría por todo mi cuerpo. Ante aquel espectáculo ideal, mi cansancio físico y el letargo de mis sentidos parecían agravarse. Me vencía el malestar, la desdicha, el indefinible remordimiento que sucede al cese de un placer harto intenso y prolongado. Yo sufría.
Giuliana dijo como en sueños:
—Oh, quisiera cerrar los ojos y no volver a abrirlos nunca más.
Añadió temblorosa:
—Tullio, siento frío. Vete.
Recostada en el sillón se acurrucó como para resistir los escalofríos que le asaltaban. Su rostro, especialmente en torno a su nariz, tenía la transparencia de ciertos alabastros lívidos. Ella sufría.
—¡Te encuentras mal, alma mía! —le dije pesaroso, un poco asombrado, mirándola fijamente.
—Tengo frío. Vete. Tráeme la capa, pronto… Te lo ruego.
Corrí escaleras abajo en busca de Calisto; le pedí la capa, volví a subir inmediatamente. Ella tenía prisa por ponérsela.
La ayudé. Se acomodó de nuevo en el sillón y, escondiendo las manos dentro de las mangas, dijo:
—Así estoy bien.
—Entonces, voy a buscar la sombrilla. ¿Dónde la dejaste?
—No. ¡Qué importa!
Yo sentía un extraño afán por regresar allí, a aquel viejo banco de piedra donde habíamos hecho nuestra primera parada, donde ella había llorado, donde había pronunciado aquellas tres divinas palabras: «Sí, incluso más…». ¿Se trataba de una querencia sentimental? ¿Era curiosidad ante una nueva sensación? ¿Era la fascinación que ejercía sobre mí la misteriosa apariencia del jardín en aquella última hora?
—Voy y vuelvo en un minuto —dije.
Salí. Cuando me encontré bajo el balcón, llamé:
—¡Giuliana!
Se asomó. Aún guardo en la retina de mi alma, muy clara, la muda aparición crepuscular: aquella figura alta, quizá más alta debido a la amplitud de la capa carmesí, y en contraposición a su sombrío color aquel blanco, blanquísimo rostro. (Las palabras de Jacopo a Amanda permanecen grabadas a fuego en mi alma, como una imagen inalterable. «¡Qué blanca estás esta noche, Amanda! ¿Acaso te has cortado las venas para dar color a tu vestido?»)[23].
Se retiró; mejor dicho, para expresar exactamente la sensación que tuve: desapareció. Y yo me adentré en el sendero velozmente, sin tener conciencia plena de lo que me impulsaba. Escuchaba resonar mis pasos en mi cerebro. Tan turbado estaba que tuve que detenerme para reconocer el camino. ¿De dónde provenía aquella ciega agitación? De una simple causa física, quizá; de un particular estado de mis nervios. Eso pensaba. Incapaz de hacer un esfuerzo reflexivo, un examen ordenado, un recogimiento, estaba a merced de mis nervios, sobre los cuales las imágenes se reflejaban provocando fenómenos de una extraordinaria intensidad, como en las alucinaciones. Pero algunos pensamientos relampagueaban claramente sobre otros, se distinguían; acrecentaban en mí aquella sensación de perplejidad que ya habían suscitado algunos incidentes imprevistos.
Giuliana no me había parecido aquel día tal como debía hacerlo, siendo la criatura que yo conocía, la «Giuliana» de otro tiempo. No había adoptado hacia mí, en determinadas circunstancias, las actitudes que yo esperaba. Un elemento extraño, algo oscuro, convulso, excesivo, había modificado, deformándola, su personalidad. ¿Debían atribuirse estas alteraciones a un morboso estado de su cuerpo? «Estoy enferma, muy enferma», había repetido a menudo, como justificándose. Cierto, una enfermedad puede provocar profundos cambios, puede volver irreconocible a un ser humano. ¿Pero cuál era su enfermedad? ¿La antigua, aún no destruida por los instrumentos quirúrgicos, incluso agravada? ¿Incurable? «¡Quién sabe si no moriré… pronto!», había dicho con un acento tan misterioso que hubiera podido ser profético. En más de una ocasión se había referido a la muerte. ¿Sabía, pues, que portaba un germen letal? ¿Estaba dominada por un lúgubre pensamiento? Tal pensamiento quizá había encendido en ella aquellos oscuros ardores, casi desesperados, casi demenciales, lanzándola a mis brazos. La súbita luz de la felicidad había hecho quizá más visible y terrible el fantasma que la hostigaba…
«¿Entonces, podía morir? ¡La muerte podría golpearla incluso entre mis brazos, en medio de aquella felicidad!», pensé, con un horror que me heló todo el cuerpo y que durante unos instantes me impidió proseguir, como si se encontrase ante un peligro inminente, como si Giuliana hubiera presagiado la verdad cuando dijo: «¿Si, por ejemplo, mañana apareciera muerta?».
