Veintitrés
Trabajaba con un agente de la DEA, un infiltrado, igual que yo, en conexión con la policía española y los cuerpos especiales de la policía colombiana.
—¿La DEA es la Agencia Norteamericana Antidroga?
—Sí. Con frecuencia es difícil distinguir a sus agentes infiltrados de los auténticos traficantes. Pero creo que lo mismo habría podido decirse de mí. Este se llamaba Phil y no me gustó nada desde el principio. Tenía algo..., no encuentro la palabra, en inglés diría que tenía algo rotten.
—Podrido.
—Podrido, sí. Me dio tan mala impresión que en la fase preparatoria del operativo pensé en pedir que me sustituyeran.
Roberto se detuvo para reflexionar, preguntándose qué habría ocurrido de obedecer a aquel impulso. Desechó ese pensamiento casi en el acto.
—Obviamente, no lo hice. Uno de los objetivos de la investigación era localizar una red de miembros de las fuerzas de policía y de las autoridades aduaneras (italianos, españoles, americanos) que estaban comprados por los narcos. Gente intocable, hasta ese momento. Precisamente por eso, durante toda la operación, los contactos con el equipo de cobertura (los compañeros que seguían mi trabajo y que debían intervenir en una eventual emergencia) se redujeron al mínimo indispensable. Cualquier contacto podía ser peligrosísimo.
—¿Cuánto duró la operación?
—Más de año y medio. En Colombia estuve, casi ininterrumpidamente, al menos un año, el periodo más largo que he pasado en Sudamérica. Tenía casa en Bogotá, vivía allí, estuve seis meses seguidos, sin volver a Italia ni una sola vez. Conozco Bogotá mucho mejor que Roma, me gustaba vivir allí. Me gustaban un montón de cosas de Bogotá.
—¿Por ejemplo?
—Ante todo, el clima. Está cerca del ecuador, pero a dos mil seiscientos metros de altitud. Nunca hace demasiado calor ni demasiado frío. Las diferencias entre estaciones son mínimas, es como una primavera continua. Luego me gustaba la ciudad vieja (La Candelaria), un sitio aún muy peligroso pero bellísimo. Los taxistas te decían siempre, casi obsesivamente, que echases el seguro en las puertas y, a veces, de noche, tenían la impresión de que se materializaban en la calle pequeñas bandas de fantasmas, dispuestos a golpearte y desaparecer en el acto.
—¿Usted iba armado?
—No, pero la mayor parte de la gente con la que iba sí lo estaba. De todas formas, nunca tuve problemas, ni siquiera cuando salía solo y desarmado. En Bogotá te encuentras con cosas que no te esperas. Por ejemplo, el sistema de tranvías es increíble (el TransMilenio, una especie de metro que va sobre la superficie), funciona como un reloj, te parece estar en Estocolmo o en Zurich. Luego hay zonas peatonales en las que no puedes ni aparcar el coche. Uno se imagina una capital sudamericana (y sobre todo Bogotá, que tiene una pésima reputación) con los coches uno encima del otro, aparcados en doble y triple fila, como aquí, en Roma. Bueno, pues yo vivía en un apartamento, en el piso número 15, en un barrio residencial, y por las noches abría la ventana, el aire era siempre fresco pero nunca frío, encendía un cigarro, miraba las calles vacías y experimentaba una gran tranquilidad. Me gustaba mucho.
—Nunca lo habría dicho.
—Es un lugar sorprendente. La Biblioteca Nacional está en el barrio de La Candelaria y ellos dicen que es la más visitada del mundo.
Roberto se interrumpió. Se restregó los ojos con las puntas de los dedos; se masajeó las sienes.
—Me estaba hablando de esa biblioteca...
—Sí. En realidad yo no entré nunca, solo la vi por fuera. Me habló de ella una persona...
De pronto, Roberto tuvo la sensación de que estaba hablando en un idioma que apenas conocía. No encontraba las palabras en italiano, en cambio le venían a la cabeza frases completas en inglés y en castellano. Duró unos segundos, luego las cosas volvieron a su sitio.
—Una chica. Fue ella la que me habló de la biblioteca. Tenía casi veinte años menos que yo y era la hija de uno de los tipos a los que yo estaba investigando. La conocí en casa de su padre y dos días después me parecía que la conocía de toda la vida. Nunca me había pasado nada parecido.
—¿Era guapa?
—No era solo guapa. Era inteligente, era profunda, estaba llena de vida. Y además era simpática, me hacía reír, me hacía sentirme un hombre mejor de lo que soy. No he conocido jamás a una persona tan extraordinaria.
—¿A qué se dedicaba?
