IV

En la tarde de aquel mismo sábado, tuve una crisis de singular tristeza. Había llegado el correo a La Badiola; mi hermano y yo estábamos en la sala de billar ojeando los periódicos. Por casualidad apareció ante mis ojos el nombre de Filippo Arborio citado en una crónica. Una súbita turbación se apoderó de mí, del mismo modo que un ligero golpe remueve el poso de una copa de cristal.

Lo recuerdo: era una tarde nebulosa, iluminada como por una débil reverberación blanquecina. En el exterior de la casa, por delante del ventanal que daba a la pradera, pasaron Giuliana y mi madre cogidas del brazo, conversando. Giuliana llevaba un libro y caminaba con aire cansado.

Con la incoherencia de las imágenes que se representan en los sueños, se despertaron en mi espíritu algunos fragmentos de la vida pasada: Giuliana ante el espejo, aquel día de noviembre. El ramo de crisantemos blancos; mi ansiedad al escuchar el aria de Orfeo; las palabras escritas en el frontispicio de II Segreto; el color del vestido de Giuliana; mi discurso en la ventana; el rostro de Filippo Arborio bañado en sudor; la escena de los vestuarios en la sala de armas. Pensé con un escalofrío de terror, como aquel que se encuentra repentinamente en el vórtice de una vorágine: «¿Será posible que no logre salvarme?».

Constreñido por la angustia, y necesitando encontrarme solo para reflexionar, para enfrentarme a mis miedos, saludé a mi hermano, abandoné la cámara y me dirigí a mis aposentos.

Mi turbación se confundía con un poco de rabiosa impaciencia. Me sentía como alguien que, en el goce de una ilusoria curación, de la seguridad recobrada en la vida, vuelve a padecer la mordedura de un mal antiguo, se percata de llevar aún en sus carnes un mal inexorable y se ve obligado a observarse, a examinarse, para convencerse de la horrible realidad. «¿Acaso no conseguiré salvarme? Y ¿por qué?».

En el extraño olvido en que se habían sumergido todos los acontecimientos pasados; en aquella especie de oscurantismo que parecía haber invadido toda mi conciencia, incluso mis dudas sobre Giuliana, aquella odiosa sospecha, se había desvanecido, se había evaporado. Mi alma tenía una grandísima necesidad de mecerse en la ilusión, de creer, de esperar. La santa mano de mi madre acariciando los cabellos de Giuliana me parecía que irradiaba de nuevo una aureola sobre su cabeza. Por uno de aquellos frecuentes equívocos sentimentales en períodos de debilidad, contemplando a aquellas dos mujeres respirar aquel mismo aire con tal dulce concordia, las confundí en una misma irradiación de pureza.

Ahora, un pequeño hecho casual, un simple nombre que por azar leí en un diario, el despertar de un turbio recuerdo, bastaron para desconcertarme, para conmoverme, para precipitarme a un abismo al cual ni siquiera osaba lanzar una mirada resuelta y profunda, porque mi sueño de felicidad me lo impedía, me arrojaba hacia atrás, escoltándome tenazmente. Antes vivía bajo una tétrica angustia, indescriptible, sobre la que pasaban de cuando en cuando estremecedores resplandores. «Es posible que ella no sea pura. ¿Y entonces? Filippo Arborio o cualquier otro… ¡Quién sabe! Conociendo yo el pecado, ¿podré perdonar? ¿Qué pecado? ¿Qué perdón? No tienes derecho a juzgarla, no tienes derecho a alzar la voz. Demasiadas veces ha callado ella; esta vez te toca callar a ti. ¿Y la felicidad? ¿Sueñas con tu felicidad o con la de ambos? Con la de ambos, claro, porque un simple reflejo de su tristeza ensombrecería cualquier alegría tuya. Supones que estando tú contento también lo estará ella: tú, con tu pasado de licencia continua; ella, con su pasado de continuo martirio. La felicidad que sueñas reposa sobre la total supresión del pasado. ¿Por qué, si ella realmente no fuera pura, no podrías correr un velo ante su culpa como haces con la tuya? ¿Por qué, pues, queriendo que ella olvide, no podrías olvidar tú? ¿Por qué, entonces, queriendo convertirte en un hombre nuevo, desligado completamente del pasado, no podrías considerarla a ella como una mujer nueva, en las mismas condiciones? Semejante disparidad sería quizá la mayor de tus injusticias. Pero ¿el Ideal?, ¿el Ideal? Mi felicidad sería posible si pudiera reconocer en Giuliana a una criatura superior, impecable, digna de toda adoración; y en el íntimo sentimiento de esta superioridad, en la conciencia de su propia grandeza moral encontraría también ella su máxima felicidad. Nunca podría abstraerme de mi pasado ni del suyo, porque esta particular felicidad que anhelo no podría existir sin la iniquidad de mi vida anterior y sin esa heroína invicta, casi sobrehumana, a la que mi alma siempre reverenciará. Pero ¿sabrás discernir cuánto hay de egoísmo y cuánto de idealismo en tu sueño? ¿Acaso mereces tú la felicidad, tan alto premio? ¿Por qué privilegio? Si así fuera, tus continuas faltas te habrían conducido no a la expiación, sino a la recompensa…».

