Seis

A veces, recordar y pensar no son actividades beneficiosas.

El doctor se lo decía con frecuencia. No hay que dejarse atrapar por los pensamientos o los recuerdos. Cuando llegan hay que observarlos distanciadamente y dejar que se vayan.

Los pensamientos se quedan con nosotros solo si los retenemos, decía. Para explicarse le había descrito una trampa que se usa en India para capturar a un tipo de monos. La trampa tiene un funcionamiento sencillo y letal. Es una especie de nasa con una estrecha apertura y comida en el interior. El diámetro de la apertura es lo suficientemente grande como para que el mono introduzca la mano, pero no puede sacarla con el puño cerrado. Cuando el mono agarra la comida e intenta sacar la mano, no consigue hacerlo. Si se olvidase de la comida y la tirase, sería capaz de liberarse; pero como no lo hace, se queda atrapado.

Una bonita historia, pensaba Roberto. Sugerente y perfecta.

En teoría.

En la práctica, ¿cómo se consigue olvidar los pensamientos, dejar que se vayan, cuando están asentados en tu cabeza como clavos que, cuanta más fuerza empleas en intentar sacarlos, más te desgarran el alma?

Luego, sin embargo, con el paso del tiempo, según progresaba la terapia y, también, gracias a los fármacos, la sugerencia había empezado a parecerle menos impracticable. Por ejemplo, cuando caminaba y se concentraba en un paso tras otro, le parecía que aquellos grumos adhesivos de sufrimiento se volvían menos tenaces y que, durante algunos momentos, hasta se disolvían y la cabeza se volvía deliciosamente libre. Sucedía lo que le había dicho el doctor y los pensamientos, aquellas entidades concretas formadas de recuerdos, recriminaciones y sueños fragmentados, se deslizaban fuera, aunque fuera solo por poco tiempo. Suficiente para comprender que era posible.

Volvió a casa y recordó que dentro de dos meses tenía que someterse al examen de control. Era la primera vez que pensaba en un posible regreso al servicio.

Era la primera vez desde que uno de sus compañeros se lo había encontrado en la oficina, por la noche, con la pistola en la boca y preguntándose si de verdad no se sentiría dolor alguno disparándose tan cerca de la cabeza. Preguntándose si se lo encontrarían cagado encima, como los muertos asesinados que él había visto, o si el miedo instintivo y fulmíneo a la muerte sería menos rápido que la bala Parabellum de nueve milímetros que le iba a atravesar el cerebro y destrozarle el cráneo.

Estaba muy tranquilo y muy lúcido mientras, notando el sabor del acero bruñido sobre la lengua, se preguntaba cómo sería el escenario de su suicidio.

Recordaba perfectamente la cara de aquel joven suboficial, la expresión aterrorizada propia de alguien a quien le gustaría salir corriendo en busca de ayuda pero que se da cuenta de que esa puede ser la acción equivocada. Definitivamente equivocada.

—Apártala... Vamos, sácala, por favor.

Fue precisamente eso lo que dijo, por favor, y Roberto pensó que era interesante. Por favor, no te pegues un tiro en la cabeza. Entre otras cosas, ensuciarías toda la oficina, se liaría un follón de cuidado, magistrados, periodistas, investigaciones.

Por favor, quítate esa cosa de la boca. Por favor, me he hecho carabinieri porque quería que las cosas estuviesen claras, con los malos de un lado y los buenos —nosotros— del otro. Las cosas claras, nítidas y previsibles.

El esquema no incluía encontrarse a un compañero en la oficina, a las dos de la mañana, dispuesto a levantarse la tapa de los sesos de un disparo.

Roberto lo miró con sincera curiosidad, notando una sensación irreal de calma y control. El otro tenía el rostro terso como un adolescente, no aparentaba más de veinticinco años y parecía estar a punto de echarse a llorar.

—Por favor, sácala y déjala sobre la mesa. —Le temblaba la voz.

Roberto se preguntó qué hacer. ¿Apretar el gatillo o dejar la pistola? Durante algunos minutos experimentó una sensación de omnipotencia total, de que sus posibilidades eran infinitas. Era el dueño de la vida y de la muerte. Podía elegir.

Elegir.

Sacó el cañón de su boca y apuntó la pistola hacia su cabeza. La bala estaba en la recámara y la pistola estaba montada. Hubiese bastado con apretar ligeramente para que se produjese lo irreversible.

—¿Puedo acercarme? —preguntó el joven.

—Claro —contestó Roberto, algo asombrado. ¿Por qué no iba a poder acercarse? Una vez más, pensó con palabras y frases perfectamente hiladas, coherentes.

—¿Puedo cogerla? —dijo el joven cuando estuvo cerca de él.

—Espera —contestó Roberto.

Cogió de nuevo el arma. Apoyó con mucha delicadeza el percutor, desamartillándola. Sacó el cargador. Tiró hacia atrás de la corredera e hizo saltar fuera el cartucho que estaba en el cañón, listo para atravesarle el cerebro.

