Doce
La sensación de ligereza no le duró mucho rato y pronto dio paso a la angustia y la sensación de vacío. Alternancia de euforia y depresión. Ya habían hablado de ello, el doctor y él, hacía cierto tiempo. Era posible que durante una semana, un mes, los dos estados se alternasen a medida que la situación mejoraba.
¿De verdad estaba mejorando?
El jueves por la tarde acudió a la consulta con pensamientos más bien negativos.
—¿Ha ido a una librería?
—Sí, fui nada más salir de aquí.
—¿Y ha sido una experiencia positiva?
Roberto vaciló unos segundos. Positiva. Sí, claro, aunque hoy el estado de su humor era pésimo. Pero eran dos cosas distintas.
—Sí, diría que sí. He conocido a un periodista. Luego me enteré de que también era escritor.
—¿Un escritor? ¿Cómo se llama?
Roberto le contó su incursión en la librería y el encuentro con el periodista—escritor cuyo nombre no recordaba —por la descripción que le dio, el doctor pareció caer en quién era, pero no dijo nada— y solo tuvo unos segundos de duda antes de contestar a la pregunta de qué era lo que había comprado.
—Una biografía de Shakespeare.
Si la referencia a Shakespeare le hizo algún efecto, el doctor no lo dejó transparentar.
—En resumen, ¿le ha gustado ir a una librería?
—Sí, y he regresado a casa de muy buen humor. Me ha durado un día; ayer, en cambio, me desperté por la mañana temprano con una desagradable sensación.
—¿O sea...?
—Tristeza y miedo. Tan intensos como cuando empecé a venir aquí. Y desde ayer por la mañana mi humor no ha hecho más que empeorar. Creía que estaba mejor y ahora, en cambio, tengo miedo. Me parece que no tengo ningún control sobre lo que ocurre aquí dentro —dijo dándose con la mano un golpe tirando a fuerte en la frente.
El doctor vestía una camisa oscura de algodón. Respiró profundamente, se subió las mangas sobre los antebrazos delgados y musculosos, se aclaró la voz.
—Ya hemos hablado de eso y seguro que lo recuerda. Estas cosas nunca tienen un recorrido lineal. Se dan tres o cuatro pasos hacia delante y luego dos para atrás, otro adelante, etc. Los pasos hacia atrás son causa del miedo al cambio. Si se convive mucho tiempo con el sufrimiento, al final este termina, de algún modo, formando parte de nosotros. Cuando empezamos a sentirnos mejor, cuando empezamos a alejarnos del sufrimiento, tenemos estados de ánimo contradictorios. Por un lado, estamos contentos; por el otro, nos sentimos en una situación difícil porque nos falta algo que formaba parte de nuestra identidad y, de un modo u otro, nos garantizaba una forma de equilibrio. La oscilación entre la euforia y la tristeza está motivada por esto. Es normal, no tiene por qué tener miedo. No más del que le inspire vivir en este mundo, lógicamente.
—Puede que ese sea el problema. Me da miedo vivir en este mundo.
—Yo creo que puede usted tener confianza. Cuando una situación mejora, es decir, cambia, las sacudidas se notan. Es normal que a los momentos de auténtica euforia le sigan días no eufóricos. Cuando llegan es, un poco, como acabar debajo de una ola.
La regla fundamental es no ser presa del pánico, no oponer resistencia, porque es inútil, y dejar que pase.
—¿Pasa?
—Casi siempre. Por otra parte, usted debería saber de sobra qué se siente estando debajo de una ola.
—Se pierde totalmente el sentido de la posición. No sabes qué está debajo y qué está arriba. No tienes ningún tipo de control sobre tus movimientos ni sobre tu propio cuerpo.
—¿Como si las leyes espaciales quedaran en suspenso?
—Sí, exacto. Como si las leyes espaciales quedaran en suspenso —repitió lentamente Roberto.
—¿Y cómo se consigue salir?
—Hay que esperar a que pase.
—Justo. Es lo mismo. A veces, si la ola es especialmente grande, si la caída ha sido violenta, me imagino que viene bien que le ayuden a uno.
—Sí. Yo, sin embargo, siempre me las he arreglado solo. Aunque a veces ha sido duro.
