Veintidós

No recuerdo si le he dicho cuál era mi nombre en clave.

—No, ¿cuál era?

—Mangosta.

—Es un animal, una especie de hurón, que puede matar a las cobras, ¿no?

—Sí, casi todos nosotros teníamos nombres de animales. ¿Sabe por qué una mangosta puede matar a una cobra y a las serpientes en general?

—Creo que es muy rápida y que consigue apresar a la serpiente por la garganta antes de que esta consiga morderla.

—Así es, pero a veces la cobra consigue inocularle el veneno. A la mangosta, sin embargo, no le pasa nada tampoco.

—¿Quiere decir que esos animales tienen una especie de inmunidad contra el veneno de las serpientes?

—Sí. Tienen un mecanismo de defensa (algo relacionado con los receptores químicos) idéntico al de las serpientes. El mismo por el que las serpientes no se envenenan y mueren con las toxinas que ellas mismas producen.

—¿Quién le puso ese nombre en clave?

—Un capitán de los nuestros. Pero no sabía nada de lo que le acabo de contar sobre el veneno y la inmunidad. Yo tampoco lo sabía. Es algo que descubrí años después, leyendo un artículo. Entonces me limité a grabar la información. Luego la recordé, mucho tiempo después, y me pareció que tenía un significado. La mangosta, aunque se le dé caza, es como la serpiente: puede vivir con el veneno en el cuerpo.

El doctor pareció a punto de decir algo. Luego se lo volvió a pensar.

—Durante muchos años he vivido entre criminales y ellos se fiaban de mí, más aún, me admiraban, mientras yo trabajaba para labrar su ruina, incluso cuando nos hacíamos amigos. ¿Y sabe por qué era tan bueno en mi trabajo?

—Dígamelo.

—Porque era igual que ellos. Por ejemplo, me gustaba robar. Un agente infiltrado dispone de unas cantidades de dinero y de unos medios con los que un carabinieri normal ni sueña. Tiene un montón de maneras de embolsarse una buena tajada o de emplear el dinero para fines distintos a los de la misión. Eso era lo que yo hacía, y no experimentaba ningún sentimiento de culpa. Me gustaba mucho.

Roberto vació su vaso y preguntó si podía servirse más.

El doctor abrió un cajón del escritorio, sacó un paquete de galletas con chocolate y lo puso a medio camino entre los dos.

—Creo que ha llegado el momento de que comamos algo.

Comieron galletas con chocolate y bebieron más brandy, sin hablar durante un par de minutos.

—Mi trabajo consistía en ser otra persona. Y no está nada mal ser otro, de vez en cuando: te hace sentirte libre. El problema surge cuando tienes que ser otro la mayor parte de tu tiempo. El problema surge cuando tienes que ser otro para sentir que eres tú mismo. Y cuando no eres otro te sientes fuera de lugar. No sé cómo explicárselo.

—No habría podido explicarlo mejor.

—En cualquier caso, me gustaba la compañía de los criminales. Obviamente, para llevar a cabo mi trabajo tenía que ganarme su confianza, pero yo sé que no me limitaba a eso. Yo buscaba su aprobación, quería gustarles.

—Póngame un ejemplo.

—Cuando me enteraba de que uno de los capos había dicho que yo era un buen tío, o un tipo inteligente, despierto, o alguien simpático que sabía cómo actuar, yo me ponía contento. Mucho más que cuando mis colegas o mis superiores decían algo parecido. Antes de encarcelarlos, yo quería seducirlos.

—¿Hasta cuándo duró esa situación?

Roberto intentó sonreír pero le salió una mueca.

—¿Le molesta si me enciendo un puro? —preguntó el doctor.

—No, en absoluto. ¿Puedo fumarme yo un cigarrillo?

—Pero de esta sesión al margen de las normas, ni una palabra a mis otros pacientes, ¿de acuerdo?

Roberto tuvo la nítida sensación, mejor dicho, la certeza, de que el doctor conocía su relación con Emma. Fue una sensación tranquilizadora, como una señal de que las cosas avanzaban hacia la dirección justa.

El doctor sacó de un cajón del escritorio —el mismo de las galletas— una caja de toscanos. Cogió uno, lo cortó por la mitad, sirvió algo más de brandy en los vasos y encendió el puro. Roberto encendió su cigarrillo.

—Hay un punto que quiero aclarar, antes de que me siga contando.

—¿Sí?

—Si ahora mismo se le volviese a presentar la ocasión, ¿le seguiría gustando robar? Si se le volviese a presentar la ocasión (las mismas condiciones, con garantía de impunidad), ¿le gustaría volver a violar las reglas?

