Dos

Dobló la esquina justo a tiempo para verla salir, recorrer unos metros, abrir un utilitario y entrar. Roberto se encaminó lentamente hacia el portal; estaba ya a punto de llamar al portero automático cuando escuchó un ruido sordo procedente del coche, como el arañazo furioso de un mecanismo atascado. Dejó suspendido en el aire el dedo con el que iba a pulsar el botón del portero automático y se acercó al coche.

La mujer seguía girando la llave de arranque, el ruido se repetía, hostil y desagradable. Roberto llamó por el cristal de la ventanilla; ella se volvió, miró hacia arriba, forcejeó con la manivela y por fin consiguió abrirla.

—Es la batería —dijo Roberto.

—¿Perdón? —dijo ella con el tono de voz, ligeramente entrecortado, de quien está empezando a perder los nervios e intenta controlarse.

—Es la batería, se ha descargado. Por eso no consigue poner el coche en marcha ni bajar automáticamente el cristal de la ventanilla.

—¿Y qué hago entonces? ¿Hay que cambiarla? Llevo mucha prisa, tengo una cita. ¿Llamo a un taxi?

—No se preocupe. Podemos intentar arrancarlo empujando. Si no funciona, buscamos unos cables y usamos la batería de otro coche.

Le explicó lo que había que hacer. Sentarse, dar el contacto, pisar el embrague y poner segunda, mantener el pie sobre el embrague, dejarse empujar hasta que el coche cogiese un poco de velocidad; justo en ese momento, soltar rápidamente el embrague y pisar suavemente el acelerador.

—No voy a poder hacerlo —dijo ella.

—Claro que puede, suena complicado, pero hacerlo es muy fácil. Lo primero, pise el embrague y gire todo. Yo la empujo fuera del aparcamiento.

Lo miró durante unos segundos, ligeramente turbada, pero luego siguió puntualmente sus instrucciones. Cuando el coche estuvo en la calle, Roberto se acercó a la ventanilla y repitió las instrucciones: «Mantenga el pie sobre el embrague, dé el contacto y ponga segunda».

—Pero no puede empujarme usted solo...

—No se preocupe, es un coche pequeño. En cuanto yo le diga, suelte el embrague y pise el acelerador.

Luego, sin esperar respuesta, empezó a empujar; el coche se puso en marcha con dificultad, arrancó con un rugido bronco, recorrió unos treinta metros y se detuvo, sin que se apagara el motor. Roberto la alcanzó y ella se asomó por la ventanilla.

—¿Ha visto como sí que podía hacerlo? —dijo intentando controlar un ligero jadeo.

—Gracias, es usted amabilísimo.

Luego, como si se hubiese olvidado de un detalle importante, sacó la mano derecha y se la tendió. Mientras se estrechaban la mano, él cayó en la cuenta de por qué la conocía.

—¿No es usted actriz?

—Sí, es decir...

—Salía usted en aquel anuncio..., el de los preservativos..., era la farmacéutica. Me hacía usted reír mucho. Era... muy graciosa.

Se interrumpió, asombrado por lo que estaba diciendo.

—Perdone, he dicho una idiotez.

—No se disculpe. Me gustaba resultar graciosa, hacer reír. Hace mucho tiempo que nadie me recordaba aquello.

Se quedaron mirándose, sin encontrar nada más que decirse, mientras el motor tosía.

—Bueno, hasta otra —dijo Roberto.

—Hasta otra, gracias de nuevo.

—Lleve el coche al taller.

—Lo haré.

Roberto observó cómo se alejaba el coche hasta que dobló la esquina y desapareció. Luego apuró el paso en dirección a la consulta.

* * *

—Perdone, llego tarde.

—Está jadeando.

Roberto esbozó una sonrisa.

—He subido las escaleras corriendo y antes he ayudado a una mujer a poner el coche en marcha. Se había quedado sin batería y he tenido que empujar el coche.

El doctor no le pidió más explicaciones.

—¿Qué tal el fin de semana?

—Discreto, aunque bastante mejor que de costumbre. Hasta he ido al cine.

—Bien. Es la primera vez que me cuenta que ha ido al cine desde que empezamos la terapia, si no me equivoco.

—No se equivoca. No había ido nunca. Es más, no recuerdo cuánto tiempo hace que no iba. Mucho, desde luego.

—¿Qué ha visto?

—Bah, una película francesa ambientada en una cárcel. El profeta. ¿La ha visto?

—No, yo tampoco voy mucho al cine. ¿Le ha gustado?

