Tres
El jueves, Roberto llegó con media hora de antelación. Se dio cuenta cuando estuvo delante del portal y, en vez de esperar allí —o, peor aún, en la sala de espera del doctor—, decidió darse una vuelta. Mientras paseaba lentamente alrededor del mercado cubierto de la plaza Alessandria, a dos pasos de la consulta, se fijó en una vieja fuentecilla de la que fluía un hilo de agua, breve pero regular.
No era un gran descubrimiento en sí mismo, pero en esos momentos le pareció una revelación. Haber reparado en la existencia de aquella fuente, después de meses pasando delante de ella, le produjo incluso una absurda alegría. Se mojó las manos, se inclinó para beber un sorbo de agua y luego retomó el camino. La zona estaba llena de tiendas, talleres, oficinas, bares y restaurantes. Se detuvo frente a una pequeña tienda de animales y se quedó mirando unos papagayos, un acuario, unos gatitos siameses.
Mientras volvía a la consulta se prometió a sí mismo que continuaría explorando el barrio en las semanas siguientes. Aguardó unos diez minutos en la sala de espera. Luego el doctor se despidió de alguien, la puerta que daba a la salida de la consulta se abrió y se volvió a cerrar. La puerta de salida era distinta de la de entrada. En la medida de lo posible, en las consultas de los psiquiatras las cosas funcionan así: se entra por un lado y se sale por otro, así los pacientes no coinciden. Estar en la sala de espera de un psiquiatra no es lo mismo que estar en la consulta de, pongamos, un traumatólogo. A nadie le importa admitir que le funciona mal un tobillo o una rodilla. A nadie le importa encontrarse con un conocido en la sala de espera del dentista o del otorrino. Es más, se intercambian cuatro frases y el tiempo pasa más rápido.
Pero a todos les cuesta admitir que les funciona mal la cabeza. Si la cabeza te funciona mal puede ser que estés loco. Y no te apetece lo más mínimo encontrarte con un conocido cuando estás en la sala de espera del psiquiatra, o cuando sales de la consulta, mejor dicho, de la terapia.
¡Hola!, ¿qué tal? Yo soy un maníaco depresivo con pulsiones suicidas, ¿y usted? Perdone, caballero, ¿por qué me mira de esa forma? ¡Ah, claro!, soy su asesor financiero y no le hace mucha gracia saber que su dinero está en manos de un maníaco depresivo con pulsiones suicidas, etcétera.
El doctor abrió la puerta que daba a la sala de espera, entró y se detuvo, asombrado, al ver a Roberto.
—¿Ya está usted aquí?
—Sí, he llegado con unos minutos de antelación.
—Es la primera vez que ocurre desde que empezó la terapia.
El tono era neutro y no se podía deducir si el doctor había hecho una pregunta o se había limitado a hacer una constatación.
—Veo que hoy está de mejor humor. Me alegro.
¿Y él cómo lo sabe? Yo estaba aquí sentado, no he cruzado con él más que un par de palabras mientras me levantaba, y ni siquiera he sonreído.
—Póngase cómodo. Estoy con usted en un par de minutos.
El par de minutos pasó lentamente. En la consulta del doctor, en la pared a la que Roberto le daba la espalda durante la terapia, había un poster enmarcado: la foto en blanco y negro de Louis Armstrong riéndose, con la trompeta en la mano, el brazo extendido a lo largo del cuerpo. If you have to ask what jazz is, you'll never know, estaba escrito debajo y Roberto se preguntó si el poster sería nuevo o estaba allí desde que él había empezado a ir a la consulta.
—¿Ha llegado con antelación por algún motivo?
—No, no creo. Es decir, puede que sí haya un motivo, pero ahora mismo no sabría decirle cuál. Supongo que hay una razón para todo.
—No tiene por qué. Hay cosas que son, simplemente, fruto de la casualidad.
Lo dijo sonriendo. A Roberto le pareció que era una sonrisa cómplice, como si hubiera algo más, algo que no hacía falta añadir porque los dos lo sabían ya.
—¿Qué tal se encuentra hoy?
—Bien —y el sonido de aquella palabra, mientras la pronunciaba, le pareció inusual. Como si tuviese un nuevo significado—. Bueno, yo diría que mejor. Hace varias noches que duermo seis horas, quizá más; en los dos últimos días he fumado cinco cigarrillos en total. Sigo dando paseos y..., ah, no se lo había dicho: he vuelto a hacer ejercicio.
—Me parece una estupenda noticia. ¿Qué tipo de ejercicio?
—Nada de especial. Unas pocas flexiones, algo de pesas.