Caía el crepúsculo, húmedo. Un soplo de viento atravesaba los arbustos imitando el sonido que provocaría la trepidante carrera de un animal veloz. Alguna que otra golondrina todavía dispersa lanzaba sus gritos retumbando en el aire como la piedra de una honda. Sobre el horizonte de poniente la luz persistía como la reverberación de una vasta y siniestra fragua.
Llegué al banco, encontré la sombrilla; no me demoré, aunque los recuerdos recientes, aún vivos, aún abrasadores, me traspasaban el alma. Allí se había dejado caer, desfallecida, vencida; allí le había dicho las palabras supremas, le había hecho la embriagadora revelación: «Tú estabas en mi casa mientras yo te buscaba lejos». Allí había recogido de sus labios aquel soplo por el cual mi alma había alcanzado la cima de la felicidad. Allí había bebido sus primeras lágrimas, y había oído sus sollozos, y había proferido la oscura pregunta: «¿Es tarde, quizá? ¿Es demasiado tarde?».
Pocas horas habían transcurrido, y en cambio ¡cuán lejano era todo! Pocas horas habían transcurrido y la felicidad ¡parecía ya haberse diluido! Con otro sentido, no menos terrible, se repetía dentro de mí la misma pregunta: «¿Es tarde, quizá? ¿Es demasiado tarde?». Y crecía mi angustia; y aquella luz incierta, aquel callado descenso de las sombras, y aquellos sospechosos rumores entre los arbustos ya oscurecidos, y todas aquellas apariciones engañosas del crepúsculo tomaron un significado funesto en mi espíritu. «¿Y si ciertamente fuera demasiado tarde? ¿Si ciertamente se supiera condenada, supiera que porta dentro de sí la muerte?». Cansada de vivir, cansada de sufrir, sin esperar nada de mí, sin valor para suicidarse con un arma o un veneno, quizá ha cultivado, ha ayudado a su enfermedad, la ha tenido escondida para que se propagara, para que profundizara, para que se tornara incurable. Quizá ha querido encaminarse, poco a poco, secretamente, hacia la liberación, hacia el fin. Estudiándose, ha adquirido la ciencia de su enfermedad; y ahora sabe, está segura de sucumbir; quizá sabe incluso que el amor, la lujuria, mis besos precipitarán el desenlace. Yo vuelvo a ella para siempre; una felicidad inesperada se abre ante sus ojos; me ama y se sabe inmensamente amada, en un día, un sueño se ha convertido para ambos en una realidad.
Y he aquí que una palabra se escapa de su boca: «¡Morir!». Confusamente pasaron ante mí las sombrías imágenes que me habían atormentado aquellas dos horas de espera en la mañana de la operación quirúrgica, cuando me pareció tener bajo los ojos —precisa como la figura de un atlas anatómico—, toda la espantosa devastación producida por la enfermedad del útero femenino. Y otro recuerdo, aunque más lejano, regresó portando imágenes nítidas: la estancia sombría, las ventanas abiertas de par en par, las cortinas ondeantes, la pequeña llama inquieta de la vela contra el pálido espejo, imágenes de malos augurios, y ella, Giuliana, en pie, apoyada en el armario, convulsa, que se retorcía como si hubiera tomado un veneno… Y la voz acusadora, la misma voz, repetía: «Por ti, por ti ha querido morir. Tú, tú la has empujado a la muerte».
Preso de un ciego espanto, de una especie de pánico, casi como si aquellas imágenes fueran una realidad incuestionable, corrí hacia la casa.
Alzando los ojos vi la casa inanimada, las oquedades de ventanas y balcones llenas de sombras.
—¡Giuliana! —grité, con extrema angustia, lanzándome sobre las escaleras, casi temiendo no llegar a tiempo de volver a verla.
¿Pero qué me pasaba? ¿Qué demencia era aquella?
Resollaba, subiendo aquellas oscuras escaleras. Entré en el dormitorio atropelladamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Giuliana, incorporándose.
—Nada, nada… Creía que me habías llamado. Vine corriendo. ¿Cómo estás tú?
—Tengo mucho frío, Tullio; tanto frío. Tócame las manos.
Extendió sus manos. Estaban heladas.
—Estoy congelada…
—¡Dios mío! ¿Cómo estás tan fría? ¿Qué puedo hacer para calentarte?
—No te preocupes, Tullio. No es la primera vez… Puede durarme horas y horas. No puedes hacer nada. Sólo esperar a que pase… ¿Pero por qué tarda tanto Federico? Es casi de noche.
Se recostó de nuevo sobre el respaldo, como si hubiera consumido todas sus fuerzas con aquellas palabras.