—Estudiaba, estaba a punto de licenciarse en Literatura y no tenía nada que ver con el mundo de su padre. Cuando se dio cuenta de que yo tenía negocios con él (es decir, casi enseguida) empezó a hablarme de las posibilidades de cambiar de vida. Decía que le gustaría irse de allí, venirse a vivir a Italia. Podíamos poner un negocio, un pequeño hotel, lo que fuera, para llevar una vida normal.
—¿Y usted qué le decía?
—Le decía que sería bonito. Y, como si me hubiera vuelto loco, pensaba realmente que las cosas se arreglarían y que podríamos hacerlo.
—¿Me dice cómo se llamaba?
Roberto lo miró estupefacto. El doctor le devolvió la mirada, aguardando.
—Ahora que me lo pregunta, creo que nunca la llamé por su nombre. Nunca nos llamábamos por nuestro nombre. Nos decíamos esas cosas que se dicen los enamorados y que luego uno se avergüenza al repetir. Yo la llamaba amore o tesoro, en italiano. A ella le gustaba oírme hablar en italiano. Me ha costado unos segundos recordar su nombre. Se llamaba Estela.
—¿Por qué ha empleado el pasado?
—¿Perdón?
—¿Por qué ha dicho se llamaba?
Roberto, instintivamente, echó la cabeza hacia atrás y la ladeó, como si estuviese a punto de recibir una bofetada o un puñetazo y quisiese amortiguar el efecto del golpe.
—No me he dado cuenta. No, no ha muerto..., no creo. No sé por qué he hablado en pasado.
—¿Era ella la persona del sueño?
—Sí.
Una larga pausa. Como un epílogo definitivo, una silenciosa, rápida y concluyente rendición de cuentas.
—Tendría que haberlo evitado, naturalmente. Pero al principio me dije que solo iba a ser una aventura (había tenido otras durante las misiones), aunque todo indicaba que esta vez iba a ser distinto. A todo lo que me había ocurrido anteriormente. Nunca he amado a una mujer como la amé a ella.
Y, tras algunos minutos de pausa, detrás de imágenes superpuestas que no respetaban las reglas del tiempo:
—Fue una caída continua e incontrolable. Seguía haciendo mi trabajo (recoger información, transmitir información, organizar expediciones de cocaína y preparar las detenciones) y, al mismo tiempo, vivía otra vida, una vida en la que yo era un hombre enamorado, hacía cosas románticas y secundaba proyectos absurdos de cara al futuro. Era totalmente inconsciente de lo que estaba haciendo y no me daba cuenta de que me dirigía hacia un precipicio.
—¿Cuánto tiempo duró?
Una vez más, Roberto pareció quedarse estupefacto ante la pregunta. Tuvo que reflexionar un poco para dar con una respuesta. Cuando dio con ella, pareció aún más sorprendido.
—Seis meses, puede que un poco más. Si no hubiese pensado específicamente en el tiempo hubiera dicho que mucho más.
—¿Tiene una percepción dilatada de aquella época?
—Sí, así es. Mientras se acercaba el final de la operación, cuando yo debería desaparecer en el acto, fingía que no pasaba nada, esperando que una solución mágica lo arreglase todo, sin que nadie saliese herido.
—¿El padre de ella era uno de los tipos que usted debía arrestar?
—Su padre era uno de los peces gordos. No era un simple narco, sino uno de los que gestionaban el dinero (unas cantidades desorbitadas) y controlaban a los políticos. Un tipo que, por un lado, tenía poder para conseguir que salieran elegidos diputados y alcaldes, y, por el otro, estaba estrechamente relacionado con sanguinarios criminales de todo el mundo. Piense que había un grupo de policías colombianos que, según terminaba su horario laboral (el normal, en la comisaría), iban a trabajar para él, como guardaespaldas. Conseguir acercarme a él había sido dificilísimo, era la operación más importante de mi vida y yo había iniciado una relación con su hija. Cada vez que esa idea me cruzaba por la cabeza, me fallaban las piernas y empezaba a temblar. Yo la arrojaba fuera, diciéndome que en el momento oportuno encontraría la forma de arreglar las cosas.
—Y el momento llegó.
—Y el momento llegó —repitió Roberto—. Habíamos organizado una expedición por vía marítima. Un barco literalmente cargado de cocaína. Toneladas. En los meses precedentes, gracias a mi trabajo, al de Phil, las escuchas en diversos países (en Italia, sobre todo) habían permitido reunir el suficiente número de pruebas como para mandar al trullo a cientos de personas. Mi trabajo había terminado y tenía que volver a Italia. Obviamente, lo que todos creían, empezando por José, el padre de Estela, era que iba a Italia para hacer el seguimiento de las fases finales de la operación. Algo que, por otra parte, era verdad, aunque no en el sentido que ellos creían. Había dicho que en cuanto acabase la operación, en unas semanas, regresaría a Colombia. En vez de eso, tenía que regresar a Italia porque al llegar la carga a destino se producirían arrestos e incautaciones en medio mundo. El último sitio en que debía estar, en ese momento, era Bogotá.