—Ya puedes cogerla —dijo por fin—. Hay que tener cuidado con estas cosas. Se disparan a la mínima y puede producirse una desgracia.

El tono de su voz era neutro. Sin el más leve matiz de ironía o sarcasmo. No parecía —no era— la voz de alguien que no hacía ni un minuto había estado entre la vida y la muerte.

El joven carabinieri cogió la pistola, el cargador y la bala arrojada al desmontar. Luego, por fin, salió en busca de ayuda. Roberto se quedó allí, sentado, esperando.

* * *

Así pues, tenía que tener la mente ocupada. Así era más fácil evitar que fuera presa de sus pensamientos.

Cocinar es una buena solución, casi siempre. Roberto se preparó una tortilla, prestando la máxima atención a los elementales pasos de la receta.

Dejó la tortilla para que se enfriase, abrió una botella de vino.

Un poco de vino, tomado moderadamente, era compatible con la medicación. Todos los prospectos repetían que el efecto de los fármacos podía intensificarse si se consumían bebidas alcohólicas, pero el doctor decía que un vaso de vino al día estaba permitido. Los copazos, en cambio, tenía que olvidarlos hasta que terminase la terapia.

Después de cenar puso la televisión. Otra regla era no cambiar continuamente de canal. Tenía que saberse concentrar, ver una única película o un único programa desde el principio hasta el final. Si no había nada que mereciese la pena era mejor apagar el televisor y hacer otra cosa. En realidad, esta posibilidad era cada vez más improbable con la televisión por satélite. Si no había ninguna película ni ningún programa interesante, siempre estaban los deportes, sobre todo el baloncesto, la NBA. Aquella noche Los Ángeles Lakers jugaban contra los Minnesota Timberwolves. Un adolescente que ha crecido en el sur de California, salvo que deteste el baloncesto, es inevitablemente hincha, al menos un poco, de los Lakers. El baloncesto es ideal para pasar el rato, para colmar el espacio vacío entre la cena y la hora en la que el cuerpo empieza a aceptar la idea de que hay que irse a dormir.

Así pasaron más de dos horas. Las voces familiares y sobrexcitadas de los locutores, los cambios de juego fulminantes, las camisetas amarillo— violeta y los músculos negros, los mates, Jack Nicholson en primera fila como siempre, los anuncios de Taco Bell, de Subway, de Chrysler. La Kiss Cam regalando unos segundos de fama mundial a las parejas que se besaban.

Los Lakers ganaron con veinte puntos de ventaja. No es que los Timberwolves fueran sus adversarios más temibles en la NBA, pero el resultado le puso igualmente de muy buen humor.

Hora de irse a la cama. Lavarse los dientes, enjuagarse con el antiséptico bucal, lavarse la cara evitando mirarse al espejo que le devolvía kilos y arrugas.

Quizá cinco minutos en el ordenador, para echarle un vistazo a los periódicos.

Le llamó la atención la noticia de una operación internacional antimafia. Miembros de la 'ndrangheta habían sido arrestados en Australia y el asunto —que la mafia calabresa se hubiese sólidamente instalado en la otra parte del mundo— se relataba como si fuese un reciente e inquietante descubrimiento.

Que la 'ndrangheta había llegado a Australia—como a tantos otros sitios, en todo el mundo— ¿no era una verdad archiconocida?

Para alguien de su profesión, sí, probablemente, pero era evidente que no para los periodistas y el resto de la gente. Y, en cualquier caso, era su ex profesión, se corrigió.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba hablando solo, haciéndose preguntas y contestándolas en voz alta. Se preguntó cuándo habría empezado a hacerlo pero no encontró una respuesta —«no sabría qué decirte, amigo»—, así que llegó a la conclusión de que tampoco parecía un asunto muy grave, aunque se lo comentaría al doctor el próximo día.

Cuando terminó de mirar las noticias no apagó el ordenador. Volvió a la página inicial y tecleó el nombre de aquellos preservativos y las palabras «anuncio de publicidad» y «farmacéutica». El vídeo apareció en el acto. Ella era visiblemente más joven, tenía un rostro hermoso y cómico y el anuncio todavía hacía reír.

No le resultó difícil encontrar nuevos sitios y otros vídeos. Roberto descubrió que se llamaba Emma —se repitió el nombre un par de veces y decidió que le sentaba bien— y había hecho cine, televisión, muchísimos anuncios.

Estaba preguntándose por qué ninguna de las grabaciones sería reciente cuando se topó con el anuncio de un agua mineral. Nunca lo había visto hasta entonces. Ella se estaba dando un baño en una piscina de agua con gas, llena de burbujas. Llevaba un traje de baño y estaba embarazada, con una hermosa barriga tensando su cuerpo juvenil.

Una de las cosas que Roberto no era capaz de hacer era mirar el vientre desnudo de una mujer embarazada. Es más, no era capaz de mirar siquiera a una mujer encinta, desnuda o vestida.

En vista de eso, apagó el ordenador, se tomó las gotas y se fue a la cama.