XLVII
A media tarde volví a ver a Raimondo. Lo encontré en brazos de mi madre. Parecía un poco más pálido, pero aún estaba tranquilo, respiraba normalmente, no tenía ningún síntoma sospechoso.
—¡Ha dormido hasta ahora! —dijo mi madre.
—¿Y eso te preocupa?
—Sí, porque nunca había dormido tanto.
Yo miraba al niño fijamente. Sus ojos grises carecían de vivacidad bajo aquella frente llena de costras blanquecinas. Movía los labios constantemente como si masticara. De repente regurgitó un poco de leche grumosa sobre el babero.
—¡Ah, no, no; este niño no está bien! —exclamó mi madre meneando la cabeza.
—¿Pero ha tosido?
Como respondiéndome, Raimondo se puso a toser.
—¿Ves?
Era una tos breve y ligera, a la que no acompañaba ningún sonido de los órganos internos. Duró poquísimo.
Pensé: «Hay que esperar». Pero cuando resurgía dentro de mí el funesto presagio, mi aversión hacia el intruso disminuía, se aplacaba mi acritud. Me percataba de que mi corazón se quedaba encogido y mísero, incapaz de exultaciones.
Recuerdo aquella noche como la más triste de cuantas he pasado en el curso de mi desventura.
Ante la duda de que Giovanni di Scòrdio estuviera por los alrededores, salí de la casa, me adentré por el camino donde lo habíamos encontrado mi hermano y yo aquella vez. La claridad del crepúsculo anunciaba las primeras nieves. A lo largo de la hilera de árboles se extendía una alfombra de hojas. Las desnudas ramas filiformes cercenaban la inmensidad del firmamento.
Miraba hacia adelante esperando descubrir la figura del anciano. Pensaba en la ternura que mostraba por su ahijado, en aquel desolado amor senil, en aquellas grandes manos callosas y rugosas que había visto suavizarse y temblar bajo los blancos pañales. Pensaba: «¡Cuánto llorará!». Veía al pequeño cadáver envuelto en pañales sobre el ataúd y rodeado de coronas de crisantemos blancos, y cuatro cirios encendidos; y a Giovanni arrodillado llorando. «Mi madre llorará, se desesperará. Toda la casa se cubrirá de luto. La Navidad será fúnebre. ¿Qué hará Giuliana cuando me presente en su alcoba, me sitúe a los pies de su cama y le anuncie: “Está muerto”?».
Había llegado al final del camino. Miré; no vi a nadie. El campo se sumergía en la sombra, silencioso; un fuego flameaba sobre la colina, en lontananza. Volví sobre mis pasos, solo. De repente algo blanco tembló ante mis ojos, se desvaneció. Eran las primeras nieves.
Y más tarde, mientras me encontraba junto al cabecero de la cama de Giuliana, escuché de nuevo las gaitas que proseguían la Novena, a la misma hora.