Quince

El móvil sonó justo cuando estaba disponiéndose a salir. Era algo que pasaba tan pocas veces que al principio Roberto no se dio cuenta de que aquel sonido tenía algo que ver con él.

—¿Sí...?

—Hola, soy Emma.

—Hola, Emma.

—Me he acordado de que habías apuntado tu número en el libro.

—Sí, estaba en el interior de la portada —respondió Roberto, una fracción de segundo antes de sentirse un idiota. Si le estaba llamando por teléfono era evidente que había encontrado el número.

—El libro, sí. Me ha gustado mucho, gracias. Me ha hecho recordar muchas cosas.

En ese preciso instante Roberto se dio cuenta de que a esas horas Emma debería estar en la consulta del doctor.

—¿No has ido a la consulta?

—No. Hoy no he podido ir. En realidad no voy a volver a ir los lunes porque..., bueno, no tiene importancia, un tema de trabajo. Vamos, que he cambiado de día.

—Ah, en ese caso, ¿anulamos nuestra cita? —Intentó emplear un tono ligero, pero en realidad le estaba taladrando el cerebro una idea: si había cambiado de día, era probable que no se volviesen a ver.

—Por eso te he llamado. Como si tuviéramos una cita. Sé que te va a parecer absurdo, pero he pensado que si no me veías te ibas a preocupar.

Luego hizo una pausa y, en esos instantes de silencio, a Roberto le pareció escuchar el rumor frenético de los pensamientos incontrolados.

—Es verdad. Si hoy no me hubiese encontrado contigo me habría preocupado. Gracias.

Silencio, hormigante de intenciones inexpresadas. Cada uno de los dos percibía que el otro estaba a punto de hablar y esperaba.

—Quizá...

—Estaba pensando que...

—Perdona, dime...

—No, di tú...

—Si no tienes nada que hacer, esta noche podríamos quedar para cenar o tomarnos algo. Esta noche.

Dijo «esta noche» dos veces, sin que supiera explicarse por qué. En cualquier caso, nada más terminar de hablar ya se había arrepentido de lo que había dicho. ¿Qué sabía de ella, aparte de las cosas que había descubierto en internet? No sabía si estaba casada —no llevaba anillo, es más, pensándolo bien, no llevaba ningún tipo de sortija, siempre su vieja costumbre de fijarse en los detalles—; si tenía una relación, si no tenía el más mínimo deseo de verlo y la llamada había sido solo el acto impulsivo de una persona inestable.

—Obviamente, si no puedes o no te apetece, no pasa nada. No quiero agobiarte, me ha salido así proponértelo —añadió apresuradamente.

Ella vaciló durante unos segundos.

—Tengo muy poco tiempo, pero puedo sacar un rato para tomarnos algo. Tendría que ser por mi zona.

—Por supuesto. Me dices cuál es tu zona y voy.

—Vivo en la calle Panisperna. Podemos vernos en Santa María dei Monti, hay un bar que tiene terraza en la calle... Hoy hace calor, lo mismo podemos quedarnos fuera.

Roberto no contestó. Santa María dei Monti estaba a menos de doscientos metros de distancia de su casa.

—Eh, ¿sigues ahí?

—No, es decir, sí, perdona, me ha cruzado una idea por la cabeza (me ocurre a veces) y me he distraído. Santa María dei Monti, perfecto, conozco el bar. ¿A qué hora nos vemos?

—Lo mismo vives muy lejos y te complica la vida ir a Monti, pero yo no puedo alejarme, lo siento.

—Monti me viene perfectamente. ¿Quedamos a las ocho?

—Sí, a las ocho está bien. —Y, tras vacilar brevemente—: Perdona...

—¿Sí...?

—Voy a quedar fatal, lo sé, pero nunca escucho los nombres cuando conozco a alguien...

—Yo tampoco.

—... y no he oído el tuyo. Perdona.

—Roberto.

—Roberto. Tú también, tienes cada cosa... Podrías haber escrito el nombre al lado del número de teléfono. Así me habrías ahorrado el corte de preguntártelo.

—Tienes razón, ha sido culpa mía. Esta noche te doy todos mis datos completos y te dejo una fotocopia del carné, para cualquier eventualidad.

Risas.

—Buena idea, así compruebo que eres de verdad un carabinieri. Entonces, hasta esta tarde.

—Hasta las ocho.