Dieciséis
Fue presa de una excitación febril. Pensó en llamar a la consulta, decir que le había surgido un contratiempo y que esa tarde no podía ir. Archivó la idea en el acto. Salió de casa e hizo el trayecto casi a la carrera, para no dejarse dominar por el hormigueo mental que se había adueñado de él tras la llamada de Emma.
Hacia el final de la sesión —que discurrió con la ligereza de una conversación cordial entre dos extraños que coinciden en un vagón de tren— el doctor le preguntó si iba todo bien. Roberto dijo que sí, que todo iba bien, que le perdonara si estaba un poco distraído, desde hacía unos días le sorprendían sus reacciones, no sabía qué esperarse de sí mismo y ahora tenía que irse corriendo porque esa tarde tenía un compromiso así que nos vemos el lunes mil perdones otra vez.
Se fue sintiendo sobre él la mirada penetrante del doctor y diciéndose que ya pensaría el jueves en qué le decía para explicarle su conducta.
* * *
Después de ducharse se miró en el espejo y se dio cuenta de que tenía barriga. Como es lógico, lo sabía desde hacía mucho tiempo. Años y años de comida basura y de alcohol en abundancia, viviendo en cualquier parte del mundo, pasan factura.
Sin embargo, aunque ya lo sabía, fue entonces cuando se dio realmente cuenta. Es decir: la vio. Se puso de perfil, luego de frente de nuevo; luego pensó que debería observarse también por detrás pero no tenía un segundo espejo y le resultaba imposible hacerlo. Intentó contener la respiración. Luego contrajo los abdominales, que aún conservaba, claro, entre otras cosas porque hacía poco que había empezado otra vez a hacer ejercicio. Pero sin contraerlos no se veían. Pensó que muchos años antes sus abdominales parecían los de los anuncios de bañadores. Ahora, decididamente, no. ¿En qué momento habrían empezado a desaparecer bajo una capa creciente de grasa? No lo sabía y, de hecho, los años pasados viviendo aquella vida absurda estaban envueltos en una neblina fina y angustiosa. Sabía que había estado en Madrid, en Ginebra, en Londres, en Marsella, en Bogotá, en Caracas, en Nueva York, en Miami, y en un montón de sitios más, pero no conseguía ordenar en la memoria todos esos viajes, todos esos aeropuertos, todos esos hoteles, todos esos encuentros, todas esas comidas y esos banquetes. Y todas esas mujeres. Otra cosa preocupante. No recordaba el nombre, tampoco la cara, de muchas de ellas. Recordaba los cuerpos y, de algunas, el olor. Pero no las caras, no los nombres.
Ya está bien, se dijo. Será mejor dejarlo y terminar de arreglarse.
Se dio cuenta de que no tenía en casa ni siquiera un frasco de perfume. Tendré que comprarme uno, se dijo, mientras se planteaba qué ropa ponerse. El asunto le produjo, de repente, una especie de parálisis mental, una sensación de pánico. ¿Cuánto hacía que no entraba en una tienda de ropa? Tenía solo dos trajes viejos y —pensó, sintiéndose incómodo— tirando a astrosos. Se imaginó, desolado, que Emma pudiese entrar allí, ver dónde vivía, entender quién era, íntimamente.
Luego, debajo de montones de camisas limpias pero sin planchar, camisetas, calcetines desemparejados, calzoncillos con la goma dada de sí, alguna corbata pasada de moda, descubrió, como si fuera un milagro, una camisa nueva, todavía metida en su envoltorio de celofán. La sacó y se la puso; luego se metió dentro de unos vaqueros que, más o menos, son todos iguales, aunque los tengas desde hace siglos; por último, recuperó la chaqueta más presentable que encontró en el armario: la parte de arriba de un traje que tenía desde hacía años pero que se había puesto dos veces, tres como mucho.
Se sintió mejor. Metió la tripa, enderezó la espalda y le pareció que no estaba tan hecho una ruina como le había parecido antes. Hasta hizo alguna mueca para intentar darle un poco de vida y de color a su cara.
Al salir pensó que en cuanto se vieran tenía que decirle que eran vecinos de barrio, para evitar equívocos que podrían resultar desagradables.
Iba con tiempo de sobra, así que empezó a caminar lentamente y llegó a la plaza de la Madonna dei Monti a las ocho menos cinco. Eso le produjo una reconfortante sensación de control y un pequeño borbotón de alegría. La atmósfera era ligera, se percibía la sensación de espera algo eufórica de las primeras noches de primavera. Unos adolescentes se reían sentados en las escaleras de la fuente, dos señoras mayores y con sobrepeso charlaban hablando en romanesco, un hombre recogía con una bolsita y una pala lo que su perro acababa de depositar sobre los adoquines.
