Once
El doctor le había aconsejado que fuera a una librería grande. Pensó que en la plaza Argentina había una muy grande a la que, desde la consulta, podía llegar en una media hora, yendo a pie.
Caminó con paso rápido, como de costumbre, y tardó en llegar menos de lo que había pensado. En la entrada, dos africanos intentaron venderle libros de cuentos de hadas y él tuvo que hacer algún esfuerzo para rechazar su oferta, evitarlos y entrar.
Una vez en el interior, se dio cuenta de que no sabía cómo comportarse. Siempre que había entrado en una librería lo había hecho por un motivo preciso. Un libro específico, que tenía que comprar con una finalidad específica. Buscar al dependiente, pedirle el libro, llevarlo a la caja, pagarlo, y fuera. Sin ver siquiera todos los otros libros que estaban, a millares, en las estanterías, sobre las mesas, incluso en el suelo.
Miró alrededor con cautela, como si los demás pudieran reparar en su presencia, darse cuenta de que él era un extraño allí dentro, darse una voz, cuchichear entre ellos y escrutarlo con miradas de sospecha.
Precisó algunos minutos para convencerse de que nadie se estaba fijando en él. En términos generales, todos los que estaban allí parecían ignorarse los unos a los otros. Caminaban entre los libros y por los pisos, hojeaban, elegían, iban a la caja o se apoyaban sobre un anaquel, se sentaban en un sofá y se quedaban leyendo un buen rato, como si estuvieran en una biblioteca. La visión de los lectores gorrones le relajó definitivamente. Si nadie se fijaba en ellos —y nadie se fijaba realmente en ellos, ni siquiera los dependientes—, tampoco iban a fijarse en él.
Empezó a enfocar el microcosmos que tenía alrededor. Hasta ese momento solo había percibido formas, más o menos coloridas y densas, e individuos que se movían entre aquellas formas.
Había un grupo de hombres con trajes grises y la corbata aflojada; un chico que hacía fotos de la portada y de algunas páginas del libro con su móvil; una mujer mayor que examinaba con aire de entendida la sección de novelas policiacas; dos chicas que cuchicheaban entre ellas y a las que parecían importarles un bledo los libros y todo lo que no fuese su conversación; un hombre con barba de oficial de los alpinos que miraba libros de historia y que, de tanto en tanto, se sorbía la nariz y se aclaraba ruidosamente la garganta.
Después de deambular un rato entre toda aquella gente, como si estuviera en un acuario, Roberto le pidió a una dependienta que le indicara dónde estaba la sección de los libros de teatro. Pensó que allí podría encontrar algo que le sirviese de inspiración para conversar con Emma. Los títulos que pasaban por sus manos, sin embargo, no le parecían los más adecuados. Mientras, veía comedias y tragedias. Roberto probó con Beckett, leyó una página y se retrajo, más bien preocupado. Luego había libros sobre teatro con títulos como Por un teatro chamánico o El espacio vacío. Hojeó también uno de ellos y, de nuevo, desistió en el acto.
Junto a los libros de teatro había una sección de textos sobre escritura y a Roberto le llamó la atención uno de ellos, titulado Cómo escribir la historia de tu propia vida.
Mientras lo hojeaba, se dio cuenta de que un tipo le estaba mirando a hurtadillas. Era un hombre gordo, con un impermeable oscuro, de una talla enorme, que le quedaba ancho. Tenía un libro en las manos y una pequeña mochila a la espalda —que parecía minúscula sobre aquella mole— y, como es frecuente en los gordos, parecía de edad indefinida. Tras unos segundos, dejó el libro en un anaquel y se acercó a Roberto.
—¿Puedo hacerle una pregunta? Si le parece indiscreta, me dice que no es asunto mío, yo me disculpo, y fin de la historia.
—Dígame.
—Usted no es cliente habitual de las librerías, ¿verdad?
Roberto sintió como una sacudida, molesto, y durante unos segundos pensó en decirle al tipo que, en efecto, eso no era asunto suyo.
—¿Se nota?
—Bueno, sí.
Luego le tendió la mano y se presentó. Dijo que era periodista. Tenía que escribir una serie de artículos sobre los clientes de las librerías. Los habituales y los eventuales. Roberto le había parecido un tipo interesante desde el primer momento.
—¿Puedo preguntarle por qué ha entrado en esta librería?
Roberto pensó que explicárselo todo iba a ser un poco complicado.
—He conocido a una mujer a la que le gusta mucho el teatro. Me gustaría regalarle un libro, pero no sé cuál llevarme.
Era una mentira, pero mientras le daba esa respuesta Roberto tuvo la impresión de que había descubierto el verdadero motivo por el que había terminado allí.
—Compre El mundo es un teatro —dijo el otro, cogiendo de la estantería un libro con la portada naranja y tendiéndoselo a Roberto—. Es un buen libro sobre Shakespeare y su época, entretenido y serio al mismo tiempo. Quedará muy bien con su amiga, aunque ella ya lo haya leído. Es más, si ya lo ha leído, quedará todavía mejor.
Justo en esos momentos se acercó una señora con un aspecto algo desaliñado. Llevaba en la mano un libro con la cubierta azul oscuro y le preguntó al tipo gordo que si se lo podía firmar. El hombre sonrió, dijo que sí, sacó una pluma barata que parecía diminuta en su mano y escribió algo en la primera página. La señora le dio las gracias, se disculpó por la intromisión y se fue, reuniéndose con una amiga que la esperaba algunos metros más allá.
—A veces, también escribo libros —dijo el hombre, en un tono ligeramente avergonzado, casi disculpándose. Permanecieron allí, sin decir nada más. Al final, el periodista—escritor rompió el silencio, se despidió —encantado de conocerle— y se dirigió, todo lo rápidamente que le permitían sus kilos, hacia otra zona de la librería.
Roberto miró la portada del libro que tenía en la mano y se dirigió a la caja.
Se sentía alegremente desubicado. Ligero.