Roberto se enderezó en el asiento, sorprendido. No se esperaba la pregunta y no tenía una respuesta preparada. Tuvo que elaborarla, durante algunos minutos.

—Creo que no. No puedo estar seguro, pero creo que no.

—¿Cuándo se ha dado cuenta (cuándo ha empezado a darse cuenta) de que ya no le gustaba?

Roberto se encendió otro cigarro, con la colilla del primero. Un gesto que no hacía desde hace mucho tiempo.

—No sabría decirlo con seguridad, pero hay algunos episodios, todos de los últimos años, que me regresan a la cabeza todos juntos, uno detrás del otro.

—Entonces quizá sí sabe decirlo con seguridad.

—Puede que sí, ahora que me ha hecho usted pensar en ello—. Y luego, tras una larga pausa, transcurrida ordenando pensamientos y recuerdos—: Sí, es así. Tres episodios, en los que tendría que haberme dado cuenta de que la máquina ya no funcionaba, de que el engranaje se estaba rompiendo y que, probablemente, había llegado el momento de dejarlo.

—Cuéntemelos, entonces. Y, si a usted le da igual, hágalo en orden cronológico, desde el más antiguo hasta el más reciente.

* * *

Estaba en México, en una pequeña población casi lindante con la frontera con Arizona, trabajando con un agente de la policía federal, también él infiltrado.

Había habido una cena de trabajo en la villa de un boss local, habían comido y bebido y definido sus negocios en común. Ahora estaban fumando y bebiendo y contándose historias, más o menos verdaderas, más o menos inventadas.

El dueño de la casa era un tal Miguel, conocido como El Pelo.[ii] Se había hecho un trasplante de pelo, se lo teñía y se teñía también el vello púbico. Se jactaba de ir solo con jovencitas menores de veinte años y decía que eso le hacía conservarse joven.

En un determinado momento, El Pelo le hizo una señal a uno de sus guardaespaldas, el tipo salió y volvió a entrar con tres jovencitas. En realidad, casi tres niñas, sobre todo una. Iban muy maquilladas y vestidas como si fueran putas, pero bajo el maquillaje y la ropa se adivinaba perfectamente que no tenían más de doce años. La más pequeña puede que menos. En el enorme comedor se alzó un rumor de excitación.

El Pelo sonreía, satisfecho. Estaba orgulloso de su hospitalidad: un perfecto anfitrión que sabe lo que significa una verdadera fiesta[iii] y no se limita a ofrecer vino y comida y licores. Con un gesto propio de un rey dijo que, en honor a sus invitados, había comprado tres vírgenes. Material que no había tocado nadie, hasta aquella noche. Su tipo de mercancía preferido. Concluyó su breve discurso diciéndoles a sus huéspedes «que aprovechen».[iv]

El federal mexicano se dio cuenta de que estaba a punto de ocurrir lo irreparable: Roberto estaba en un tris de hacer o decir algo que lo hubiese estropeado todo. Le susurró al oído que no hiciera gilipolleces. No podían hacer nada. Nada de nada, dijo. Solo conseguirían que los descubrieran y los asesinaran. Roberto parecía no oír. Su compañero tuvo que apretarle el brazo hasta clavarle las uñas en la carne.

—Roberto, no hagas gilipolleces —repitió—. Piensa en que dentro de poco arrestaremos a todos estos hijos de puta. Y pagarán también por esto.

La escena que tenían ante ellos era terroríficamente grotesca. Panzas peludas, caras sudadas y desencajadas, risotadas maliciosas y bestiales. Algunos se apiñaban sobre los cuerpos de las niñas; otros asistían, complacidos, a la escena, masturbándose.

Después de un rato, cuando algunos ya habían hecho lo mismo que se disponían a hacer ellos y no corrían, por tanto, el riesgo de levantar sospechas, Roberto y el federal mexicano salieron al patio, encendieron un cigarrillo y fumaron sin decirse una palabra.

* * *

Roberto se pasó la mano por la cara, con violencia, como si quisiese quitarse un material pegajoso firmemente adherido. La cara del doctor permanecía inmóvil, el color terroso, los labios cerrados como formando una cicatriz.

—Asistí a la violación, a la tortura, de tres niñas y no pude hacer nada. ¿Y sabe qué fue lo peor?

—¿El qué?

