Treinta y dos

El coche avanzaba lentamente para no pasarse del punto, mal señalizado, en el que tenían que girar para llegar a la playa. El cielo se estaba aclarando y por las ventanillas bajadas entraba una brisa tersa, que penetraba bajo la ropa y producía escalofríos. Más tarde, seguramente, haría calor, pero a esa hora el aire era aún fresco y nítido. Era el momento perfecto que precede a la llegada de ciertos días de verano.

Emma conducía y Roberto miraba la carretera. Percibía los cambios, dentro y fuera de sí mismo, los registraba, los dejaba fluir. Como le había enseñado a hacer el doctor. Imágenes del pasado —o quizá, a veces, de la imaginación— se perseguían, pasaban y desaparecían. De vez en cuando llegaba una oleada de miedo, pero pasaba enseguida. Transformándose en una especie de hormigueo del alma.

Habían salido de Roma muy temprano, para estar en la playa antes de que amaneciera. La previsión del tiempo decía que iba a haber marejada. Santa Marinella no es Dana Point pero ese día iba a haber olas muy grandes. Olas excepcionales para el mar Tirreno y para el mes de julio.

Junto a las olas estaba prevista una afluencia extraordinaria de surfistas, así que llegar muy temprano era indispensable para no encontrarse con la playa saturada de gente y el mar impracticable.

Aparcaron en una explanada donde ya había algún coche. Roberto tuvo la sensación de que las fuerzas le abandonaban del todo. Le pareció que se movía con esfuerzo, lentamente, casi a cámara lenta. Se bajó del coche y permaneció allí, quieto, sin saber qué hacer.

—¿Piensas meterte en el agua así, vestido? —dijo Emma.

Su voz era una mezcla de ironía y aprensión. Quizá se estaba preguntando si había sido una buena idea. La última vez que ese hombre se había subido sobre una tabla de surf había sido treinta años antes. ¿Quién le aseguraba que iba a ser capaz de volver a hacerlo? Dirigió la mirada hacia el mar. Era una extensión de espuma iluminada por la luz pálida y uniforme de la aurora.

Sin decir nada, Roberto volvió a entrar en el coche para cambiarse. Salió con el traje de baño, una vieja camiseta, unas viejas zapatillas de tenis azul y blanco. Cogió la tabla del portaequipajes, se la puso bajo el brazo y miró a Emma.

—Roberto, si no te sientes...

El ligero tono de ironía había desaparecido.

—Vamos —dijo él, y se encaminaron hacia el mar.

En la playa se adivinaban las figuras de algunos chicos y algunas tablas, en vertical, clavadas en la arena. Nadie parecía haber entrado aún en el agua. El maestral soplaba, no demasiado fuerte, terso y lleno de peligrosas promesas.

No vas a conseguirlo, se dijo Roberto, mientras bajaban a la playa y aquella sensación de flojera no lo abandonaba.

No vas a conseguirlo, no hay duda. Estás mayor y se te ha olvidado. ¿Cuántos años tenías la última vez? ¿Y cuándo fue la última vez? Ni siquiera eres capaz de recordarla. Quién sabe si existió realmente aquella época. No está lejos, está solo en otro mundo. ¿Serías capaz de decir cómo distingues los recuerdos de los sueños? Aquellas olas que recuerdas son silenciosas, como los sueños. Entonces, puede que no sean verdaderas.

No serás capaz.

¿Cómo era aquella frase que le había dicho el doctor? Una cosa es aguardar la ola y otra ponerse en pie sobre la tabla cuando llega. En efecto.

Emma caminaba detrás de él. Durante un interminable instante Roberto pensó —creyó realmente— que era su madre y tuvo la sensación de encontrarse en otro lugar y en otra vida que podía haber existido o no.

El viento les llevaba de nuevo el olor del salitre. El mismo de tantos años atrás. Se quitó las zapatillas. Los pies se hundieron en la fría arena. Sintió sobre la cara, sobre el cuerpo, sobre la tabla, los ojos de los jóvenes que ya habían ocupado la playa. Miradas, al principio, de hostilidad; luego, después de haberle visto bien —un viejo—, cargadas de sorna.