Roberto se sentó en una mesa al aire libre y siguió mirando a su alrededor con la misma curiosidad y una sensación de confuso estupor, como si fuese la primera vez que se encontraba en aquella plaza.
Emma llegó con cinco minutos de retraso. También ella iba vestida de entretiempo. Vaqueros, blusa blanca, chaqueta, bolso de cuero en bandolera, impermeable al brazo.
—Perdona, odio llegar tarde —dijo sentándose con una sonrisa amistosa y esparciendo a su alrededor ese perfume que a Roberto ya le resultaba familiar.
—Solo cinco minutos.
—Seis minutos —dijo ella, mirando el reloj—. ¿Sabes?, hasta hace unos años tenía casi por norma llegar tarde a todas partes. Veinte minutos, a veces hasta media hora. Luego apareció nuestro común doctor y me explicó qué significa.
—¿Y qué significa?
—Es una forma de ejercer poder. Una especie de dominación, un abuso enmascarado. Vamos, algo que no me gustaba en absoluto. Cuando me lo dijo le contesté que eso era una imbecilidad, que no se le puede dar una explicación patológica a todo, que llegaba tarde porque siempre tenía demasiados compromisos y no me daba el tiempo para todo y cosas así. Le contesté bastante mal, de forma agresiva. Me pasaba mucho al principio.
—¿Y él qué hizo?
—Él sonrió, poniéndome todavía más nerviosa. Luego me dijo que cuando tuviera ganas me preguntase a mí misma por qué me había irritado tanto esa idea. Y que cuando tuviera ganas le dijese cuál había sido el resultado de mis reflexiones.
—Sí, me parece estar viéndolo y oyéndolo.
—Tenía razón, claro. Me había irritado porque tenía razón. Me había pillado, como otras veces. Tardé un poco en decírselo pero desde entonces he empezado a prestarle atención al hecho, a lo de llegar siempre tarde. Ahora me ocurre muchas menos veces, pero es difícil cambiar determinadas costumbres de un día para otro. Cuando me vuelve a pasar, cada vez que llego tarde, aunque sean solo unos minutos, siempre pido perdón. Todavía estoy convaleciente. Te he traído esto.
—¿Qué es? —preguntó Roberto.
—I am a bird now de Antony and the Johnsons. ¿Lo conoces?
—No, pero entiendo muy poco de música.
—Estaba a punto de salir cuando he pensado que me gustaría regalarte algo mío, en vista de que tu libro me ha gustado mucho. He cogido esto.
Recibir regalos era algo que no le pasaba desde hacía mucho tiempo y Roberto se dio cuenta de que no sabía cómo portarse. Tuvo que hacer un esfuerzo hasta para dar las gracias y sonreír. Luego cogió el disco y observó la portada. En ese instante llegó la camarera. Emma pidió un spritz ligero con aperol. Roberto dijo que le trajera lo mismo.
—Vivo en la calle Panisperna..., ah, perdona, ya te lo había dicho. ¿Conoces esta zona?
—Sí, vivo aquí.
—¿Cómo?
—Vivo en la calle del Boschetto.
—¿Justo aquí atrás?
—Sí.
—¡Pero bueno! ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Cuando me has dicho que vivías por esta zona me he quedado tan sorprendido que no he podido reaccionar y decírtelo.
—Qué cosas. Nos habremos cruzado por la calle un montón de veces...
Suspiró, sonrió, sacudió la cabeza.
—¿Tienes un cigarro?
—¿Fumas? —preguntó él con un tono ligeramente sorprendido.
—El tabaco de los demás. No compro porque me fumaría un paquete diario.
Roberto sacó el paquete de Diana y el encendedor, maldiciéndose por no haber comprado otra marca.
—Solo tengo estos. No son lo que se dice cigarrillos de señora.
Ella ignoró el comentario, cogió el paquete y el encendedor, se encendió un cigarro y se fumó la mitad con avidez, sin decir nada. Llegó la camarera y depositó sobre la mesa los spritz, cacahuetes y patatitas.
—¿Desde cuándo vives aquí?
—Era la casa de mi madre. Viví con ella desde los dieciséis a los diecinueve años. Luego me fui a la Academia de suboficiales de los carabinieri. Pasaron veinticinco, veintiséis años y, hace dos, volví a vivir aquí.
—¿Con tu madre?
—No, ha muerto...
Roberto se detuvo, completamente perdido. No recordaba cuándo había muerto su madre. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para remontarse hasta el año, luego hasta el mes, y por fin al día. Fue como subir por una pared vertical, sin asideros.
—Mi madre murió hace casi cinco años. La casa estuvo vacía hasta que vine yo cuando cambiaron... algunas cosas en mi trabajo.
