Siete

Aquel jueves Roberto llegó de nuevo con antelación y se dio otra vuelta para explorar los alrededores. Descubrió que a dos pasos de la consulta estaba el Museo de Arte Contemporáneo, en un viejo edificio en el que, muchos años atrás, se fabricaba cerveza.

¿Cuántas veces habría pasado por delante? No era mucho más grande que una fuente y, sin embargo, tampoco se había fijado en eso.

Se dijo que un día de esos tenía que entrar. Luego avanzó unos pasos y descubrió una tienda de discos de segunda mano. El nombre de la tienda, pintado a mano, era King Lizard. Detrás del mostrador, un tipo con el pelo gris, hasta los hombros, cazadora de cuero, camisa con un estampado de flores y un cuello enorme que apoyaba sobre los bordes de la cazadora. Aparentaba unos sesenta años y se diría que su evolución estilística se había detenido a principios de los años setenta. Estaba delante de un ordenador, alzó la vista justo el tiempo necesario para ver quién había entrado, y volvió a su ordenador.

Roberto rebuscó entre los viejos CD y los vinilos con una ligera euforia, como si estuviese buscando algo concreto y estuviera a punto de encontrarlo.

Cuando terminó su inspección se dijo que no podía salir sin comprar nada. Cogió Never mind de Nirvana y, al salir, pensó que el barrio empezaba a resultarle familiar. Un pensamiento acogedor.

* * *

—¿Ha comprado algo en King Lizard?

—Ah, sí, he dado un vistazo y he encontrado este CD. Era la música que escuchaba en la época de la que le estoy hablando, por eso se me ha ocurrido comprarlo. Por cierto, un tipo raro, el dueño, ¿no?

—Sí, un tanto extravagante, en efecto. Escribe reseñas de música en revistas especializadas, además de vender discos de segunda mano. No es muy sociable, pero cuando lo conoces es simpático.

—También es raro el nombre de la tienda. Rey Lagarto. ¿Qué quiere decir?

—Era el apodo de Jim Morrison.

—¿El dé los Doors?

—Sí. ¿Le gustan?

—No entiendo mucho de música. ¿«Light My Fire» es de los Doors?

—Sí. Quizá conoce también este tema.

Y, según decía esto, emitió un silbido perfecto que parecía producido por un instrumento electrónico.

—Conozco el tema, pero no recuerdo cómo se llamaba.

—«People are strange».

—Silba usted muy bien.

El doctor se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—¿Qué tipo de música le gusta, Roberto?

—No entiendo mucho de música. Escuchaba lo que oía todo el mundo, por casualidad. Ahora que lo pienso, no sabría decirle qué tipo de música me gusta. Y hace siglos que no escucho ninguna. Ni siquiera sé por qué he comprado este CD. Sí, ya le he dicho que era la música que escuchaba cuando ocurrió la historia que le estoy contando, pero si no hubiéramos sacado el tema lo más probable es que me hubiera llevado el CD a casa, lo hubiera puesto en cualquier sitio y me hubiera olvidado de él.

—¿Lo escuchará, en cambio?

—Sí, lo escucharé.

El doctor hizo un gesto de aprobación con la cabeza, como si con aquella respuesta se hubiese concluido de la mejor forma posible un argumento importante y se pudiese pasar a otra cosa.

—¿Cómo acabó la historia del tipo que le había propuesto traficar con coca con los colombianos?

—Nos encontramos en el mismo local, tres días después, como habíamos quedado. Yo había informado a mis superiores y ellos, de acuerdo con la Fiscalía, habían decidido arriesgarse a realizar la operación bajo cobertura. Entonces era una cosa bastante infrecuente. Buscamos en nuestros archivos todo lo que había sobre el señor Mario Binetti, de nombre artístico Mario Jaguar, y cuando volví a verlo lo conocía mejor que él a sí mismo.

Roberto se interrumpió, siguiendo una idea que le acababa de cruzar por la cabeza.

—Me había informado y me había gustado descubrir todos los detalles posibles sobre el sujeto del que me iba a ocupar. Estudiar las situaciones y a las personas era, quizá, lo que me interesaba más. Presentarme perfectamente preparado, saberlo todo de mis interlocutores.

—Me imagino que la labor de un investigador gira mucho en torno a la localización de los puntos débiles de las personas.

—Así es. Todos tienen un punto débil, solo hay que descubrirlo. Había una vez un prófugo, un calabrés emigrado a Milán, al que estábamos buscando desde hacía un montón de tiempo. Estábamos bajo presión, la Fiscalía quería que lo encontrásemos porque estaban convencidos de que una vez apresado empezaría a colaborar. Algo que, haciendo un paréntesis, era cierto. Estábamos seguros de cuál era la zona por la que se movía, pero no conseguíamos localizarlo. No sacábamos nada en limpio de los teléfonos intervenidos, del seguimiento a sus familiares. Hablando con uno de mis confidentes salió a relucir que el tipo tenía una fijación con los mejillones crudos.

—¿En qué sentido?

—Le gustaban muchísimo. En Milán había una pescadería, propiedad de un paisano suyo (era de un pueblo cerca de Barí), a la que iba a comerlos antes de escabullirse. El confidente me lo contó casi por casualidad, pero en cuanto lo oí se me encendió una luz en la cabeza. Así, sin decirle nada a nadie, salvo a mis compañeros, organicé un servicio de vigilancia sobre la pescadería. Dos días después lo cogimos.

—Debería pagarle yo por oír estas historias —dijo el doctor, sonriendo.