—¿Cree que lo hubiera logrado con cualquier tipo de ola?
—No, tiene razón. Hay casos en los que no puedes conseguirlo si no te echan una mano. Y, de todas formas, hay veces en las que te ahogas tanto si te ayudan como si no. Le ocurrió a un chico que yo conocía.
—A veces ocurre, sí. A pesar y pese a todos los esfuerzos del que debería socorrer.
—En cualquier caso, es justo como ha dicho usted. Hay que dejarse llevar por la ola cuando te atrapa, sin ser presa del pánico. Después de unos segundos, la mayoría de las veces la realidad vuelve a estar en su sitio.
—¿Quiere hablar del surf? Me dijo que empezó a practicarlo con su padre.
—Sí.
—¿Era bueno?
—¿El o yo?
—Hábleme de los dos.
Roberto sintió que le habían pillado. Desequilibrado, como si de repente le faltara un punto de apoyo. Pareció que estaba buscando las palabras. Incluso movió un poco las manos, en un gesto que parecía querer indicar que estaba buscando un agarradero.
—Mi padre... era muy bueno. De la vieja escuela, pero muy bueno. Había surfeado con algunas figuras del pasado, surfistas de grandes olas. Gente que había hecho surf en Hawai, North Shore, Waimea Bay.
Roberto se detuvo, casi bruscamente.
—Le estoy citando unos nombres que quizá no le digan nada.
El doctor hizo un gesto con la mano como diciendo: «perfecto así».
—¿Y usted? ¿Era bueno?
—Me las arreglaba.
—¿Es la descripción más exacta? ¿«Me las arreglaba»?
Roberto lo miró.
—Era bueno. Yo también era muy bueno, quizá hubiera llegado a ser mejor que mi padre si no lo hubiese dejado.
El doctor sonrió. Una sonrisa, en concreto, con un matiz amargo, como si fuesen dos amigos que estaban tomándose una cerveza y uno de los dos hubiese recordado algo hermoso, que los unía; uno de los motivos por los que podían decir que eran amigos.
—Una vez leí una novela en la que se hablaba de surf y me llamó la atención una frase. Era la siguiente, más o menos: una cosa es aguardar la ola y otra ponerse en pie sobre la tabla cuando llega.
—El que escribió esa frase sabía de lo que estaba hablando. Cuando estás allí comprendes que todo lo demás son gilipolleces. Perdone por el taco, doctor, pero eso es exactamente lo que quería decir: gilipolleces. Existe una sensación de verdad, no sé cómo decirlo, la idea de que todo está... claro y en su sitio. Una sensación de belleza, de plenitud, de ser un todo con el resto. Cuando la ola te lleva, sientes que formas parte de algo, si entiende lo que quiero decir; y te parece que todo tiene, por fin, un significado. Y cuando estás sobre ciertas olas (montañas de agua, auténticas montañas) no te importa nada. Solo quieres descubrir de qué pasta estás hecho. No te importa nada, salvo estar ahí arriba. Y existe una armonía perfecta durante los segundos que estás allí arriba, en equilibrio entre el cielo y el mar, casi quieto mientras te deslizas, rapidísimo, entre el agua y el aire y el fragor. Pasas por la mitad de la ola, en el punto exacto, equidistante entre estos opuestos.
Roberto se interrumpió, estupefacto por cómo habían salido a la luz los recuerdos y se habían transformado en un relato.
—¿Usted cree en Dios, doctor?
El doctor le escrutó con una sombra de sorpresa en la mirada. Tardó un poco en responder.
—¿Si creo en Dios? ¿Ha oído hablar de Blaise Pascal?
—No.
—Pascal fue un filósofo francés del siglo XVII. Un filósofo y un gran matemático. Es famoso, entre otras cosas, por su argumento de la apuesta.
—¿O sea...?
—Pascal decía que conviene apostar a favor de que Dios existe. Le ahorro el razonamiento completo; la idea, en síntesis, es que si apostamos a favor de la existencia de Dios y Dios existe, vencemos la apuesta con una ganancia infinita. Si no existe, no perdemos nada y nuestra existencia habrá transcurrido más feliz gracias a la fe. Eso es lo que sostiene Pascal.
