Diez

Mientras subía las escaleras se dijo que ya no cabía duda alguna: Emma también era paciente del doctor. La repetición de las coincidencias constituye, primero, un indicio, luego una prueba. Era una frase que le encantaba repetir a un fiscal con el que había trabajado con frecuencia pero, pensándolo bien, no era tan profunda y original como parecía. Es más, no lo era en absoluto.

Por motivos indescifrables, esa reflexión le puso de malhumor.

—¿Algo va mal, Roberto?

Obviamente, se había dado cuenta. Roberto sintió el impulso infantil de contradecirle.

—No, no. Es solo que esta noche he tenido un sueño que me ha afectado mucho y ahora estaba recordándolo.

—Cuéntemelo.

Perfecto. No había sueño alguno que contar.

—He soñado que tenía un encuentro con una mujer. Una mujer a la que ya había visto otras veces. El encuentro se producía en un lugar familiar, pero no consigo identificar cuál. Hablábamos, ella me decía cómo se llamaba y luego se iba corriendo. Y mientras se iba yo olía su perfume, algo muy raro en un sueño, ¿no?

Le extrañó cómo había hilvanado la historia. Todo era cierto y todo era falso, se dijo. Como tantísimas otras cosas, pensándolo bien.

—En efecto, los olores son algo inusual en un sueño. Sin embargo, a veces ocurre. ¿Qué nombre tenía la mujer del sueño?

—No lo recuerdo. No recuerdo qué me decía, era como si estuviésemos presentándonos y ella tuviese que irse enseguida porque tenía mucha prisa.

—¿Y el perfume? ¿Podría identificarlo? ¿Le gustaba?

—No sabría decirle exactamente. Era un perfume ligero y en el sueño he pensado que se había puesto muy poco. Me gustaba, sí.

¿Por qué se estaba embarullando en esa serie de estupideces? Nunca le había mentido al doctor y, quizá, él estaba ahora mismo intentando interpretar ese sueño inexistente. ¿Qué significado tenía soñar con un perfume? ¿Y el encuentro con una mujer que se va corriendo? Se sintió culpable.

Inmediatamente después, sin embargo, durante eternos y desconcertantes segundos, se preguntó si aquel encuentro, ocurrido hacía apenas unos minutos, se había producido en realidad. La experiencia, aunque había sido brevísima, le producía vértigo.

—¿Le había pasado antes? Quiero decir, ¿había tenido ya sueños olfativos?

—Si me ha ocurrido, no lo recuerdo.

Y ahora, por favor, cambiemos de tema, pensó.

—Si soñar con un perfume es una novedad para usted, diría que es una buena noticia. Otra señal de progreso.

La mente humana funciona de forma sorprendente. No había habido ningún sueño, todo aquel discurso no tenía por qué tener sentido. Y, sin embargo, cuando el doctor le dijo que era una buena noticia, que ese perfume significaba que las cosas estaban cambiando a mejor, Roberto lo creyó. El ligero perfume que Emma había dejado tras de sí mientras se iba era una buena noticia para él.

—Este fin de semana me he dado cuenta de una cosa. Desde hace unos diez días me encuentro mucho mejor. Sueño mucho. Antes no soñaba. OK, de acuerdo, ya sé que una afirmación así no significa nada. Soñamos todos, todas las noches, ya me lo ha explicado.

—Soñaba pero no lo recordaba. En cierto modo, la frase «no soñaba» es correcta.

Roberto lo miró, aguardando la explicación.

—¿Se sabe la historia del árbol que se cae en un bosque desierto, en el que no hay nadie que pueda oír cómo se precipita al suelo?

—No.

—Imagínese un viejo árbol, con el tronco podrido y devorado por los parásitos, que, en un momento determinado, cede y se precipita contra el suelo, entre los otros árboles, destrozando ramas, arrollando arbustos y, quizá, rodando una vez caído. Imagínese que no hay nadie en el bosque que escuche el estrépito del árbol mientras cae y lo destroza todo.

Roberto lo miraba, perplejo.

—¿Me sigue?

—Lo intento.

—Si nadie lo ha oído caer, ¿el árbol ha hecho ruido?

—¿Qué quiere decir?

—Si no había nadie en el bosque y en sus cercanías y, por lo tanto, nadie ha oído el ruido, ¿podemos decir que ha existido?

—¿El ruido?

—Sí.

—Diría que sí, obviamente, pero me imagino que debe de haber alguna trampa.

—No hay ninguna trampa. El rumor ha existido, ¿sí o no?

—Claro que ha existido.

—Y cómo podemos decirlo si nadie lo ha oído y...

—¿Eso qué tiene que ver?

—Espere, déjeme acabar. ¿Cómo podemos decirlo, si nadie lo ha oído y nadie puede contarlo?

Roberto no replicó enseguida. No era una frase o una provocación casual y, por lo tanto, con toda probabilidad, la respuesta más obvia no sería la correcta. Otras veces el doctor había aludido al hecho de que las paradojas ayudan a entender la realidad y a resolver los problemas. Especialmente los de la caprichosa psique.

—¿Quiere decir que si nadie lo oye el ruido no existe?

—Es un viejo problema zen que tiene también una base científica con la que no quiero aburrirle. La función de los problemas zen (se llaman koan) es poner al discípulo (a usted, en este caso) frente al carácter contradictorio de la realidad, frente a su paradoja. Sirven para llamar la atención sobre la multiplicidad de respuestas a los problemas de la existencia y persiguen despertar nuestra consciencia. En algunos aspectos tienen una función similar a la práctica del análisis.