Estaba a punto de decirle que antes vivía en casas de tapadera, hoteles, pensiones. Estaba a punto de añadir que nunca había tenido una casa realmente suya, descontando los años que pasó en California. Estaba a punto de hacerlo pero se dijo que no era el caso, al menos no todavía.
—Yo también vivo aquí desde hace unos dos años, no, puede que un poco más, casi tres. Pero crecí en este barrio. Vivo en el mismo edificio que mis padres. Tienen dos pisos, me han dejado uno y vivo allí con mi hijo.
Concluyó la frase acelerando el ritmo, como si quisiera estar segura de que iba a decirlo todo, venciendo cualquier motivo de embarazo.
—Tienes un crío... —El que estabas esperando cuando hiciste el anuncio de agua mineral, pensó sin decirlo.
—Si te oye llamarle crío se enfadaría, y mucho. Tiene once años, casi doce.
—Casi doce años —repitió Roberto en voz baja y con un tono de voz algo ausente. Permaneció en silencio unos segundos y luego pareció agitarse. Como si un pensamiento le hubiese atravesado la cabeza y se hubiese deslizado fuera.
—¿Y hasta los dieciséis años dónde vivías?
—En California. Nací allí.
Siguió una pausa.
—Mi padre era americano. Cuando murió, mi madre y yo vinimos aquí.
—Entonces tienes doble personalidad..., perdona, quiero decir doble nacionalidad.
Roberto se echó a reír pensando que no se reía así desde hacía mucho tiempo.
—Lo de la doble personalidad me parece una definición perfecta. Y, sí, también tengo la doble nacionalidad.
—Perdona, digo unas gilipolleces increíbles, no sé por qué me pasa.
—Pero si es justo eso, no tienes por qué disculparte. Es más, puede que te hayas quedado corta con lo de la doble personalidad. Tengo más de dos.
—Roberto. Te llamas así.
—Sí.
—Roberto, me parece que tengo que aclararte algo enseguida.
—Dime.
—Creo que no estoy preparada para tener una relación sexual. No quiero equívocos y no quiero que te sientas ofendido por ningún motivo.
—Vaya, no te andas por las ramas.
—Me caes bien. Lo que te voy a decir te parecerá absurdo, pero las pocas veces que nos hemos visto han bastado para que, de alguna forma, te haya cogido cariño. Por eso no quiero malentendidos. Mi vida todavía es un follón, estoy intentando salir de los desastres del pasado y no estoy lista para un montón de cosas.
Cogió otro cigarrillo del paquete, que se había quedado sobre la mesa.
—Hablo igual que en una película de segunda categoría.
—Por mí, perfecto, casi todas las películas que he visto eran de segunda categoría. En cualquier caso, yo tampoco me siento preparado para un montón de cosas. Entre ellas, el sexo, ya que has sacado el tema. No había pensado que esta cita fuera a terminar incluyéndolo.
¿Eso era verdad? Roberto no lo sabía, de hecho. Puede que fuera cierto o puede que la respuesta hubiera surgido de la necesidad de superar una situación incómoda; y, quizá, de darle una pequeña, inofensiva lección. No estás preparada para el sexo (se sobrentiende: conmigo, dado que al único que tienes delante es a mí), muy bien, yo tampoco (se sobrentiende: contigo, dado que la única a la que tengo delante es a ti).
Ella lo miró algo sorprendida. Jugueteó con el cigarrillo. Lo encendió. Le preguntó que por qué no cogía uno él también. Roberto contestó que ahora mismo no le apetecía fumar. Ella pareció a punto de añadir algo, pero desistió. Ligera tensión eléctrica entre los dos. No alarmante, pero claramente perceptible.
—¿Sabes que soy una paciente psiquiátrica?
—Yo también.
—Y, como no podía ser menos en una buena paciente psiquiátrica, al decirte que no estoy preparada para tener una relación sexual, me ha molestado mucho que tú me digas que a ti te pasa lo mismo. Yo puedo tener derecho a no tener intenciones sexuales con respecto a un hombre, pero eso no tiene por qué ser recíproco, lo sabes, ¿verdad?
El la miró entrecerrando los ojos.
—No tienes por qué mirarme así —dijo ella, sonriendo—, no puedes decirle algo así a una mujer, en general, y a una actriz, en particular. Aunque sea una ex actriz. Somos criaturas muy frágiles. Hay que tratarnos con delicadeza.
Se detuvo, pero era claramente una pausa técnica. Roberto no tenía que decir nada, solo esperar.
—Todos, en alguna medida, nos preocupamos por el juicio de los demás, todos buscamos aprobación. Esto es normal. El problema surge (y en los actores surge con mucha facilidad) cuando la búsqueda de la aprobación se convierte en una forma de dependencia. El estadio sucesivo es la paranoia.