Luego, sin saber por qué, le preguntó al doctor si él practicaba algún deporte.
—Kárate, desde la época de la universidad. Empecé a hacerlo porque un tipo me rompió la nariz en una discusión estúpida, por un golpe con el coche. Quería aprender a pegar.
Roberto se quedó sorprendido ante aquella inesperada confidencia.
—¿Y ha aprendido?
—¿Apegar?
—Sí.
—No lo sé. No he vuelto a tener que hacerlo con nadie. Usted sí sabrá, supongo.
Se encogió de hombros. De adolescente, alguna vez las había dado y otras se las había llevado él. Cuando era carabinieri alguna vez había vivido un arresto agitado; alguna que otra vez, en el cuartel, había hecho falta calmar a un detenido excesivamente inquieto. Y alguna vez había sido necesario convencer a alguien para que dijese lo que sabía sin perder demasiado tiempo. Recordó, nitidísima, la cara de un chaval al que se le había encontrado cocaína encima. Aseguraba que no sabía el nombre del tipo que se la había pasado, en vista de lo cual se llevó algún que otro guantazo. Puede que alguno de más. En un determinado momento, empezó a gimotear. No he hecho nada malo, repetía. Al recordar la cara de aquel chaval mientras lloraba experimentó una sensación de vergüenza, inesperada y violenta, como si hubiera cometido una canallada insoportable.
—Antes de proseguir me gustaría decirle algo.
—¿Sí? —dijo Roberto.
—Usted está mejor, los dos lo sabemos. Dentro de poco podremos empezar a reducir las dosis de la medicación. Sin embargo, no tome iniciativas personales, no sería una buena idea.
—Ya lo había pensado. Reducir las dosis, quiero decir. ¿No se podría...?
—Dentro de poco. No tiene que preocuparse por volverse dependiente de los fármacos. No corre ese riesgo.
—¿Por qué?
—Porque tiene miedo de volverse dependiente y ese es el mejor antídoto preventivo.
Le explicó que los que corren de verdad el riesgo de terminar siendo dependientes de algo —de lo que sea— son los que creen que controlan la situación. Los que creen que, en cuanto quieran, podrán dejar de beber, de fumar, de drogarse, de jugar.
Roberto pensó en la cocaína. Su consistencia fina, el color —blanco o rosa—, el olor un poco como a medicina. La recordaba como si tuviese un montoncito justo allí delante, sobre el escritorio del doctor. Un recuerdo que era como una bofetada.
Intentó alejarlo de sí, y luego asintió con la cabeza. Respetaría las dosis de la medicación.
—¿Tiene ganas de contarme ahora qué ocurrió cuando entró a formar parte de...? ¿Cómo se llama?
—Núcleo operativo.
—¿Qué funciones tiene el núcleo operativo?
—Las mismas que la squadra mobile. Se ocupa de la policía judicial, de la investigación. En una ciudad como Milán está dividido en secciones. Antirrobo, homicidios, crimen organizado, anticorrupción. Y narcóticos.
—¿A cuál le asignaron?
—Estuve un par de años, más o menos, en antirrobo, y luego me pasaron a narcóticos.
—¿Por qué?
—Tenían más trabajo y necesitaban personal.
—¿Se investigaban más los casos de drogas?
—Siempre se investigan más los casos de drogas. La investigación en el tema de drogas es potencialmente infinita. Pensar que se pueda acabar con el problema mediante los carabinieri, los jueces y los procesos es una idiotez de tamaño descomunal. Es como creer que se puede detener una ola colocando un palito en la arena. Nunca lo diría públicamente (ninguno de nosotros lo diría jamás), pero la única forma de acabar con todo el sistema y poner literalmente de rodillas a las mafias sería legalizar las drogas.
—¿Entonces no pensaba así?
—¿Cuando empecé a trabajar, quiere decir? Claro que no. Nunca pensé que íbamos a arrestar a todos los narcos y dejar limpia la sociedad. Pero estaba convencido de que formaba parte del engranaje que iba a resolver el problema.
—¿Y en cambio?
—Arrestábamos a diez personas y nos incautábamos, por ejemplo, de dos kilos de coca. Eso, después de pasarnos semanas o meses investigando. Nos parecía que le habíamos dado un fuerte golpe al narcotráfico, pero desde el punto de vista del mercado era como si no hubiese pasado nada. No había pasado nada.
La droga seguía circulando, los narcos (no los diez que habíamos arrestado, claro, pero sí otros) seguían traficando, los clientes seguían esnifando, chutándose, fumando...