—Las niñas, cómo decirle, consentían, se dejaban hacer. No era una violación en el sentido de una violencia física. Ellas... colaboraban y lo más aterrador eran sus sonrisas y sus miradas. Yo intentaba no mirar pero siempre terminaba encontrándome con los ojos de la más pequeña. No. Encontrar no es la palabra adecuada. Ella no miraba hacia ningún punto, sus ojos estaban abiertos, pero como los de una muerta.

No fue capaz de continuar. Recordó a todos los asesinados que había visto en su vida. Los que mueren asesinados siempre tienen los ojos abiertos. Abiertos por el terror, o por el estupor, o por ambas cosas a la vez. A los muertos les cierran los ojos porque su visión es insoportable, abiertos sobre la nada, y enloquecidos. Pensó que el recuerdo de aquella noche, en México, era un recuerdo mudo. No conseguía recordar las voces, o los gritos, o las risotadas, o los gruñidos. Solo una insoportable mecánica de cuerpos y un desfile de rostros deformados, como en un infierno silencioso.

La voz del doctor interrumpió la pesadilla.

—Cuénteme el siguiente episodio.

Roberto sacudió la cabeza, con el gesto de quien se ha despertado bruscamente y necesita unos segundos para volver a la realidad.

—Sí. Estaba en Madrid, tratando un negocio muy gordo en el que estaban implicados colombianos, españoles e italianos. Los italianos no eran los típicos traficantes, mañosos tipo Sacra Corona Unita o camorra. Eran, ¿cómo decirle?, chicos normales que habían conseguido entrar en la red. Algo poco habitual. Es posible que usted oyera hablar de la operación, de la detención, quiero decir, porque lo extraño del caso hizo mucho ruido. En cualquier caso, yo estaba en Madrid con uno de estos chicos, teníamos medio día libre y él me preguntó si quería acompañarlo a un museo en el que hay un cuadro enorme, famosísimo, de Picasso. El cuadro se llama Guernica (seguramente usted lo conoce), pero no consigo recordar el nombre del museo.

—Es el Reina Sofía.

—Sí, eso es, el Reina Sofía. Roberto (se llamaba igual que yo) ya había ido más veces a ver el Guernica y siempre que pasaba por Madrid volvía a verlo. Era un chico simpático, con un montón de intereses. Parecía, no sé, un profesor universitario, un compañero de colegio que saca buenas notas. El típico que acaba el examen el primero y luego se lo pasa a los compañeros. Me gustaba hablar con él y también a él, creo, le gustaba hablar conmigo. Decía que yo le parecía distinto de los tipos con los que trabajábamos habitualmente. Se refería a nuestro trabajo como traficantes. Decía que se fiaba de mí.

—¿Por qué era traficante?

—A saber... Procedía de una buena familia, había ido a la universidad, le faltaban solo unas pocas asignaturas para licenciarse. Muchas veces pensé en preguntarle por qué era un camello, pero no lo hice jamás.

—¿Temía levantar sus sospechas?

—Sí, en ese ambiente no se hacen preguntas de ese tipo. Y, de todas formas, creo que sé qué me hubiera contestado, de preguntárselo.

—¿Qué?

—Me habría dicho que no hay nada malo en comerciar con cocaína, nada inmoral. Me habría dicho que no existe una auténtica diferencia entre las drogas, el tabaco y el alcohol. La única es que las primeras están prohibidas y las otras no. Si alguien me dijese ahora algo parecido seguramente le daría la razón.

—¿Fueron al Reina Sofía?

—Sí, fuimos, y él me explicó un montón de cosas sobre el Guernica. No recuerdo casi nada, sin embargo, salvo que el Minotauro es como el símbolo del mal y de la bestialidad.

Roberto se interrumpió. Cerró los labios, recorrido por un escalofrío, como si le acabara de asaltar una fiebre repentina.

—Unos meses después le hice arrestar, a él y a otros más. Le cayeron catorce años, creo que aún sigue en el talego. Todo gracias a mí, a su amigo. Al tipo del que se fiaba.

* * *

El tercer episodio había sucedido en Panamá.

Roberto era huésped en la hacienda de un personaje relacionado con el cártel colombiano de Cali. El tipo era muy importante y la hacienda era una auténtica locura: había campos de tenis, una piscina olímpica cubierta y otra, enorme, descubierta y con olas artificiales, un campo de fútbol de dimensiones reglamentarias, con césped que regaba a diario, hasta con gradas. Había hasta un volcán artificial que entraba en erupción con un mando.

