Treinta
Intentó hablar con la adolescente pero a ella solo le preocupaba una cosa.
—¿Me puedo ir ya?
—Claro, dentro de poco haré que te acompañen a tu casa.
—No, gracias, puedo volver yo sola.
Ese no, gracias le apretó el corazón. Roberto tuvo que hacer un esfuerzo para retener la emoción, y también cualquier pregunta sobre cómo había ocurrido aquello, cómo había empezado y por qué. Hacer ese tipo de preguntas era trabajo de otro.
—Está bien, ahora vemos qué hacemos, ten solo un poco de paciencia.
Y luego, tras una pausa:
—Dentro de nada podrás irte a casa, si lo prefieres así, tú sola —mintió Roberto, avergonzándose.
—Pero es que tengo que irme enseguida, si llego muy tarde mis padres se preocupan.
—Ahora avisamos a tus padres, tranquila.
Pero ella no estaba tranquila. Para nada, porque poco a poco la situación se estaba volviendo cada vez más clara en su cabeza: «No les dirán que...», no encontraba las palabras.
—Se lo suplico, deje que me vaya a casa.
A Roberto le hubiera gustado abrazarla y decirle que no tenía que preocuparse por nada, que sus padres lo entenderían y la ayudarían y que el mundo no estaba poblado solo por gente como esos tres, o esos dos, o todos —quién sabe cuántos— los que habían usado su cuerpo.
Solo que, naturalmente, no podía abrazarla y tampoco hubiera tenido valor para darle garantías acerca de cómo era la población del mundo y sobre lo que iban a entender sus padres y todos los demás.
—No te preocupes, no habrá ningún problema con tus padres. Dentro de nada podrás irte a casa y todo habrá acabado.
Y luego, gracias al cielo, llegó Carella con otros cuatro cara—binieri, tres hombres y una mujer. Habían sido muy rápidos, pero a Roberto le pareció que había transcurrido una eternidad. Salvo Carella, eran todos muy jóvenes y había algo en su forma de moverse, de comportarse, de ocupar el espacio que le dio a Roberto la clara sensación de pertenecer a otra época.
A partir de ese momento las cosas fueron muy rápido.
Roberto explicó lo que había pasado. Dijo casi toda la verdad, manteniéndose vago solo sobre la fuente de su información. Aludió a un confidente en el interior del colegio y no dio más datos. Los colegas eran profesionales —no se le pide a un policía información sobre sus confidentes— y no hicieron preguntas.
La joven carabiniera se hizo cargo de Ginevra y se la llevó de allí. Parecía que sabía lo que se hacía y Roberto se sintió aliviado.
Los otros se ocuparon de los chicos. El que había sido sorprendido en la cama seguía llorando; el segundo tenía una gran mancha oscura en los pantalones y apestaba a orina; el jefe estaba palidísimo. Intentaba hacerse el valiente y mantener un comportamiento en consonancia con su papel, pero él también parecía a punto de derrumbarse.
Carella avisó al fiscal del Tribunal de Menores. Dijo que había recibido un soplo urgente y totalmente fiable sobre la presencia de una gran cantidad de estupefacientes en el interior de aquel piso; que había procedido al registro para localizar la droga —acogiéndose a la norma que Roberto le había citado al viejo del revolver— y que se había encontrado con algo mucho más grave que un vulgar caso de tráfico de drogas.
Cuando terminó de hablar por teléfono con el magistrado, Carella se dirigió a Roberto.
—Y bien, mariscal Marías, por fin has vuelto a casa, ¿eh?
Roberto se encogió de hombros, esbozando una sonrisa algo turbada. Carella también sonrió.
—¿Quieres firmar los informes? Encontraremos la forma de justificar tu presencia aquí, ya se nos ocurrirá algo. Lo mismo es un buen augurio y cuando te reincorpores te vienes a trabajar con nosotros.
—No, no, mejor no liarla inútilmente. Yo me voy. Si acaso nos llamamos luego y me cuentas.
Carella no insistió.
—Está bien, en cuanto terminemos te llamo.
* * *
Cuando Carella le llamó, ya muy avanzada la tarde, tenía la voz cansada.
—Hemos terminado ahora mismo. La próxima vez que te encuentres en una situación así, hazme un favor, avisa a la policía.
Luego le contó cómo había ido. El magistrado, por suerte, era un tipo despierto y había ordenado inmediatamente que se efectuase un registro en casa de los chicos. El resultado había sido el que cabía esperarse: vídeos y fotos porno, hachís, un montón de dinero, una auténtica y rudimentaria contabilidad con nombres de clientes —todos entre los trece y los dieciséis años—, cantidades entregadas, prestaciones recibidas. Los tres chicos habían sido interrogados esa misma tarde y lo habían confesado todo, o al menos todo lo necesario para reconstruir el modus operandi de la banda y localizar a los otros miembros. Las chicas eran reclutadas en las discotecas o en fiestas privadas, las relaciones sexuales —a veces consentidas; a veces, no— se grababan y luego los vídeos se utilizaban como instrumento de chantaje, para obligarlas a prostituirse.
—¿Cómo está la niña?
—Así, así. Los padres la van a sacar de ese colegio, eso está claro, pero necesitará tiempo para superarlo. Algunos de los vídeos que hemos encontrado dan ganas de vomitar.
—Vete a la cama. Tienes una voz horrible.
—Ahora voy. Ah, obviamente en los informes no hay rastro de tu nombre. Tú no has entrado jamás en ese piso.