Roberto se encogió de hombros, como intentando quitarle importancia al asunto. Sin embargo, la admiración del doctor le gustaba. Era algo nuevo y le gustaba mucho.

* * *

El y Jaguar se hicieron muy amigos. Es decir: Jaguar creyó que se habían hecho muy amigos. Se reunieron con los colombianos, discutieron sobre precios y envíos de droga. Roberto dijo que podía garantizar que la droga pasase sin problemas por un par de puertos, gracias a una sociedad de expediciones internacionales y a sus contactos entre algunos funcionarios de aduanas, proclives a redondear el sueldo. La sociedad de expediciones internacionales se creó ad hoc y el papel de los aduaneros corruptos lo interpretaron otros dos carabinieri, asociados al operativo y provistos de documentación de cobertura.

Durante una reunión operativa, alguien advirtió que Roberto no iba a poder infiltrarse en ese ambiente sin tener al menos un tatuaje. A veces hay profesionales del crimen que no están tatuados, pero es un elemento de diversidad con respecto a la norma; un elemento que podía llamar la atención de alguien. A Roberto no le hacía ni pizca de gracia la idea de hacerse un tatuaje, pero se dejó convencer y, a la hora de elegir qué quería que le tatuaran, se decidió por una cabeza de jefe indio en el antebrazo izquierdo y una tela de araña en el omóplato derecho.

—¿Estás seguro de que quieres que te tatúe una tela de araña? ¿Sabes lo que significa? —le preguntó el tipo (un contrabandista, ex convicto y dueño de un local de tatuajes y piercings al que le había acompañado un compañero).

—No, ¿qué significa?

—La araña es un depredador. En ciertos ambientes tener una araña o una tela de araña tatuada en el hombro (en el codo es otra cosa) significa que eres uno que..., uno que ha derramado sangre ajena y que está dispuesto a volver a hacerlo.

Roberto se lo pensó y decidió que la tela de araña estaba bien. El otro se encogió de hombros.

—Tengo que hacerte un tercer tatuaje.

—¿Por qué?

—Los tatuajes tienen que ser siempre impares, si no traen mala suerte. Si quieres te hago un bonito ACAB en los nudillos.

ACAB es el acrónimo de All Cops Are Bastards (Todos los Policías Son unos Bastardos).

No se sabía si quería hacerse el gracioso —sabía que Roberto era carabinieri— o hablaba en serio.

Roberto se rio, aunque se sentía desagradablemente implicado en algo que, ya entonces, escapaba a su control.

—Está bien, tatúame un ACAB. En los nudillos, no, busca un sitio menos visible. Y nada de colores, solo en blanco y negro.

Fue más doloroso de lo que se esperaba. Salieron del laboratorio —esta era la palabra que aparecía en el pequeño cartel de la puerta— unas horas después.

A Roberto le ardían el hombro, el antebrazo y el tobillo, en el que destacaba el acrónimo criminal sobre los policías bastardos. Ahora estaba listo para entrar en su segunda vida, que muy pronto iba a convertirse en la primera.

A los colombianos les gustó mucho: era concreto, profesional, simpático, y hablaba un excelente español con un acento vagamente mexicano.

Jaguar invirtió en la operación todos sus ahorros, soñando con la isla tropical que se iba a comprar con las ganancias de su nueva actividad.

Pero no hubo islas tropicales ni ganancias para Jaguar, para sus hombres y para los emisarios colombianos que habían ido a Italia para hacer el seguimiento de la fase final de la operación y cobrar su parte correspondiente. Después de seis meses de negociaciones, de viajes, de investigaciones, todos fueron arrestados mientras en el puerto de Gioia Tauro era capturado un barco con la bodega repleta de cocaína por un valor de varios millardos de liras.

La primera misión de Roberto como infiltrado. El inicio, como quien dice, de una brillante carrera de agente encubierto. Algunos meses después le propusieron un traslado al ROS, sede central de Roma.

El ROS —Raggruppamento Operativo Speciale— es el departamento de los carabinieri que se encarga del crimen organizado y del terrorismo. La aristocracia de los investigadores, lo máximo a lo que puede aspirar un joven suboficial al que le gusta ser policía. Roberto aceptó, naturalmente; lo trasladaron y poco después lo enviaron a Estados Unidos a que hiciese un curso del FBI para agentes encubiertos.

Cuando regresó vistió de uniforme poquísimas veces, solo cuando lo condecoraban.

* * *

—Me había fijado en el tatuaje del antebrazo pero nunca me habría imaginado el motivo por el que se lo ha hecho.

—Es un poco difícil imaginarse algo así.

—¿Nunca ha pensado en quitárselo?

—Al principio, sí. Pensaba que en cuanto dejase de trabajar como agente encubierto (daba por hecho que iba a ser algo provisional) me los quitaría. Luego fue pasando el tiempo, seguí haciendo ese trabajo y me encariñé con los tatuajes. Hasta con el de ACAB que, en cierto modo, no deja de expresar una verdad.

El doctor no hizo comentarios y miró el reloj.

—¿Ya hemos terminado?

—Nos quedan aún unos minutos.

—Tengo la sensación de que todo se mueve alrededor de mí.

—¿Y antes?

—Antes todo parecía quieto.

—Yo diría que esa es una buena noticia.

A Roberto le hubiera gustado preguntarle por qué era una buena noticia. Pero no lo hizo y su mirada, en cambio, vagó por la habitación hasta posarse en el poster de Armstrong.

Entendió por qué era mejor no preguntar: si necesitas que te expliquen una cosa importante, es probable que no la entiendas nunca.