En el momento en que comienza a escribir El inocente (en el Convento de Santa Maria Maggiore, en Francavilla al Mare, entre abril y julio de 1891), Gabriele D’Annunzio pasaba por un momento personal especialmente delicado, abrumado por problemas de índole familiar y acuciado por los acreedores. El año que había dejado atrás había sido especialmente duro, debido en gran parte a la separación de su esposa a finales de 1890. Tras un periodo de llamativa esterilidad artística, en el que incluso suspendió la redacción de la novela que estaba escribiendo, El invencible, el autor buscó la serenidad del convento para colmar su vacío creativo con una nueva y dramática historia en la que se vuelca por entero: El inocente.
Este nuevo renacer se ve reflejado un año después en una carta dirigida por D’Annunzio a Georges Hérelle (traductor al francés de El inocente y al que le unía una gran amistad), datada en el Palazzo dei Medici, Ottajano, en Nápoles, el 14 de noviembre de 1892; en ella, se sincera así a su amigo:
«El Dolor, finalmente, me dio una nueva luz. De El Dolor surgieron todas las revelaciones. Como era justo, comencé a expiar mis errores y desórdenes y mis excesos de vida; comencé a sufrir con la misma intensidad que había gozado. El Dolor hizo de mí un hombre nuevo —rursus homo est!—. Los libros de Lev Tolstói y Fiódor Dostoievski hicieron aflorar en mí un nuevo sentimiento. Y, como mi arte ya había madurado, pude manifestar de pronto un nuevo concepto de la vida en un libro pleno y orgánico. Este libro es El inocente. El inocente está escrito por un hombre que ha sufrido muchísimo y que ha mirado en su interior con lágrimas en los ojos, muy atentamente. Y sin embargo, ¡El inocente ya le parece a este hombre un libro escrito en tiempos inmemoriales!».
Volviendo atrás, al momento en que D’Annunzio comienza a preparar El inocente, el 5 de febrero de 1891, le escribe una carta a su amante Barbara Leoni en la que le anuncia, con gran vehemencia, que está preparando una nueva novela. Días después, le escribe a su editor para explicarle que ha dejado temporalmente la redacción de la obra que había estado escribiendo desde meses antes sin demasiado entusiasmo, El invencible, para comenzar una nueva titulada Los asesinos. En ese momento D’Annunzio sólo tenía en mente el esbozo de una novela con el trasfondo de un delito, pero aún no había desarrollado el argumento.
El 19 de marzo vuelve a escribir a su amante, cuando ya el esquema de la novela estaba en una fase más avanzada, y le explica que la trama será un infanticidio. Echando la vista atrás, y una vez leída la novela, del plural del título inicialmente previsto, Los asesinos, se puede deducir que tanto el papel de Tullio (el marido infiel y a su vez traicionado) como especialmente el de Giuliana (la esposa sumisa que se ve empujada a los brazos de otro hombre) se habían proyectado en el momento inicial de una manera bien distinta, con la activa participación de ambos en el asesinato del «intruso». Finalmente, D’Annunzio centra la acción en el personaje de Tullio y relega a Giuliana a la figura de «cómplice silenciosa». En ese momento decide cambiar el título de la obra por Tullio Hermil, aunque finalmente se publicará como El inocente.
Por lo que se refiere a los personajes principales, en el de Giuliana, D’Annunzio mezcla las imágenes de las dos mujeres entre las cuales, desde 1887, había dividido su vida: Maria Hardouin, duquesa de Gallese, su fascinante y refinada esposa que tras la maternidad padece el progresivo desamor y las traiciones de su marido con noble dignidad, y Barbara Leoni, la amante que enciende sus sentidos con la irresistible atracción de su «largo cuerpo flexible», instrumento de placer dócil y refinadísimo.
Si tenemos en cuenta que en los primeros meses de 1891 D’Annunzio se acababa de separar de su esposa, es comprensible que la acumulación de culpas y agravios hacia ella le hicieran sentir remordimientos que le afectaron significativamente. De esta forma, de la infelicidad de Maria, de su singular abnegación y desolación, de una historia tan amarga como para suscitar en ella impulsos suicidas, es comprensible también que veamos similitudes en aquellos mismos impulsos suicidas temidos por Tullio con respecto a Giuliana.
La pasión por Barbara, por otro lado, le suministraba material para la tórrida aventura sensual vivida por Tullio con Teresa Raffo. Barbara, además, era anémica y estaba sujeta a recurrentes episodios de hemorragias. En una carta datada el 18 de abril de 1891 D’Annunzio tuvo el «buen gusto» de pedir a la Leoni un detallado informe de las medicinas utilizadas durante su convalecencia, que como hemos podido observar es utilizado por el autor para describir las dolencias «femeninas» de Giuliana al principio de la novela.
Hermil, por su parte, es un enfermo de la voluntad, un individuo «multánime» que padece un trastorno de personalidad múltiple o trastorno disociativo, en el que el sujeto adopta dos o más personalidades distintas (cada una con su propio e independiente patrón de percibir y actuar), que toman el control del comportamiento del individuo y suelen estar asociadas con un grado de pérdida de memoria o amnesia. La transición de una personalidad a otra es repentina, de ahí que en algunos momentos de la novela Tullio se sienta confundido, perdido, no recuerde con claridad, no comprenda, no distinga bien entre realidad y fantasía, entre el bien y el mal, y pase de un estado de odio profundo e irrefrenable al más sincero remordimiento. Él mismo, en sus accesos de crueldad, incluso la ejecuta contra sí mismo, como en los episodios narrados en los que se lanza al galope con su caballo sufriendo de instintos suicidas, para más tarde asombrarse de regresar «ileso» a casa.
Demostrando su profesionalidad y perfeccionismo, y para efectuar una correcta exposición de los trastornos mentales de disociación y multipersonalidad del protagonista, D’Annunzio se enfrasca con avidez en el estudio de célebres obras que los describen detalladamente, tales como las mencionadas en la introducción: Las enfermedades de la voluntad (1883) y Las enfermedades de la personalidad (1885), de Théodule Ribot, y la asociación entre genio, delito y locura tan detallada en los estudios de Cesare Lombroso Genio y locura (1864) y El hombre delincuente (1876).
Además, en la segunda mitad del siglo XIX, el tema del crimen representaba uno de los más estimulantes terrenos por explorar en la literatura, como demuestra Zola en La tierra (1887) y La bestia humana (1890). Y por supuesto, con las muestras más sublimes de psicología criminal encontradas en los escritores rusos (y más aún del «crimen familiar»), especialmente en la obra de Dostoievski (de gran influencia para la construcción de la figura delictiva de Tullio Hermil), con Crimen y castigo (1866) y Los hermanos Karamazov (1880), sin olvidamos de Sonata a Kreutzer (1889) de Tolstói.
Pero, por encima del resto, existe una clara inspiración en un cuento breve de apenas un par de páginas, La Confesión (1884) de Guy de Maupassant, que narra la historia de un juez que considerado por todos intachable, deja a sus familiares la incómoda herencia de la confesión de un delito perpetrado sobre el hijo de su amante antes de contraer matrimonio.
[…] ¡Ah, mi querido amigo, cuántas páginas he escrito casi sin darme cuenta! ¡Qué verdaderamente dulce resulta hablar de uno mismo con un hermano!
Perdóneme. Pero me ha vencido también la melancolía profunda y sosegada de esta tarde otoñal en la que vagan las sombras invisibles de los días que «ya no son».
Adiós. Un abrazo.
Ave.
Gabriele D’Annunzio[58].