Miró al doctor buscando en su cara el efecto de lo que acababa de decir. No lo encontró —él mantenía su expresión imperturbable— pero, por primera vez, se dio cuenta de que el doctor tenía los ojos totalmente asimétricos, distintos, uno mucho más grande que el otro.
—¿En qué consistía exactamente su trabajo?
—Al principio me pusieron en la sección de intervenciones telefónicas para oír conversaciones sobre camisetas blancas y negras, pantalones y chaquetas, bollos de crema y bollos de chocolate.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Son algunas de las expresiones convencionales que usan los camellos para designar la droga cuando hablan entre ellos y temen que las llamadas estén interceptadas. Mejor dicho, las expresiones que usaban. Ahora se han dado cuenta de que no era una buena idea. Recuerdo una vez en la que dos tipos no paraban de hablar de chaquetas, pantalones y camisetas. El magistrado nos hizo una providencia en la que nos pedía que verificásemos que los sujetos no comerciaban realmente con ropa y que lo que tenían en un almacén, o en sus domicilios, no eran cajas de chaquetas, camisetas y pantalones. Quería excluir, anticipadamente, que los tipos no pudieran argumentar en su defensa que estaban hablando de verdad de ropa.
—Y, obviamente, no existía ningún almacén de ropa.
—Obviamente. En cualquier caso, le decía que durante los primeros meses solo me ocupé de escuchas y registros. Luego empecé a trabajar en la calle, en las discotecas, en los locales nocturnos.
—¿Qué quiere decir?
—Ahora se lo explico, pero antes tengo que hacer una premisa. Cuando hacíamos una detención y llevábamos a alguien al cuartel, para redactar el informe antes de efectuar el traslado a la cárcel, siempre había algún colega que quería tomarse la justicia por su mano y molía a golpes a los detenidos.
—¿Golpes, así, sin motivo alguno?
—En realidad, sí. Aunque ellos le hubieran dicho que como los jueces iban a ponerlos en la calle nada más detenerlos, molerlos a palos era lo mínimo que podían hacer, por una cuestión de justicia, para que no se hicieran la idea de que todo era una broma y de que uno no se arriesga a nada siendo un delincuente.
—¿Lo de los jueces es verdad?
—Para nada. A mí no me ha ocurrido jamás que un arresto bien hecho, es decir, sin forzar la mano, acabase con la puesta en libertad del delincuente. La verdad es que las hostias las dan, sobre todo, los que no son buenos investigadores.
—Pero también usted...
—Sí, por supuesto, yo también las he dado, en algunos casos es inevitable. Lo que nunca me ha gustado es lo de dar hostias porque sí. De todas formas, cuando los compañeros se pasaban con los detenidos yo intervenía para que parasen, cuando podía hacerlo. Los detenidos saben con quién se las están viendo. Sabían que yo hacía parar a los compañeros solo para que parasen, no por lo del poli bueno y el poli malo. Por eso muchos empezaron a fiarse de mí. Volvía a verlos cuando salían, hablaba con ellos, me hice amigo de alguno y, en resumen, empecé a crearme una red de confidentes. Con algunos de ellos me reunía en discotecas y locales nocturnos en los que podíamos hablar tranquilamente. Y en esos sitios conocía a otras personas. Decían que yo era un tipo simpático y que hacía amigos con facilidad. La diferencia es que no hacía amistades normales. Me hice amigo de camellos, de toxicómanos, de hampones y demás caballeros de ese tipo. No llevaba en narcóticos ni un año y ya tenía más informantes que algunos mariscales que estaban allí desde hacía más de diez años.
Roberto se dio cuenta de que muchas cosas las estaba recordando en el momento mismo en que las contaba. Es más: las recordaba solo por el hecho de haber empezado a recordarlas. El tiempo pasó rápidamente y, por primera vez, el doctor se dio cuenta con retraso de que ya habían pasado los cincuenta minutos de la sesión.
—Está bien, por hoy ya hemos terminado. Ha sido muy interesante. Siga tomando la medicación y nos vemos el lunes. Estoy muy satisfecho, está usted progresando mucho.
Roberto se levantó y, ya en la puerta, delante del descansillo, se estrecharon la mano, como de costumbre. Roberto estaba ya en las escaleras cuando escuchó la voz del doctor que le llamaba.
—Ah, Roberto...
—¿Sí? —dijo él, volviéndose hacia arriba, apoyado en la barandilla.
—Está usted mejor con el pelo y la barba cortos. Ha hecho bien cortándoselos. Que pase una buena tarde.
La puerta se cerró antes de que Roberto encontrase una respuesta.