Cuatro
La puerta se abrió y se la encontró de frente.
—¿Ha llevado el coche al taller? —dijo, esforzándose por sonreír. Se sentía desentrenado.
—Ah, es usted. Sí, claro, lo llevé inmediatamente y tuve que cambiar la batería. No estoy segura de si le di las gracias el otro día, por su amabilidad. Soy muy distraída. ¿Se las di?
—Sí, me dio las gracias, claro.
—Ah, bueno, es un progreso. Estoy especializada en quedar mal.
—Creo que yo también quedé muy mal con usted el otro día.
—¿Por qué?
—Me salió espontáneo decirle que la recordaba de aquel anuncio, el anuncio de..., bueno, aquel. Puede que a usted no le guste que la reconozcan justo por ese motivo y...
—No, no, me gustaba mucho hacer anuncios.
Hablaba muy deprisa, pero sin comerse las palabras. Como si un fondo de ansiedad le impidiese hablar con un ritmo más pausado, pero una larga costumbre no le consintiese dañar las palabras.
—¿Por qué ha dicho me gustaba! ¿Ya no hace anuncios?
Ella se encogió de hombros, como si el tema no tuviera importancia alguna.
—Tengo que irme pitando —dijo después de mirar el reloj. Roberto reprimió el impulso de decirle que la acompañaba hasta el coche.
—Entonces puede que nos volvamos a ver aquí.
Ella lo miró, indecisa sobre cómo clasificar esa salida.
—Puede —dijo al fin, insinuando una sonrisa y encogiéndose de hombros.
Luego se alejó en dirección al coche y Roberto subió las escaleras. Hasta que estuvo delante de la puerta no se dio cuenta de que había subido los escalones de dos en dos.
No hacía eso desde hacía siglos.