—¿Y entonces?

—Entonces, pensar en la cuestión del árbol en el bosque desierto puede inducirle a reflexionar sobre sus sueños y sobre qué significa recordarlos o no recordarlos.

—¿Y qué significa?

—Un maestro zen raramente responde a una pregunta tan directa. La idea es que el alumno, al buscar la respuesta exacta, llegue hasta sí mismo. Hasta su consciencia.

Justo en ese instante, en alguna parte del edificio, explotaron unos gritos. Un hombre y una mujer estaban peleándose. La mujer era la que gritaba más fuerte y con más rabia. El hombre parecía que se estaba defendiendo y que estaba a punto de sucumbir. Roberto no conseguía descubrir si las voces procedían del piso de arriba o del de abajo.

—Vienen de abajo —dijo el doctor, intuyendo la pregunta que se estaba haciendo Roberto.

—¿Por qué discuten?

—Porque su historia ha llegado al final pero no tienen el valor de admitirlo.

Mientras tanto, los gritos habían cesado. Roberto sentía una angustia incomprensible por la tragedia privada que se estaba consumando en el piso de abajo. Pensaba en las vidas rotas y en los corazones llenos de resentimiento y en las cosas que aquellos dos se habrían imaginado al soñar con el futuro que iban a tener juntos.

—¿Sabe una cosa?

—Dígame.

—Me dan pena esos dos desconocidos. No entiendo por qué, pero me dan muchísima pena. Como si los conociera, como si fuesen mis amigos.

Desde el apartamento de abajo llegó el ruido de un violento portazo, pero ya no se escuchaban gritos.

—¿Estoy loco?

El doctor hizo un gesto con la mano, como para apartar algo que le molestaba.

—Todos tenemos nuestra cuota de locura. La cuestión está en cómo convivimos con ella. Algunos lo consiguen, más o menos bien; otros, no. La gente acude a mí para aprender a convivir con su propia locura. Aunque casi nadie es consciente de ello.

La frase debería haberle inspirado miedo. En cambio, notó una inesperada sensación de calma. Como si fuera algo que se podía aceptar y que, al afrontarlo, era mucho menos terrible de lo que uno pensaba al imaginárselo escondido en algún fétido trastero del subconsciente.

—Hay algo que nunca le he preguntado, Roberto.

—¿Sí?

—¿Le gusta leer?

Era curioso que le hiciese esa pregunta justo ese día. Un poco antes había pensado que tenía que documentarse acerca de los intereses de Emma. Buscar en internet, pero también leer algo. Para poder hablar con ella sintiendo que pisaba terreno firme.

—No sabría decírselo. He leído muy poco. Cuando lo he hecho, me ha gustado, pero la lectura nunca ha sido uno de mis hábitos.

—¿Recuerda qué cosas le gustaron?

Ya, ¿qué le había gustado? No lo recordaba. Le vino a la cabeza un hermoso libro sobre la historia del baloncesto que había leído hacía unos pocos años. No le pareció la cita más adecuada. Se dio cuenta de que quería quedar bien delante del doctor y de que se avergonzaba por su ignorancia. Más o menos, lo mismo que había experimentado hacía menos de una hora al hablar con Emma.

—Hace unos años leí un libro sobre la mentira que me regaló un magistrado. Era de un psicólogo americano...

—¿Paul Ekman?

—Sí, ese. Hicieron una serie de televisión sobre el libro...

Lie to me [Miénteme]; y, probablemente, el libro que usted leyó era Cómo detectar mentiras.

—Sí, ese era. De alguna forma, lo apliqué a mi trabajo. Vamos, me dio ideas.

—¿Y novelas? ¿Lee novelas?

Novelas. No recordaba haber leído una sola novela en su vida, así que probablemente no lo había hecho nunca. Por otra parte, ¿cuándo había tenido tiempo para leer novelas? A los diecinueve años había entrado en los carabinieri. El curso; luego, el primer destino; el trabajo, cada vez más, y cada vez más invasivo. Cuando tenía tiempo libre, cada vez menos, lo había dedicado a otras cosas. Cosas que no le gustaba recordar.

—No pasa nada si no le gustan las novelas.

—Creo que nunca he leído una. Es algo en lo que no había pensado jamás. Ahora que caigo en ello, me da vergüenza.

—La vergüenza puede ser un sentimiento útil. Es la señal de que algo no funciona y puede ser un estímulo para cambiar a mejor.

A Roberto le entraron ganas de llorar. Tenía cuarenta y siete años, la mejor parte de su vida ya había pasado y estaba hecha pedazos, en las manos no le quedaba nada. Era un fracasado, un hombre solo, ignorante e infeliz, que había vivido de forma insensata.

La voz del doctor interrumpió ese desmoronamiento insoportable.

—Vamos a hacer una cosa. En cuanto terminemos, si no tiene otros compromisos, vaya a una librería (escoja una grande, es más adecuada para alguien inexperto) y quédese allí un rato. Mire los libros que quiera (los de deportes también son perfectos) y cuando encuentre uno que le llame la atención, cómprelo, lléveselo a casa, y léalo. Luego, si le apetece, lo comentamos la próxima vez.