Sacudí la cabeza para concluir el debate. «Al fin y al cabo, no se trata más que de una antigua sospecha, bastante vaga, renacida ahora casualmente. Esta irrazonable turbación se desvanecerá. Estoy dando consistencia a una sombra. En dos o tres días, después de Pascua, iremos a Villalilla; y lo sabré, sentiré, indudablemente, la verdad. Pero ¿esa profunda, inalterable melancolía que retratan sus ojos no es acaso sospechosa? Su aire ausente, esa negrura de un pensamiento continuo que se advierte en su entrecejo, ese inmenso cansancio que revelan ciertas actitudes suyas, aquella ansiedad que no acierta a disimular cuando te acercas, ¿no son acaso sospechosos?». Tales ambiguas apariencias podían también explicarse en sentido favorable. Pero, angustiado por una violenta ola de dolor, me levanté y me dirigí hacia la ventana con el instintivo deseo de sumergirme en el espectáculo exterior, buscando una sintonía con mi espíritu, una revelación o sosiego.

El cielo aparecía completamente blanco, similar a un grupo de velos superpuestos entre los cuales el aire circulaba produciendo amplios y móviles pliegues. Alguno de aquellos velos parecía desprenderse de cuando en cuando, aproximarse a la tierra, casi rasgar la cima de los árboles, lacerarse, reducirse a pedazos cadentes, vibrar a ras de suelo, desvanecerse. Las líneas de las alturas se presentaban confusas hacia el fondo, descomponiéndose, rehaciéndose en lontananzas ilusorias, como un paisaje en un sueño, carente de realidad. Una plomiza sombra invadía el valle, y el Assoro, con sus riberas invisibles, lo animaba con el centelleo de sus aguas. Aquel río tortuoso, resplandeciente en aquel golfo de sombra, bajo aquella incesante disolución del cielo, atraía todas las miradas, tenía para el espíritu la fascinación de las cosas simbólicas, pareciendo portar en sí mismo el oculto significado de aquel espectáculo indefinido.

Mi dolor perdió poco a poco su acritud, se volvió más retraído, más equilibrado. «¿Por qué aspirar con tanta codicia a la felicidad, siendo indigno de ella? ¿Por qué sustentar los pilares de la vida futura sobre una ilusión? ¿Por qué creer con fe ciega en un privilegio inexistente? Quizá todos los hombres, durante su vida, llegan a un momento decisivo en el que sólo los más sagaces alcanzan a comprender cuál debe ser su vida. A ti ya te llegó ese momento. Recuerda el instante en que aquella mano pálida y fiel, que portaba el amor y la indulgencia, la paz, el sueño, el olvido, todo lo bello y todo lo bueno, tembló un instante en el aire mientras se elevaba hacia ti en señal de ofrenda suprema…».

El remordimiento inundó de lágrimas mi corazón. Reposé los codos sobre el alféizar, apoyé la cabeza entre las manos mirando fijamente los meandros del río al fondo del valle plomizo, y en tanto que los velos del firmamento se disolvían sin tregua, permanecí algunos minutos bajo la amenaza de un castigo inminente, sintiendo que se cernía sobre mí una desgracia desconocida.