—El señor... José, ¿sabía lo suyo con su hija?
—Creo que sí, aunque nunca lo hablamos. En cualquier caso, nosotros no nos escondíamos. Pienso que José no sabía qué actitud adoptar al respecto. Yo le gustaba, le resultaba simpático y se fiaba de mí. Por otro lado, sabía que yo era un narcotraficante, igual que él, y la idea de que su hija estuviese con uno que se dedicaba a lo mismo que él no le gustaba. Típico de los criminales que se están convirtiendo en hombres de negocios. En cualquier caso, no hizo nada para obstaculizar nuestra relación, ella..., nosotros disfrutábamos de plena libertad. Ha sido la época más loca y más feliz de mi vida.
Roberto respiró prolongadamente unas cuantas veces.
—Cuando faltaban pocos días para que me fuese, Estela me dijo que estaba esperando un niño. Y que quería tenerlo. Yo caí en trance. Le dije que sí, que yo también quería. Ella me abrazó, me estrechó fuertemente, y parecía tan feliz (estaba loca de felicidad con aquel niño) que se me partió el corazón. No es solo una imagen: mientras me abrazaba sentí de verdad un dolor físico en mitad del pecho. Tan fuerte que pensé que estaba teniendo un infarto. Esa noche no conseguí dormir ni siquiera un minuto. Me parecía que me ahogaba la angustia, mejor dicho, me parecía no es la expresión exacta. Estaba ahogado por la angustia. Y, luego, a la angustia se unió el miedo.
Roberto se balanceó arriba y abajo sobre el asiento, con un movimiento que parecía incapaz de controlar. Cogió el paquete de cigarrillos y encendió uno. El doctor le pidió uno para él.
—Los días que pasaron entre la noticia del embarazo y mi partida fueron una pesadilla. Cuando mi madre murió, hace unos años, experimenté una enorme tristeza. Cuando mi padre fue arrestado y luego murió fue horrible. Pero no hay sufrimiento comparable al que viví entonces. No conseguía comer, no conseguía dormir, tenía que poner atención para no echarme a llorar en público. A veces, me sorprendía repitiendo obsesivamente un gesto o un movimiento (qué sé yo, dar vueltas alrededor de una butaca o mover un objeto sobre la mesa) como hacen algunos animales en el zoo, enloquecidos por estar enjaulados. ¿Y sabe qué era lo peor de todo?
—¿El qué?
—Hablar con Phil, el agente de la DEA. El estaba muy contento porque todo estuviese a punto de terminar y nos fuéramos a ir de allí. Yo estaba desesperado y tenía que fingir que estaba tan contento y aliviado como él. Con Estela, en cambio, tenía que fingir que me sentía feliz por el futuro que nos aguardaba, porque íbamos a casarnos, porque quién sabe si sería niño o niña, porque le íbamos a poner un nombre italiano porque a ella le gustaba mucho el italiano e íbamos a vivir en Italia que es el país más bonito del mundo...
El doctor apagó el cigarro, aplastándolo contra el cenicero con más fuerza de la precisa.
—¿Pensó, en algún momento, en decirle la verdad?
—Sí. Lo pensé, y también en pedirle que se escapase conmigo, pero era una idea disparatada. ¿Cómo iba a escaparse conmigo mientras yo enviaba a su padre a la cárcel, puede que de por vida? Entonces pensé en abortar la operación, en abandonar el cuerpo y todo lo demás, quedarme con Estela en Colombia. Lo pensé totalmente en serio (o quizá me gusta creer que lo pensé totalmente en serio), pero no tuve suficiente valor para hacer algo así. Así, el día convenido me pasé para despedirme de José, le di un abrazo y le dije que nos veríamos dentro de un mes. Luego fui a ver a Estela y ella, besándome, me dijo que me iba a echar muchísimo de menos, que contaría los minutos que faltaban para mi regreso, y que conocerme había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Yo le dije que a mí me pasaba igual, y le estaba diciendo la verdad.
Roberto había estado hablando con la cabeza gacha, los ojos fijos en la madera del escritorio. Al llegar a ese punto, alzó la mirada y sus ojos se encontraron con los del doctor.
—Me fui y no volví a verla.
Fue igual que cuando se hace el silencio después de un ruido ensordecedor.
Roberto se cogió una mano con la otra, osciló hacia delante durante algunos segundos y luego permaneció inmóvil, mirando el vacío. El dolor fluía. Y, sí, era dolor, pero menos insoportable que todo lo que había mantenido guardado durante tanto tiempo. Duró bastante rato.
—Over the Rainbow. Era el nombre en código.
—¿Perdone?