—No lo sé, tenía detalles realistas sobre cómo funcionan de verdad las cosas en una cárcel. Otros eran completamente absurdos, pero quizá esté influido por mi trabajo; sin embargo, me ha gustado ir al cine; quiero decir, era algo que hasta se me había olvidado cómo se hacía, y me ha gustado hacerlo.

—¿Ha ido con alguien o solo?

—No, no, yo solo.

—Me llamó mucho la atención el sueño del que me habló de pasada el otro día.

—¿El del surf?

—Sí. ¿Quiere hablar de eso?

—¿Del sueño o del surf?

—De lo que usted prefiera.

—Le dije que nací y me crié en California, ¿lo recuerda?

—Claro que lo recuerdo. Su madre era italiana y se casó con un americano. Su padre era policía.

—Sí, así es. Mi padre era inspector. Vivíamos junto al océano, en una pequeña población entre Los Ángeles y San Diego. San Juan Capistrano, se llama.

—Me imagino que para alguien que nace y crece allí hacer surf es algo normal.

¿Era algo normal? Roberto no recordaba —no sabía— si era algo tan normal. Durante mucho tiempo, cuando iban al mar, él era el más pequeño del grupo. Un niño, entre los adultos y las olas.

—No sabría decirle. A mí me atraían mucho las olas, desde pequeño. Empecé a los ocho años, con mi padre, e iba a surfear con él y con sus amigos. No había otros niños.

—Hay un movimiento que he visto en alguna película en el que el surfista se mete dentro del túnel creado por la ola mientras esta se está cerrando. ¿Usted era capaz de hacer algo así?

—Se llama tubo. Sí, era capaz de hacerlo.

Permanecieron en silencio. Roberto intentaba reorganizar sus ideas en vista de que la conversación había tomado unos derroteros inesperados. El doctor tenía esa expresión que a veces se le dibujaba en la cara, ligeramente enigmática pero cordial. La expresión de quien está a la espera de algo. La situación duró un par de minutos, luego Roberto volvió a hablar.

—Me gustaba mucho surfear, aunque no consigo recordar ia sensación.

—¿Qué quiere decir?

—Es difícil de explicar, pero no consigo recordar lo que sentía. que me gustaba (me gustaba muchísimo), pero no lo recuerdo. Lo sé, pero no lo recuerdo.

El doctor asintió con la cabeza. A Roberto le hubiera gustado saber qué estaba pensando. Le hubiera gustado que le proporcionase una explicación —alguna vez hasta había intentado pedírsela— pero, justo en casos como ese, el doctor no le explicaba nada de nada. Es más, ni siquiera hablaba. Asentía con la cabeza, como ahora, justo eso. O le miraba directamente a los ojos. O se deslizaba hacia delante con la silla. Pero no hablaba.

—¿Cuándo fue la última vez que practicó surf?

No lo recordaba. Intentó remontarse en el tiempo hasta aquella vez, la última vez en la que se subió sobre una tabla, pero no lo consiguió y fue presa del pánico. Como si todo corriese el riesgo de romperse en pedazos. Como si la frontera entre los recuerdos, los sueños, la realidad, la fantasía y las pesadillas se hubiese resquebrajado repentinamente y el criterio para distinguir los unos de las otras se hubiese vuelto impalpable e inútil.

—No lo sé.

—¿Algo va mal, Roberto?

Roberto se pasó la mano por la frente como si se estuviese secando el sudor.

—He tenido la sensación de que estaba perdiendo el control.

—¿Cuando le he preguntado por la última vez en la que hizo surf?

—Cuando me lo ha preguntado, no. Ha sido cuando me he dado cuenta de que no conseguía recordarlo.

—¿Prefiere que olvidemos el tema?

Roberto vaciló.

—No, no. Ya estoy mejor.

—Bien. Aunque no recuerde cuál fue la última vez que se subió sobre la tabla, ¿podemos decir que fue cuando aún vivía en California?

—Sin duda. Desde que nos fuimos de California no he vuelto a subirme a una tabla.

—¿Eso quiere decir que hace muchos años?

—Eso significa que hace... más de treinta años. Tenía dieciséis cuando nos fuimos de allí, mi madre y yo.

El doctor sacó de un cajón un largo puro toscano. Del mismo cajón sacó un cortador de puros. Cortó en dos el puro, apoyó una mitad sobre la mesa y empezó a juguetear con la otra. La escena duró dos o tres minutos.

—De acuerdo. Ya hemos terminado por hoy.

A Roberto le hubiera gustado añadir algo. Pero la conclusión de las sesiones era siempre un momento indescifrable para él. Así pues, después de algunos instantes de perplejidad, se puso de pie y se fue.