—¿En qué sentido?
—Empiezas a dividir a la gente entre los que te aprueban, te quieren, te admiran, te encuentran maravillosa, y los demás. Es decir, los malos, que, de alguna oscura manera, están también todos de acuerdo entre ellos.
Se interrumpió bruscamente.
—Vale, tengo la paranoia de la actriz aunque, encima, ya no lo sea. Soy tirando a patética.
—¿Has acudido al psiquiatra por eso?
Ella lo miró como si no le hubiese entendido. Como si la pregunta se la hubiera formulado en otro idioma. Luego se relajó. Puso una cara casi divertida, aunque con un lejano tinte de angustia.
—¿Preguntas que si he ido al psiquiatra porque tenía la paranoia de la actriz? No, hubiese sido una razón demasiado sofisticada. Y, en cualquier caso, insuficiente para justificar la cantidad de dinero que me he gastado y que me sigo gastando. He ido al psiquiatra porque estaba hecha añicos. Algo así.
A Roberto le hubiera gustado contestar que, en ese caso, habían acudido al psiquiatra por el mismo motivo. No lo hizo porque no estaba seguro de que fuera a dar con el tono apropiado. Ella dijo que fumarse un tercer cigarrillo iba a ser excesivo. Y, en un acto de perfecta coherencia, se encendió uno enseguida. Le dio una calada y vació su vaso.
—Una parte de mí misma me dice que pase de contarte nada, otra tiene muchas ganas de contártelo todo. ¿Nos tomamos algo más fuerte? No sé, ¿un primitivo de Apulia de quince grados? ¿Pedimos también algo de comer?
El la miró sin formularle la pregunta, pero teniéndola claramente escrita en la cara. Tan claramente que ella la captó al vuelo.
—Estás pensando que te había dicho que tenía muy poco tiempo.
—En efecto, eso era lo que habías dicho.
—Quería dejarme una puerta abierta. En el fondo, ¿quién es este tipo? Alguien a quien he conocido por casualidad, en el psiquiatra, por añadidura. Lo mismo, a los diez minutos, ya me ha hartado. Lo mismo se ha hecho ideas equivocadas, en el fondo es otro loco, como yo y como todos los que van al psiquiatra. Lo mismo es un maníaco, un tipo con pulsiones homicidas, un violador en potencia, qué sé yo. En resumen, quería dejarme el terreno libre para largarme en cualquier momento, sin problemas.
—¿Y en cambio?
—En cambio, no me han entrado ganas de largarme. Me gusta cómo escuchas. Lo haces de forma que te dan ganas de hablar. Supongo que eso quiere decir que eres muy bueno en tu trabajo.
¿Qué trabajo? El ya no tenía trabajo alguno. Cobraba un sueldo como mariscal de baja por enfermedad, pero un trabajo —algo que sabía y que podía hacer— ya no lo tenía. Cuando se le acabase el periodo máximo de baja por enfermedad tendría que tomar una decisión. Reincorporarse, quizá ser comandante en un cuartel como aquel al que fue a parar al principio de su carrera para ocuparse de peleas entre vecinos, chavales que conducían sin carné, ladronzuelos que robaban la radio de los coches. ¿Se seguían robando las radios de los coches? No, ya no. O sea, que ni siquiera tendría ya que ocuparse de esos casos.
O dejarlo. Quizá era lo mejor. ¿Tenía derecho a cobrar la pensión? Nunca se había planteado el problema, a saber por qué le había cruzado por la cabeza justo ahora, mientras hablaba con ella. Quizá tenía derecho a percibir la pensión, por motivo de servicio, aunque no tuviese aún la edad reglamentaria. O quizá, le pareció recordar, con veinte años, al menos, de antigüedad tenía derecho a la pensión, aunque debía aguardar a tener una cierta edad. Una cierta edad, qué expresión tan horrible. Tenía que enterarse de cuántos años eran exactamente esa cierta edad a la que podía solicitar la pensión.
La voz de ella le devolvió a la realidad.
—Eh, ¿sigues aquí?
—Perdona. Al hablar de mi trabajo, he empezado a pensar por mi cuenta. Me he distraído.
—Y tanto. Parecía que estabas en otra parte.
—Vamos a organizar el resto de la velada. Si quieres un vaso de vino y comer algo sería mejor ir a un restaurante. ¿Tienes alguna preferencia?
—¡Digo, si las tengo! —dijo sonriendo. Ahora mismo parecía una niña, y él sintió que el corazón se le partía y se deshacía y se convertía en algo sin cuerpo—. Hace siglos que no voy a un indio. Aquí cerca hay uno que antes me gustaba muchísimo. Lo que no sé es si seguirá siendo bueno. Probamos, ¿quieres?