En el campo de fútbol jugaban equipos profesionales, invitados y pagados por el dueño de la casa. Los partidos se organizaban para entretener a los huéspedes. Todo, allí, estaba para asombrar a los visitantes: oficiales de policía, alcaldes, profesionales y, naturalmente, criminales y mañosos de medio mundo.

Mientras Roberto estaba allí llegó un cargamento de armas nuevas. Escopetas repetidoras, fusiles de asalto y pistolas de todo tipo. Había que probarlas y alguien dijo que lo más divertido sería hacerlo sobre dianas vivas. En las afueras del pueblo, a unos kilómetros de la hacienda, había grupos de perros medio domesticados y ese mismo alguien añadió que los perros eran la diana perfecta para probar las armas. Así pues, salieron en un par de jeeps cargados de personas y de armas y fueron en busca de los perros. Al final los encontraron, bajaron de los coches, se cargaron y distribuyeron las armas. Le dieron una pistola tambien a Roberto y, casi instintivamente, él puso un proyectil en el cañón.

Había alguien que se reía, alguien que hacía chistes, alguien que dijo que no gritaran demasiado porque los perros podían huir. Pero los animales no pensaban en huir. Estaban acostumbrados a la presencia de los seres humanos y permanecían allí, a unos pocos metros, tranquilos y confiados. Algunos estaban tumbados y dormitaban, otros rebuscaban entre la basura, los cachorros jugaban.

Luego el dueño de la casa levantó el fusil —como es lógico, le correspondía a él el honor de ser el primero—, apuntó con calma y, por fin, disparó. El primer animal en resultar herido fue un perrazo con el pelaje color leonado, de aspecto pacífico, que parecía una especie de labrador. El disparo le hirió en la parte superior del cuerpo, las patas le cedieron, y se derrumbó en el suelo. Inmediatamente después, explotó un infierno de fuego y de explosiones y de ladridos y de gritos y de alaridos y de risas y de olor a pólvora y humo. Algunos perros cayeron enseguida, heridos por la primera descarga. A otros los rastrearon y puede que solo un par consiguiera escapar. Luego cesaron los disparos y Roberto se encontró, ensordecido, en medio del humo, con la pistola en la mano. Solo entonces se dio cuenta de que él también había disparado, igual que todos los demás.

Mientras recargaban las armas se dispersaron en orden hacia el punto en el que habían caído más animales.

Un tipo apodado El Chico[v] porque tenía cara de niño liquidó, con una ráfaga de M16, a los cachorros agonizantes. Otros apuntaron el arma hacia los supervivientes que estaban huyendo. Otros se ensañaron con los animales ya muertos.

El perro al que habían herido primero, el que se parecía a un labrador, aún estaba vivo. Debía de tener la cadera rota, lanzaba unos aullidos lacerantes e intentaba desesperadamente ponerse de pie, dando movimientos frenéticos con las patas de atrás.

Roberto se le acercó cambiando el cargador de su pistola, la cargó y le disparó a la cabeza. Sangre y fragmentos de cerebro le salpicaron los pantalones mientras el cuerpo del animal se estremecía con una última sacudida.

* * *

—Me avergüenzo como si fuera ayer. No podía evitar aquella matanza, no más de lo que pude impedir la violación de las tres niñas. Pero nadie me obligó. Podía haber disparado al aire, al suelo, no disparar, directamente. Yo elegí participar.

—Disparó al labrador para acabar con su sufrimiento.

—Soy un cobarde y un canalla. Una mierda de hombre. Me resultaba fácil trabajar con delincuentes porque soy igual que ellos. Mi sitio está entre ellos, yo...

—¡Ya basta!

La voz del psiquiatra le llegó como una bofetada, rápida y precisa.

Roberto dio un respingo, justo igual que si hubiese sufrido una sacudida. Apoyó la barbilla sobre el pecho. Transcurridos unos pocos segundos, volvió a alzar la cabeza y empezó a inspeccionar de forma absurda el techo de la habitación. Observó los estantes más altos de la librería, luego un delgado friso de estuco que corría paralelo al perímetro del techo, unos treinta centímetros por debajo, luego una pequeña grieta en la capa de pintura que observó, concentrado, durante muchos segundos, como si justo allí se escondiese la solución de todo.

Al fin, volvió a dirigir la mirada hacia el doctor. Tenía los ojos húmedos y enrojecidos. Se sorbió la nariz, intentando hacerlo lo más educadamente posible. El doctor le tendió un paquete de clínex.

—Sin embargo, no eran estas las cosas de las que no quería hablarme esta tarde, ¿verdad?

—No, no eran estas —dijo Roberto secándose las lágrimas.