Nueve
A la mañana siguiente Roberto se despertó muy temprano, antes de que amaneciera. Intentó volver a dormirse pero fue inútil, estaba cada vez más inquieto, así que se levantó, se vistió, comió un par de galletas, bebió un vaso de leche y salió, moviéndose con rapidez, como si tuviese una cita a la que iba a llegar tarde. Tomó la calle Panisperna, dobló por vía Milano, llegó enseguida a vía Nazionale y rodeó la fuente de la plaza Esedra casi corriendo. Llegó a Porta Pia, la cruzó, y hasta que no se encontró en vía Alessandria no se dio cuenta de que estaba casi al lado de la consulta del psiquiatra. El único problema es que faltaban ocho horas para que tuviera que estar allí. Fue entonces cuando aminoró el ritmo enloquecido con el que había estado caminando, continuó paseando durante otra media hora y se encontró
Lo primero en lo que se fijó fue en la fuentecilla que había en la puerta de entrada, muy parecida a la que había visto unos días atrás. El descubrimiento le produjo un estremecimiento de alegría.
Debería estar cansado, pensó, pero lo que sentía era como un exceso de energía, algo que tenía que liberar y dispersar. Así pues, tras descender por una ligera pendiente cubierta de hierba, miró alrededor para ver si había alguien cerca. Obviamente, alguien había, aunque el parque parecía casi desierto. Qué más me da, se dijo, aquí todos vienen a hacer deporte, y empezó a hacer flexiones.
Siguió haciéndolas hasta que cayó exhausto sobre el suelo. Cuando se levantó le temblaban los brazos y controlaba a duras penas la respiración.
Un señor, ya anciano, con un pastor alemán cogido por la correa, estaba observándolo con expresión preocupada. Había más gente haciendo ejercicio en el parque, pero todos llevaban calzado y ropa de deporte. Alguien que se pone a hacer gimnasia con vaqueros y cazadora resultaba, como mínimo, insólito. Cuando el dueño del pastor alemán se dio cuenta de que se habían fijado en él apartó la mirada. Roberto, obedeciendo a un impulso instintivo, se dirigió hacia él y cuando estuvo lo bastante cerca le dirigió la palabra.
—Buenos días —dijo en tono cordial, intentando controlar el jadeo que aún no se le había pasado.
—Buenos días —contestó el anciano, más bien perplejo. El perro observaba la escena, vigilante.
—Los pastores alemanes son mis perros preferidos —dijo. El anciano pareció relajarse.
—También los míos. Siempre he tenido pastores alemanes, desde pequeño. Son los mejores.
—El suyo debe de tener unos tres o cuatro años.
—Tiene buen ojo. En efecto, tres años y medio.
—¿No tiene problemas cuando lo saca a pasear?
—¿Quiere decir que, como soy un viejo, podría tirarme o arrastrarme?
—No, no quería decir eso, pero...
—No se preocupe, es una pregunta perfectamente lógica. Tengo ochenta y un años, si el perro quisiera que yo saliese por los aires lo conseguiría de sobra.
—Pero él no lo hace.
—No, no lo hace. Es un chico muy bien educado.
—¿Lo ha adiestrado usted?
—Sí. Cuando era joven adiestrar perros era mi hobby. No lo hacía nada mal, participaba en concursos caninos y solía ganarlos.
—¿Qué tipo de concursos?
—¿Entiende usted de esto?
—Un poco. Soy carabinieri y he trabajado bastante con nuestros perros.
—Ah, yo tenía muchos amigos entre los carabinieri de la unidad canina. Les he perdido el rastro a todos, a saber si alguno sigue vivo. En cualquier caso, participaba en competiciones de utilidad y defensa. La última vez que estuve en un concurso fue hace veinte años.
Era una frase neutra pero él, inesperadamente, pareció conmovido. Miró a lo lejos, sin que pudiera descubrirse qué era lo que estaba buscando.
—¿Se deja acariciar? —preguntó por fin Roberto.
—Si yo se lo autorizo —dijo el anciano, con un punto de orgullo. Y luego, dirigiéndose al perro—: Todo en orden, Chuck, es un amigo.
El perro empezó a mover la cola, tranquilamente, y se acercó a Roberto. Él le acarició la cabeza y luego le rascó detrás de las orejas.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo el señor.
—Sí, claro.
—¿Por qué estaba haciendo flexiones vestido así?
—Le ha parecido raro, ¿verdad?
—Pues sí, la verdad.
Roberto se encogió de hombros.
—Estoy saliendo de una época difícil. Se produjo un terremoto y ahora estoy en la fase de las sacudidas de asentamiento.