Llegando a mis oídos, inesperadamente, las notas del piano de la sala del piso inferior, la asfixiante opresión se desvaneció repentinamente, dando paso a una confusa ansiedad en la que todos los sueños, todos los deseos, todas las esperanzas, todos los arrepentimientos, todos los remordimientos, todos los terrores se mezclaron con una celeridad inconcebible, angustiosamente.

Reconocí la música. Era la Romanza senza parole[16] preferida por Giuliana y que la señorita Edith tocaba con frecuencia; era una de aquellas melodías veladas pero profundas en las que parece que el Alma se dirige a la Vida con diferentes tonos pero haciendo siempre la misma pregunta: «¿Por qué has frustrado mis esperanzas?».

Cediendo a un impulso casi instintivo, salí solícito, atravesé el corredor, bajé las escaleras, y me detuve ante la puerta de donde procedía la música. Estaba entrecerrada; me insinué sin hacer ruido; espié entre los cortinajes. ¿Estaba allí Giuliana? Mis ojos, deslumbrados aún por la luz, no vieron nada hasta que se adaptaron a la penumbra, pero me hirió el penetrante perfume del espino blanco, aquel aroma mezcla de tomillo y almendra amarga, fresco como la leche recién ordenada. Observé. La sala estaba apenas iluminada por la claridad verdosa que descendía entre las oquedades de la celosía. La señorita Edith estaba sola ante el piano y continuaba tocando sin percatarse de mi presencia. La caja del instrumento relucía en la penumbra, las ramas del espino blanqueaban. En aquella quieta meditación, bajo aquel perfume irradiado por las ramas, que me recordaban la matutina emoción y la sonrisa de Giuliana, y mi estremecimiento, la Romanza me resultó más desconsoladora que nunca.

¿Dónde estaba Giuliana? ¿Había subido de nuevo a su habitación? ¿Aún estaba fuera?

Me retiré, bajé la escalera y atravesé el vestíbulo sin encontrar a nadie. Sentía una imperiosa necesidad de buscarla, de verla; pensaba que quizá su sola presencia me devolvería la calma, me haría recuperar la confianza. Cuando salí, divisé a Giuliana bajo los olmos en compañía de Federico.

Me sonrieron ambos. Cuando les alcancé, dijo mi hermano con una sonrisa:

—Hablábamos de ti. Giuliana cree que te cansarás muy pronto de La Badiola… ¿Y nuestros proyectos, entonces?

—No, Giuliana se equivoca —respondí, esforzándome por recobrar mi habitual desenvoltura—. Ya verás, al contrario, estoy tan cansado de Roma… ¡Y de todo lo demás!

Miraba a Giuliana. Y una asombrosa mutación se produjo en mi interior, porque todos los tristes acontecimientos que hasta ese momento me habían oprimido se precipitaron al fondo, se oscurecieron, se diluyeron, cediendo su lugar a un saludable sentimiento que simplemente con mirarla a ella y a mi hermano se despertaba en mi interior. Estaba sentada, como ensimismada, con un libro entre las rodillas que pude reconocer, pues era el libro que le había dado días antes: Guerra y paz. Todo en ella, ciertamente, la actitud y la mirada, era dulce y bueno. Y nació en mí un sentimiento parecido al que quizá hubiera sentido si hubiera visto en aquel mismo lugar, bajo los olmos centenarios que perdían sus flores muertas, a una Costanza adulta, mi pobre hermana muerta, al lado de Federico.

Los olmos llovían sus innumerables flores, a cada soplo. Era, bajo aquella luz blanca, una caída continua, lentísima, de diáfanas películas, casi impalpables, que se demoraban en el aire, titubeaban, temblaban como las alas de una libélula, entre verdosas y doradas, regalando a la vista, con aquella continuidad y aquella fragilidad, una sensación casi fantasmagórica. Giuliana las recibía sobre las rodillas, sobre los hombros; de cuando en cuando, con un delicado gesto apartaba alguna que quedaba presa entre los rizos de sus sienes.

