XXIII

En uno de tales accesos resolví abandonar La Badiola, partir para Roma, ir a la aventura. Tenía un pretexto. Al no prever una ausencia tan prolongada habíamos dejado la casa en condiciones provisionales. Era preciso arreglar ciertos asuntos; era preciso disponer las cosas de modo que nuestra ausencia pudiera dilatarse indefinidamente.

Anuncié mi partida. Persuadí de dicha necesidad a mi madre, a mi hermano y a Giuliana. Prometí volver en pocos días. Me preparé.

En la vigilia, por la noche, ya muy tarde, mientras cerraba una maleta oí que llamaban a la puerta de mi cámara. Grité:

—¡Adelante!

Sorprendido, vi entrar a Giuliana.

—Oh, ¿eres tú?

Fui a su encuentro. Ella jadeaba un poco, quizá fatigada por las escaleras. Le pedí que tomara asiento. Le ofrecí una taza de té frío con una fina rodaja de limón, una bebida que le agradaba tiempo atrás, y que habían preparado para mí. Apenas bañó los labios, y me la entregó. Sus ojos revelaban cierta inquietud. Al fin dijo tímidamente:

—¿Entonces, partes?

—Sí —respondí—, mañana por la mañana. Ya lo sabes.

Siguió una pausa de silencio, larga. Por las ventanas abiertas entraba un frescor delicioso; sobre el alféizar batía la luna llena. Llegaba el canto coral de los grillos, similar al sonido de una flauta un poco ronca e indefinidamente lejana.

Me preguntó con voz alterada:

—¿Cuándo piensas regresar? Dime la verdad.

—No lo sé —respondí.

Siguió otra pausa. Una brisa ligera entraba de cuando en cuando abombando las cortinas. Cada hálito de viento desencadenaba en la habitación, y en nosotros mismos, la voluptuosidad de las noches estivales.

—¿Me abandonas?

Su voz reflejaba un desaliento tan profundo que los nudos de odio creados en mi interior se deshicieron de pronto; y la pena y la piedad invadieron mi alma.

—No —respondí—, no temas, Giuliana. Pero necesito una tregua. No puedo más. Necesito un respiro.

Contestó:

—Tienes razón.

—Creo que volveré pronto, como prometí. Te escribiré. También tú, al no verme sufrir, sentirás un gran consuelo.

Ella dijo:

—Ningún consuelo, jamás.

Un llanto sofocado temblaba en sus palabras. Ella añadió de repente, con un tono de lacerante angustia:

—¡Tullio, Tullio, dime la verdad! ¿Me odias? Dime la verdad.

Me interrogaba con los ojos, mucho más angustiados que sus propias palabras. Parecía mirarme, por un instante, con su misma alma. Y aquellos pobres ojos dilatados, aquella frente tan pura, aquella boca convulsa, aquella delicada barbilla, todo su tenue rostro doliente en contraste con la deformidad inferior ignominiosa, y aquellas manos, aquellas finas manos abatidas que se tendían hacia mí con gesto suplicante, me provocaron una gran compasión, como nunca antes, y me conmovieron, me enternecieron.

—Créeme, Giuliana, créeme siempre. No siento rencor hacia ti, no lo sentiré nunca. No olvidaré que te debo una compensación; no olvido nada. ¿No tienes ya la prueba? Tranquilízate. Piensa ahora en liberarte… Y después… ¡Quién sabe! Pero, en cualquier caso, no te fallaré, Giuliana. Ahora deja que me vaya. Quizá algunos días de distanciamiento me harán bien. Volveré sereno. Necesitaremos mucha calma. Necesitarás toda mi ayuda…

Ella dijo:

—Gracias. Haré lo que me digas.

Un canto humano se escuchaba ahora en la noche, envolviendo el sonido ronco de la flauta silvestre: quizás un coro de trilladores, desde cualquier campo remoto, bajo la luna.

—¿Escuchas? —pregunté.

Escuchamos. El viento soplaba ligeramente. Toda la voluptuosidad de las noches estivales henchía mi corazón.

—¿Quieres que nos sentemos allí, en la terraza? —pregunté a Giuliana, dulcemente.

Ella consintió, se irguió. Pasamos a la estancia contigua donde no había más luz que la del plenilunio. Una grande y cándida oleada, similar a un lácteo inmaterial, inundaba el pavimento. En aquel flujo caminó delante de mí, dirigiéndose a la terraza; y pude ver su sombra deforme dibujarse tenebrosa en la claridad.

«¡Ah! ¿Dónde estaba aquella criatura delicada y flexible que hubiese estrechado entre mis brazos? ¿Dónde estaba la amante que había vuelto a mí bajo las lilas en una mañana de abril?».

Sentí en el corazón, en un instante, todas las añoranzas, todos los deseos, todas las desesperaciones.

Giuliana se sentó y apoyó la cabeza en la barandilla. Su rostro totalmente iluminado se veía más blanco que cualquier cosa del entorno, más blanca que las paredes. Tenía los ojos entreabiertos. Las pestañas expandían en la cima de sus mejillas una sombra que me turbaba más que una mirada.

¿Cómo hubiera podido hablar?

Me volví hacia el valle, descansé sobre la barandilla aferrando el hierro frío entre mis dedos. Vi a mis pies una inmensa masa de apariencias confusas, donde no se distinguía más que el centelleo del Assoro. El canto llegaba ahora sí, ahora no, según el hálito de la frescura; y en la pausa, se escuchaba el sonido de aquella flauta un poco ronco e indefinidamente lejano. Ninguna otra noche me había parecido tan llena de dulzura y de anhelos. En lo más hondo de mi alma irrumpió un aullido, altísimo, si bien inaudible, por la felicidad perdida.