El anciano lo miró con expresión de curiosidad y luego asintió, como si hubiera entendido, pero quizá —pensó Roberto— solo quería ser amable.
—Bueno, tengo que irme. Felicitaciones por el perro, es una belleza.
—Si tuviese su edad intentaría no perder el tiempo. Nadie nos devuelve un solo minuto perdido. Buena suerte.
Roberto se despidió de él y el otro se alejó, con el perro caminando perfectamente a su lado. Como un soldado orgulloso de ser tan disciplinado. Roberto sintió el impulso de seguir al anciano, de pararle y preguntarle cómo se puede no desperdiciar ni siquiera un minuto. Como es lógico, no lo hizo. Se quedó allí, mirando cómo se alejaba y pensando que, como le había ocurrido con la mayoría de la gente que había conocido, no volvería a verlo jamás.
* * *
Llegó a las cinco menos cuarto. Entró en el bar situado enfrente de la consulta y se tomó un zumo, sin perder de vista el edificio. Acababa de salir y estaba aún cruzando la calle cuando se abrió el portal.
—Al final va a ser verdad que habíamos quedado —dijo ella, sonriéndole.
Roberto le devolvió la sonrisa mientras pensaba, con una vaga sensación de pánico, que no sabía qué decir.
—Eso parece, sí.
—Ni siquiera nos hemos presentado. Me llamo Emma...
Roberto le dio la mano y le dijo su nombre.
—Yo ya sabía cómo se llama usted. Puede que haya hecho algo indebido, pero estuve mirando grabaciones suyas. Me parece usted muy buena actriz.
Habló deprisa, como si temiese no conseguir terminar la frase. Ella no pareció impresionada por el cumplido, pero tampoco parecía molesta por la intromisión.
—Digamos, como mucho, que era buena. Sí, no lo hacía mal, pero todo eso forma parte de mi vida pasada. Ya no soy actriz.
Roberto logró refrenar la pregunta. ¿A qué se dedicaba ahora? Mejor no hacer preguntas cuyas consecuencias no puedes prever. Eso le había dicho una vez un abogado, amigo suyo. La regla se la enunció pensando en los juicios pero, evidentemente, era aplicable a muchas otras situaciones.
—He visto que también ha hecho teatro.
Ella parecía confusa, como si el tema le causase problemas o, en cualquier caso, no se lo esperase en absoluto.
—¿También se encuentra eso en internet? Yo no lo uso nunca, solo el correo electrónico.
—He visto que ha interpretado usted a Shakespeare —insistió Roberto, pero apenas terminó la frase se sintió ridículo. Había adoptado el mismo tono de seguridad que emplearía alguien que va con frecuencia al teatro y conoce a Shakespeare.
En toda su vida había ido al teatro solo para asistir a un concierto y, una vez, para arrestar a dos utileros que redondeaban sus ingresos traficando con coca en el mundillo. Aquella vez fue la única en la que asistió a una representación teatral. Recordaba vagamente que la obra era de Pirandello y que, mientras permanecía en la oscuridad, aguardando el momento de entrar en acción, le impresionó alguna frase de los diálogos.
—¿Le gusta el teatro?
Tocado.
—La verdad es que he ido muy poco pero, bueno, lo poco que he visto me ha gustado. Me gusta Pirandello.
Ya está, ya lo había dicho. Ahora ella le preguntaría qué le gustaba de Pirandello, él no sabría qué contestarle, quedaría como el culo, y ella se daría cuenta de que era un farsante.
—He trabajado en Como tú me quieres. Una temporada entera, estuvimos de gira por toda Italia —dijo ella, y por su expresión absorta se deducía que era un recuerdo olvidado desde hacía mucho tiempo que, de pronto, inesperadamente, había salido a la luz.
Roberto movió ligeramente la cabeza, con la expresión del que sabe perfectamente de qué está hablando. Deseó con todas sus fuerzas que cambiasen de tema y se juró a sí mismo que esa noche iba a aprenderse, en Wikipedia, a Shakespeare, a Pirandello y esa obra cuyo título había memorizado: Como tú me quieres.
—Las cosas de las que se termina hablando en los encuentros casuales... —dijo ella por fin. Roberto, mentalmente, suspiró de alivio—. Ahora tengo que irme pitando. La verdad es que siempre tengo que irme pitando. Cuando nos volvamos a ver me contará a qué se dedica usted. Adiós.
Cruzó delante de él, envolviéndose el cuello con la bufanda y dejando tras de sí un leve rastro de perfume. Roberto la vio desaparecer por la esquina y entró en el edificio.
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