—Ah, si Tullio se queda en La Badiola —dijo Federico volviéndose hacia ella—, haremos grandes cosas. Promulgaremos las nuevas leyes agrarias; construiremos las bases de la nueva constitución agraria. ¿Sonríes? También tú tomarás parte en nuestra obra. Te confiaremos el ejercicio de dos o tres preceptos de nuestro Decálogo. También tú trabajarás. A propósito Tullio, ¿cuándo comenzamos este noviciado? Tienes las manos demasiado blancas. Eh, las punzadas de ciertas espinas no bastan…

Hablaba alegremente, con aquella voz suya, clara y fuerte, que infundía inmediatamente en quien la escuchaba un sentimiento de seguridad y confianza. Hablaba de sus viejos y nuevos proyectos, de la interpretación de las leyes cristianas primitivas en referencia al cultivo de los campos, con una seriedad de pensamiento y sentimiento, atemperada por aquella alegría jovial, que era como un velo de modestia desplegado por él mismo contra la admiración y el elogio de quien le escuchaba. Todo en él parecía sencillo, fácil, espontáneo. Este joven, por la simple fuerza de su espíritu iluminado por su bondad innata, ya desde hacía años intuía la teoría social que a Lev Tolstói le inspiró el mujik Timoteo Bondareff[17]. En aquel tiempo ni siquiera conocía Guerra y paz, el gran libro que acababa de hacer su aparición en Occidente[18].

—He aquí un libro para ti —le dije, tomando el volumen de las rodillas de Giuliana.

—Si tú me lo recomiendas, lo leeré.

—¿Te gusta? —pregunté a Giuliana.

—Sí, mucho. Es triste y alentador al mismo tiempo. Me apasionan tanto Maria Bolkónskaia como Pierre Bezújov.

Me senté junto a ella. Parecía no pensar en nada, no tener pensamientos bien definidos, y sin embargo, mi alma vigilaba y meditaba. Existía un contraste evidente entre el sentimiento presente, con las circunstancias actuales, y el sentimiento representado por los discursos de Federico, de aquel libro, de los nombres de los personajes que Giuliana amaba. El tiempo fluía lánguido y apacible, casi perezosamente, bajo aquel confuso vapor blanquecino en el que los olmos se deshojaban poco a poco. Llegaba hasta nosotros el sonido del piano, apenas audible, intensificando la melancolía de la luz con sus sonoridades, como meciendo la somnolencia del aire.

Sin escuchar más, absorto, abrí aquel libro, lo hojeé aquí y allá, recorriendo de un vistazo el principio de alguna de sus páginas. Advertí que varias de ellas tenían una doblez en sus esquinas, sin duda para marcar algo, y en otras se apreciaba un rasguño en su margen siguiendo la costumbre de la lectora. Entonces quise leer, curioso, casi ansioso. En la escena entre Pierre Bezújov y el viejo desconocido en la posta de Torzhok, muchas frases estaban marcadas.

«… —Contemple con los ojos del alma su propio ser y pregúntese si está satisfecho de sí mismo. ¿Qué ha conseguido dejándose llevar sólo por la inteligencia? Señor mío, es joven, rico, inteligente, culto; pero ¿qué ha alcanzado con todos los dones que se le han dado? ¿Está contento de sí mismo y de su existencia?

—No. La aborrezco.

—La aborrece; entonces cámbiela, purifíquese, y a medida que se transforme conocerá la sabiduría. Examine su vida, señor mío. ¿Cómo ha pasado su existencia? En desordenadas orgías y disipaciones, recibiéndolo todo de la sociedad sin darle nada a cambio. Recibió una fortuna, ¿cómo la ha empleado? ¿Qué ha hecho por su prójimo? ¿Ha pensado en los miles de seres que son siervos suyos? ¿Les ha ayudado moral y materialmente? No. Se ha aprovechado de su trabajo para llevar una vida disoluta: eso es lo que ha hecho. ¿Escogió una profesión en la que pudiera ser útil a los demás? No. Prefirió pasar la vida ociosamente. Después se casó. Aceptó la responsabilidad de servir de guía a una mujer joven, ¿y qué ha hecho? En lugar de ayudarla a encontrar el camino de la verdad, la ha precipitado al abismo de la mentira y el infortunio…».