Uno de los chicos se levantó y avanzó unos pasos hacia él. Quizá quería decirle algo. Quizá quería decirle que esa playa, al menos a esa hora, era de su propiedad. Era su sitio, no el suyo. Quizá no quería decirle nada y se había levantado solo para estirar las piernas. Lo cierto es que las miradas del chico y de Roberto se cruzaron justo mientras salía el sol, y que el chico apartó la mirada y decidió volver atrás y olvidarse del asunto, fuese lo que fuese lo que tenía pensado hacer.

Volvió a sentarse sobre la arena, cerca de las tablas, intercambiando bromas con los amigos, riéndose algo más fuerte de lo preciso, para que se le oyese.

Pero Roberto no le oía. Se detuvo solo unos segundos para escuchar el rugido de las olas. El sol salía a sus espaldas y proyectó su larguísima sombra sobre la playa, hasta el agua y bajo el mar.

En ese instante, mientras miraba su sombra que se mezclaba con la espuma recordó algo que había leído unos años antes.

A inicios de los años noventa un barco mercante que transportaba una carga de juguetes desde Hong Kong a Estados Unidos se encontró en medio de una terrible tempestad. A causa de las altísimas olas, una docena de contenedores acabó en el agua y se rompieron, liberando en el océano millares de patitos amarillos de goma, como los que se les dan a los niños pequeños para que jueguen mientras se bañan. Era —parecía— un banal incidente de navegación, digno de ser archivado en el expediente de la compañía aseguradora.

Los patitos no estuvieron de acuerdo. Se esparcieron por los océanos, dejándose empujar alegremente por el viento, por las olas, por las corrientes; dejándose recuperar en las playas de todo el planeta y permitiendo a los oceanógrafos que descubriesen muchas cosas sobre el funcionamiento de los océanos y las corrientes.

La imagen de los patitos intrépidos y sonrientes sobre la cresta de las olas gigantescas en"%l océano agitado por la tormenta le inspiró a Roberto una absurda e increíble e invencible alegría. Pensó en la corriente que ló había depositado en aquella playa tras un largo viaje a través de la tempestad; y pensó que solo tenía una cosa que hacer, una vez llegado a ese punto. Una sola.

Fue entonces cuando entró en el agua.

Bonitas olas, pensó, remando con las manos a los lados de la tabla. Para estar tan lejos de cualquier océano no estaban nada mal. Con una altura, al menos, de metro y medio, quizá algo más. Se dejó deslizar sobre la primera, sin intentar siquiera ponerse en pie. Experimentaba la tranquila sensación de estar ante algo ineludible. La misma sensación por la que se puede estar a la espera sin sentir ansiedad o miedo o preocupación.

Se dejó deslizar también sobre la segunda y luego vio que se estaba formando una más grande, con una altura de más de dos metros. La ola por la que había llegado hasta allí.

Tensó los brazos y los pectorales sobre la parte anterior de la tabla, empujó sobre la parte posterior la punta de los dedos de los pies y permaneció así, quieto. Como si todo, alrededor, se hubiese vuelto inmóvil y eterno.

Luego la eternidad acabó.

Extendió los brazos, contrajo los abdominales, se levantó de golpe. Probablemente le dolieron las rodillas pero él no hizo caso. Se puso de pie y la tabla partió.

Si hubiese leído ya los libros que iba a leer después, Roberto habría podido describir la sensación que experimentó, deslizándose de nuevo sobre la ola, como si nunca hubiera dejado de hacerlo, ni siquiera durante un día.

Habría podido decir que era una embriaguez que lo cortaba todo de parte a parte: el tiempo, el espacio, la tristeza y el bien y el mal, y el amor y el dolor y la alegría y la culpa. Y el perdón, incluso el más difícil, el que nos pedimos a nosotros mismos. Y el círculo de la vida, y las historias de los padres y de los hijos y de su desesperada búsqueda los unos de los otros.

Fin

[i] Se refiere a Vittorio Gassman y Nino Manfredi en la película de referencia que en España se tradujo como Una mujer y tres hombres y posteriormente, se reestreno con el título original, Nos habíamos querido tanto.

[ii] En castellano en el original. (N. de la T.)

[iii] En castellano en el original. (N. de la T.)

[iv] En castellano en el original. (N. de la T.)

[v] En castellano en el original. (N. de la T.)

[vi] Quinta elementare en el original, que se traduciría como quinto de primaria. (N. de la T.)

[vii] Terza media en el original, que se traduciría como tercero de secundaria, es decir, 3.° de ESO. (N. de la T.)