—Over the Rainbow. Era el nombre en código de la operación.
—Como la canción.
—Como la canción, sí.
La operación concluyó con detenciones en todas partes del mundo, incautaciones de sociedades, de cuentas bancarias, de droga, de coches, de barcos. Una de las operaciones más importantes en la lucha contra el narcotráfico.
También fue arrestado el padre de Estela, como es lógico. Los compañeros de Roberto no entendían por qué se desentendió de la ejecución de las medidas cautelares. Parecía apático, incluso después de tres semanas de permiso y de la noticia de que le habían propuesto para una condecoración. Se reincorporó al trabajo, pero no parecía el mismo, no se lo parecía ni a los compañeros ni a sus superiores. Los superiores se dieron cuenta, casi en el acto, de que no se le podían confiar misiones delicadas, al menos por el momento. Y, pasados unos meses, todos se dieron cuenta de que no se le podía confiar misión alguna, al menos por el momento. Alguien lo sorprendió hablando solo, en la oficina. Alguien se lo encontró, siempre solo, vestido como un indigente —a él, que siempre le había prestado tanta atención a su aspecto—, los ojos brillantes por el alcohol, las ojeras enrojecidas, la barba crecida, los hombros caídos, un cigarro colgándole eternamente del labio.
Y, luego, aquel joven compañero se lo encontró en la oficina, con el cañón de la pistola dentro de la boca y la expresión vacua de quien ya está en el otro lado.
Le pidieron que entregara la pistola y le dieron de baja por motivos de salud. Una expresión neutra para indicar que se había vuelto loco, que ya no estaba capacitado para seguir trabajando, que se había vuelto peligroso para sí mismo y para los demás.
—Han pasado unos diez meses desde que conseguí reunir el valor suficiente como para llamar a un compañero de la policía nacional colombiana. Uno que se había hecho casi amigo mío. Había pensado en sacar el tema y dejar caer la pregunta sin darle importancia, como por casualidad. Me di cuenta de que no tenía ganas de empezar con jueguecitos. Que el otro pensase lo que le diera la gana, le pedí información sobre Estela. Le pregunté si su padre seguía en la cárcel, si ella se había visto implicada de alguna forma en el desarrollo de la investigación y si seguía viviendo en Bogotá. Le dije que me contara todo lo que supiera de ella.
—¿Y él?
—No hizo comentarios, tampoco me preguntó por qué quería obtener esa información. Solo dijo que le diera dos o tres días. Fue puntual, al tercer día me llamó y me contó todo lo que había conseguido averiguar. Estela todavía vivía en Bogotá, en casa de su padre, y no se había visto implicada en la investigación. Iba a visitar a su padre a la cárcel con regularidad. Antes de decirme lo último vaciló unos segundos y en ese preciso instante tuve la certeza de que él lo sabía todo.
—¿Qué le dijo?
—Noticias que había obtenido de uno de sus informadores. Me dijo que un par de meses después de los arrestos Estela fue ingresada en una clínica privada en la que fue obligada a abortar. Clandestinamente, porque en Colombia el aborto es ilegal. Mi hijo era aquel niño.
El relato de Roberto se truncó, como una carretera que acaba de repente, en la nada.
El reloj de pared marcaba las dos pasadas. El doctor se levantó para abrir la ventana y dejar que saliese el humo. El aire era cálido y pasaban pocos coches. El rumor de la noche transportaba un tenue y precoz perfume de tilos.
—Es hora de irse a la cama —dijo el doctor, regresando junto al escritorio pero sin sentarse. Roberto se puso de pie y le pareció que los músculos de las piernas habían recobrado una elasticidad olvidada.
—¿Qué... qué va a pasar ahora?
El doctor sonrió. Tenía los ojos casi cerrados y aire cansado, sin embargo.
—¿Había contado alguna vez esta historia?
—Nunca, y tampoco creía que fuera a ser capaz.
—Ya ve, pensaba que no iba a ser capaz y, sin embargo, lo ha sido. El resto ya llegará. —Y, tras unos instantes, añadió—: De todas formas, nos vemos el lunes, si lo desea. Si quiere que hagamos una pausa, también estará bien. No tiene que contestarme ahora.
Llegaron a la puerta. Roberto no se decidía a salir.
—Piensa en ese niño como si hubiera llegado a nacer, ¿verdad?
—Sí. Pienso en él como si hubiera nacido, fuera un chico y hubiera crecido. Me lo imagino como un chaval...
—Pasará. Necesitará tiempo y algo de paciencia, pero pasará.
Roberto asintió con la cabeza y el médico le respondió con el mismo gesto.
—Hemos seguido un método poco ortodoxo. Brandy, chocolate, terapia nocturna. Lo mismo escribo una comunicación el próximo congreso. Lo mismo he inventado un nuevo protocolo.