Nuevamente, el insostenible peso se desplomó sobre mí, aplastándome. Y fue un dolor más atroz que el anteriormente padecido, pues la proximidad de Giuliana aumentaba el orgasmo. El pasaje transcrito estaba señalado en la página con una única marca. Ciertamente, Giuliana lo había hecho pensando en mí, en mis errores. Pero ¿también la última línea se refería a mí, a nosotros? ¿La había empujado yo, había caído ella «en el abismo de la mentira y el infortunio»?

Temía que ella y Federico oyeran los latidos de mi corazón.

Una nueva página aparecía doblada, tenía una huella muy visible: narraba la muerte de la princesa Lisa en Lisia-Gori:

«… los ojos de la muerta estaban cerrados, pero su delicado rostro no había cambiado. Parecía decir aún: “Oh, ¿qué me has hecho?”. El príncipe Andréi no lloraba, pero sintió que algo se desgarraba en su corazón, pensando que era el culpable de un daño que jamás podría reparar ni olvidar. El anciano príncipe vino también, se acercó al féretro y besó una de aquellas frágiles y frías manos de cera, cruzadas una sobre la otra. También a él pareció decirle el rostro: “¿Qué habéis hecho de mí?”».[19]

La dulce y terrible pregunta me hirió como un aguijón. «¿Qué habéis hecho de mí?». Tenía los ojos clavados en la página, sin osar, dirigir la mirada hacia Giuliana, aun ansiando hacerlo. Tenía miedo de que ella y Federico oyeran los latidos de mi corazón y se volvieran para mirarme, descubriendo mi turbación. Tal era mi azoramiento, que creía tener el rostro descompuesto y dudaba si tendría fuerzas para levantarme o proferir una sílaba. Sólo lancé una mirada fugaz y esquiva a Giuliana; su perfil me impresionó tanto que al continuar mirando la página creí verlo impreso en ella, junto al «desdichado y demacrado rostro» de la princesa muerta. Era un perfil pensativo, más serio por la atención prestada, sombreado por sus largas pestañas; y los labios fruncidos, un poco caídos en las comisuras, parecían confesar involuntariamente un cansancio y una tristeza extremos. Escuchaba a mi hermano. La voz de éste llegaba confusa a mis oídos, resonaba muy lejana si bien estaba muy cerca; y todas aquellas flores de los olmos que llovían y llovían sin tregua, todas aquellas flores muertas, casi irreales, casi inexistentes, me impresionaban de un modo indescriptible, como si aquella visión física se convirtiese en un extraño fenómeno interno y yo asistiera al pasaje continuo de aquellas infinitas sombras impalpables en un cielo íntimo, en lo más profundo de mi alma. «¿Qué me has hecho?», repetían la muerta y la viva, ambas sin mover los labios. «¿Qué habéis hecho de mí?».

—¿Pero qué haces leyendo ahora, Tullio? —dijo Giuliana volviéndose, quitándome el libro de las manos, cerrándolo, posándolo de nuevo sobre sus rodillas, con una especie de nerviosa impaciencia.

E inmediatamente después, sin pausa alguna, como para restar importancia a su acto:

—¿Por qué no vamos arriba, con la señorita Edith, a escuchar un poco de música? ¿La oís? Me parece que está tocando la Marcha fúnebre por la muerte de un héroe[20], la que tanto te gusta a ti, Federico…

Y agudizó el oído para escuchar con más nitidez. Los tres escuchamos. Algunos compases llegaban hasta nosotros, en medio del silencio. No estaba equivocada. Insistió, alzándose:

—Vamos, pues. ¿No venís?

Fui el último en levantarme para poder observarla. No se cuidó de sacudir de su vestido las flores del olmo que sobre el terreno habían compuesto un sutil tapiz, y continuaban cayendo, cayendo sin descanso. Permanecí de pie unos instantes, con la cabeza inclinada, mirando la capa de flores que ella escarbaba y amontonaba con la sutil punta de su zapato, mientras que otras tantas flores seguían cayendo y cayendo sin tregua sobre ella. No le veía la cara. ¿Estaba distraída con aquel juego ocioso, o absorta en una preocupación?