Giacomo

Ginevra ha vuelto hoy al colegio, pero esta no es una buena noticia.

Ha llegado tarde, cuando la primera clase ya había empezado. Estaba vestida con descuido, como no la había visto jamás desde que la conozco, pero lo que más me ha llamado la atención ha sido la expresión de su cara. La he observado durante las cinco horas de clase. Estaba ausente, tenía la mirada fija, no escuchaba cuando alguien —yo no, yo no he tenido valor— le dirigía la palabra y no ha sonreído ni una sola vez en toda la mañana.

La profesora de italiano la ha pillado distraída tres veces mientras explicaba y al final le ha escrito una nota en el cuaderno para sus padres. Era la primera vez que ocurría eso en estos dos años.

Al final de la quinta clase ha salido sin hablar con nadie, se movía como si estuviera drogada y parecía no saber dónde estaba la salida. Fuera no había nadie esperándola con una moto ni nada parecido. Se ha ido sola, después de haber cruzado como una sonámbula entre los chicos que charlaban y hacían ruido delante del portón del colegio.

He vuelto a casa con una sensación desagradable, preguntándome qué puede haberle ocurrido. He pensado que me gustaría ver a Scott, inmediatamente, para saber qué opinaba él del asunto y que me aconsejara qué hacer. Tenía tantas ganas de verlo que he pensado en intentar dormirme para soñar con él y poder hablarle.

Me he tumbado en la cama, he cerrado los ojos y he intentado quedarme dormido, concentrándome en imágenes del parque y en el hocico de Scott.

Pero no ha servido para nada: he seguido despierto y cuando al final me he levantado, me sentía muy triste y muy solo.