—Ahora cierro —dije dirigiéndome al balcón.
—No, no; deja abierto… No es el aire lo que me enfría. Al contrario, necesito respirar… Ven aquí, junto a mí. Acerca ese escabel.
Me arrodillé. Pasó su gélida mano por mi cabeza, con gesto delicado, murmurando:
—¡Pobre Tullio mío!
—Dime, Giuliana, mi amor, mi vida —interrumpí, sin poder razonar—. ¡Dime la verdad! Me escondes algo. Te pasa algo que no quieres confesarme: un pensamiento fijo, aquí, en medio de la frente, una sombra que no te ha dejado nunca desde que llegamos aquí, desde que somos… felices. ¿Pero somos verdaderamente felices? ¿Eres…, puedes ser feliz? Dime la verdad, ¡Giuliana! ¿Por qué querrías engañarme? Sí, es cierto; has estado enferma, estás enferma, es cierto. Pero no es eso, no. Es otra cosa que no comprendo, que no conozco… Dime la verdad, aunque ésta me destruya. Esta mañana, cuando sollozabas, te pregunté: «¿Es demasiado tarde?». Y tú me respondiste: «No, no…». Y yo te creí. Pero ¿no podría ser demasiado tarde por otra razón? ¿Hay algo que te impida gozar de esta enorme felicidad que hoy hemos recuperado? Quiero decir: algo que tú sabes, que tienes en mente… ¡Dime la verdad!
Y la miré fijamente; y como ella permanecía muda, no vi más que sus grandes ojos, extraordinariamente grandes, opacos e inmóviles. Todo alrededor desapareció. Y tuve que cerrar los párpados para disipar la sensación de terror que aquellos ojos despertaron en mí. ¿Cuánto duró la pausa? ¿Una hora? ¿Un segundo?
—Estoy enferma —dijo finalmente, con una lentitud angustiosa.
—Pero ¿cómo enferma? —balbuceé, fuera de mí, creyendo escuchar en el tono de esas dos palabras una confesión que se correspondía con mis sospechas—. ¿Cómo enferma? ¿Vas a morir?
No sé de qué modo, no sé con qué voz, no sé con qué acto proferí la pregunta final; ni siquiera sé si llegó a salir totalmente de mis labios, si ella llegó a escucharla por completo.
—Tullio, no; no pretendía decir eso, no, no… Quiero decir que no es culpa mía si me siento así, tan extraña… No es culpa mía. Necesito que seas paciente conmigo, necesito que me quieras así como soy… No hay nada más, créeme; nada te escondo… Puedo curarme, es más, me curaré… ¿Tendrás paciencia, verdad? Serás bueno… Ven aquí, Tullio, mi vida. También tú estás raro, al menos así me lo parece; verás… Te asustas fácilmente; palideces; quién sabe qué te pasa por la mente… Ven aquí, ven conmigo; dame un beso… Uno más, y otro. Así. Bésame; caliéntame… Federico está a punto de llegar.
Hablaba interrumpidamente, con la voz ronca, con aquella indescifrable expresión, cariñosa, tierna, inquieta, que ya me había mostrado horas antes en el banco, para calmarme, para consolarme. Yo la besaba. Como el sofá era amplio y bajo, y ella tan delgada, me hizo un hueco a su lado y me abrazó estremeciéndose, mientras con una mano cogía un extremo de su capa para cubrirme. Estábamos como en un jergón, acurrucados uno contra el otro, pecho a pecho, mezclando nuestros alientos. Y yo pensaba: «¡Si mi aliento, si mi contacto pudiera transmitirle todo mi calor!». Y hacía un esfuerzo de voluntad ilusorio para que dicha transmisión ocurriera.
—Esta noche —susurré—. Esta noche, en tu cama, te abrazaré mejor. No temblarás más…
—Sí, sí.
—Verás cómo te abrazaré. Te adormeceré. Dormirás toda la noche sobre mi corazón…
—Sí.
—Te cuidaré, me beberé todo tu aliento, leeré sobre tu rostro los sueños que soñarás. Quizá me nombres en sueños…
—Sí, sí.
—Algunas noches, por aquel entonces, hablabas en sueños. ¡Cómo me gustaba! ¡Ah, qué voz! No te imaginas… Una voz que no has podido escuchar jamás y que sólo yo conozco, solo yo… la volveré a escuchar. ¡Quién sabe qué dirás! Quizá me nombres. ¡Cuán hermosa aparece tu boca cuando pronuncias la «u» de mi nombre! Se asemeja al gesto de un beso… ¿Lo sabes? Y te susurraré alguna palabra al oído para entrar en tus sueños. ¿Recuerdas cuando ciertas mañanas adivinaba las cosas que soñabas? Oh, verás, mi vida: seré más dulce que entonces. Verás de qué nuevas ternuras seré capaz, para curarte. Necesitas tanta ternura, pobre amor mío…
—Sí, sí —repetía continua y abandonadamente, apoyando mi última ilusión, aumentando aquella especie de torpe ebriedad que procedía de mi propia voz y de la convicción de que la acunaba como en una cantinela voluptuosa.