Roberto intentó adueñarse de la idea. Era sugerente pero, de alguna forma, también inasible.
—Hay algo que se me escapa —dijo por fin.
El doctor no respondió. Lo miraba moviendo ligeramente la cabeza, con los labios cerrados. Parecía como si estuviese intentando mantener el control de una situación que había evolucionado de forma inesperada.
—¿Le da miedo la muerte?
—En rigor, tengo que decirle que estos temas (mis opiniones sobre el más allá y mis temores sobre el aquí y ahora) no son de los que deberíamos hablar. En rigor.
—Perdone.
—Hecha la premisa, y dejando de lado el rigor, le diría que la muerte no es mi tema preferido. Pero la idea que me resulta realmente desagradable es la de los preliminares. Me gustaría ahorrármelos.
—Estoy recordando cosas de mi infancia y adolescencia.
—Cuéntemelas.
—Me vienen a la cabeza las máquinas de chicle, de aquellos chicles redondos y rojos. ¿Los recuerda?
—Continúe.
—Recuerdo esas menudencias y la mantequilla de cacahuetes. Y los Snickers y los marshmallows... Y ahora mismo me estoy acordando de una vez que mi padre me llevó a ver un partido de los Lakers.
—Un equipo de baloncesto, ¿no?
—Los Lakers son el mejor equipo de baloncesto del mundo. Uno de los equipos de Los Ángeles. Mi equipo.
Le pareció notar el olor de las palomitas de maíz, el estruendo del gentío del Forum cuando Kareem Abdul—Jabbar hacía sus famosos ganchos, el cartón del vaso de coca—cola. Recordó la chaqueta de cuadros de su padre, sus bigotes. Le pareció verlo, mientras le hablaba, con su olor de after shave y de tabaco.
Estaban comentando una jugada, o quizá hablaban de otra cosa. Roberto seguía la escena como un observador externo y no oía lo que los dos se estaban diciendo. En un determinado momento el hombre le dio un golpe amistoso al chico en los hombros, de camarada; Roberto pensó que no iba a poder controlarse. Dentro de poco se echaría a llorar y no podría parar.
—Mi padre era inspector de policía, ya se lo he dicho. Vivíamos en las afueras. Desde mi casa se llegaba a la playa en diez minutos. Unos minutos más para llegar a Dana Point, un sitio perfecto para hacer surf. Mi madre era traductora. Una mañana temprano llamaron a la puerta unos compañeros de mi padre y se lo llevaron. Era un día espléndido, un sábado. Esperábamos unas olas magníficas. Pocos días después, él se suicidó en la cárcel. No recuerdo casi nada de las semanas siguientes, pero seis meses después nos trasladamos a Italia, a la casa de la familia de mi madre. La había heredado hacía un año, quizá algo más, de sus padres. Ella y mi padre habían decidido venderla. Mi madre no volvió al extranjero en toda su vida. Yo no he regresado a California.
Contó todas aquellas cosas con voz plana, átona. El doctor dio un hondo suspiro. Roberto sintió una rabia inesperada que le subía desde dentro y que, inesperadamente, se dirigía contra el hombre que tenía delante.
Hubo unos minutos de un silencio incomodísimo. Al final, Roberto explotó.
—Es evidente que no va a preguntarme por qué arrestaron a mi padre. Pero si no me lo pregunta, yo no voy a decírselo. Estoy un poco harto de jugar a un juego en el que las reglas las pone solo usted.
—¿Por qué arrestaron a su padre?
Roberto hizo un gesto de impaciencia.
—Recibía dinero de los dueños de los bares, los restaurantes, los locales nocturnos. Los que pagaban podían estar tranquilos. Los que no lo hacían llevaban una vida muy difícil —y luego, tras una pausa—: Nunca había hablado con nadie de esta historia.
—A usted le hubiera gustado quedarse en California, ¿verdad?
—Sí. ¿Sabe una cosa absurda?
—¿Cuál?
—Siento rabia hacia mi padre no tanto por los delitos que cometió como por haberse suicidado y haberme dejado solo. Maldita sea.
Dejó de hablar. Se castigó durante mucho rato las manos, la una contra la otra. Se pellizcó la barbilla. Se restregó la cara.
Y luego llegaron las lágrimas.