—¿Has oído? —pregunté, incorporándome un poco para escuchar mejor.
—¿Qué? ¿Ha llegado Federico?
—No. Escucha.
Escuchamos ambos, mirando hacia el jardín. Aparecía envuelto en una masa violácea, rota aún por el destello opaco del estanque. Una zona luminosa persistía en los confines del cielo, una amplia zona tricolor: sangrienta en lo más bajo, anaranjada luego, y verde después, como el verde de una planta moribunda. En el silencio crepuscular resonó una voz clara y fuerte, similar al preludio de una flauta.
Cantaba el ruiseñor.
—Está en el sauce —me susurró Giuliana.
Escuchábamos, mirando hacia la punta que palidecía bajo las cenizas impalpables de la noche. Mi alma estaba embelesada, como si esperara de aquel lenguaje una sublime revelación de amor. ¿Qué sintió en aquellos minutos, a mi lado, aquella pobre criatura? ¿Qué umbral de dolor alcanzó aquella alma desdichada?
Cantaba el ruiseñor. Al principio fue como un estallido de júbilo melodioso, un manantial de sencillos trinos que cayeron en el aire como un sonido de perlas rebotando sobre los cristales de una armónica[24]. Se produjo una pausa. Un gorjeo se elevó, agilísimo, extraordinariamente prolongado como para dar prueba de su fuerza, por un impulso de vanidad, para desafiar a un rival desconocido. Una segunda pausa. Un tema de tres notas, con un sentimiento interrogativo, pasó por una cadena de variaciones ligeras, repitiendo la pequeña pregunta cinco o seis veces, modulado como por una tenue flauta de caña, por un flautín pastoral. Una tercera pausa. El canto se volvió un lamento, recitado en un tono menor, dulce como un suspiro, débil como un gemido, expresando la tristeza de un amante solitario, un deseo melancólico, una espera vana; lanzó un reclamo final, imprevisto, agudo como un grito de angustia; se apagó. Otra pausa, más grave. Se escuchó entonces un acento nuevo, que no parecía salido de la misma gola, talmente humilde, tímido, débil, que semejaba al canto de un pajarillo recién nacido, al gorjeo de un gorrioncillo; después, con una volubilidad admirable, aquel ingenuo acento mutó en una progresión de notas cada vez más rápidas que brillaron en una carrera de trinos, vibraron en gorjeos nítidos, se plegaron en audaces pasajes, disminuyeron, crecieron, alcanzaron cotas de soprano. El cantor se enardecía con su canto. Con pausas tan breves que las notas casi no terminaban de apagarse, dispersando su embriaguez en una melodía siempre diferente, apasionada y dulce, sumisa y estridente, ligera y grave, e interrumpida ahora por pictóricos gemidos, por imploraciones lastimeras, ahora por improvistos arrebatos líricos, por invocaciones supremas. Parecía que incluso el jardín escuchaba, que el cielo se inclinaba sobre el árbol melancólico en cuya cima, un poeta invisible, vertía tales profusiones de poesía. La selva de flores tenía una respiración profunda pero silenciosa.
Algún dorado resplandor se recreaba en la zona occidental; y aquella última mirada del día era triste, casi lúgubre. Pero una estrella despuntó, viva y chispeante, como una resplandeciente gota de rocío.
—¡Mañana! —murmuré, casi inconsciente, respondiendo a una súplica interior, aquella palabra que encerraba para mí tantas promesas.
Para escuchar mejor nos habíamos incorporado y permanecimos algunos minutos absortos en aquella posición; de pronto sentí caer sobre mi hombro la cabeza de Giuliana, como un peso muerto, como algo inanimado.
—¡Giuliana! —grité aturdido—. ¡Giuliana!
Y, con mi movimiento, su cabeza cayó hacia atrás, inerte.
—¡Giuliana!
Ella no me oía. Viendo la palidez cadavérica de aquel rostro que iluminaban los últimos destellos dorados que se filtraban por el balcón, me asaltó una terrible idea. Fuera de mí, dejando caer sobre el respaldo del sillón el cuerpo inerte de Giuliana, sin cesar de llamarla por su nombre, me dispuse a abrir el vestido por la pechera con dedos temblorosos, ansioso por sentir su corazón…
Y entonces escuché la voz jovial de mi hermano.
—¿Dónde estáis, tortolitos?