Giacomo
Ayer, en el cambio de clase, me encontré con David Morandi, un compañero de clase de la escuela primaria que ahora está en segunda C, mientras que yo estoy en la D. Es bastante simpático, pero está obsesionado con el sexo: una vez, en quinto de primaria,[vi] una maestra le pilló hojeando una revista porno debajo del banco. Un poco antes me había dejado echarle un vistazo, de pasada, y yo pensé que nunca había visto nada tan asqueroso.
Me ha preguntado si había oído hablar de unos vídeos, grabados con el móvil en los servicios de una discoteca, y ha dicho que, pagando, era posible que algunas de las chicas del colegio te hicieran una paja, y hasta cosas más atrevidas. Solo había que dirigirse a ciertos tipos de cursos superiores que eran los que cogían el dinero y facilitaban las chicas. Ha dicho que, en esa historia, estaba quizá implicada también una de mi clase.
No he querido oír más. Le he dicho que yo no sabía nada de eso, que me parecía una sarta de gilipolleces y que, en cualquier caso, tenía que volver a clase.
Durante el resto de la mañana, sin embargo, las palabras de Morandi me han retumbado en la cabeza mientras se abría camino una sospecha que no me atrevía ni a pensar.
Hoy he hecho un par de preguntas por ahí. Los chicos no tenían ni idea de lo que les estaba diciendo y de todas formas —pensaban sin decirlo—, yo no parecía el tipo de tío que hace preguntas de ese género.
Luego, por fin he encontrado a uno de tercero [vii] que sabía algo. El año pasado nuestras clases hicieron una excursión juntas y nosotros nos hicimos casi amigos porque a los dos nos apasiona el fantasy.
Este tipo me ha dicho que era mejor que no metiera las narices en ciertos asuntos. Están de por medio tipos mayores que nosotros, auténticos delincuentes, según parece a las chicas las obligan a hacer lo que hacen, los tipos las chantajean con vídeos porno grabados a escondidas, hay droga en circulación. Vamos, que mejor mantenerse alejado.
Le he dicho que no me imaginaba que las cosas estuvieran así y que gracias por la advertencia, que me olvidaría del tema, adiós, tengo que volver a clase. Ah, por cierto, solo por curiosidad, ¿sabía si en esta historia estaba metida una de mi clase? Ah, ¿esa rubia tan guapa? ¿Cómo se llamaba? ¿Ginevra, puede? Sí, justo, esa era. Adiós, adiós.
Las últimas horas en clase han sido una pesadilla. Ginevra estaba sentada en su pupitre, con la misma expresión ausente que tiene desde que volvió a clase. Yo la miraba y me venían a la cabeza las imágenes asquerosas de aquella revista porno que hojeé hace dos años y luego pensaba que estaba enamorado de ella y que, por lo tanto, debía encontrar la forma de ayudarla.
Al final he decidido lo siguiente: hablaría con ella a la salida, le preguntaría qué era lo que iba mal y le ofrecería mi ayuda aunque, naturalmente, no tenía ni idea de en qué podía consistir esa ayuda.
El timbre de la última clase ha sonado, yo tenía ya preparada la mochila y he salido el primero y he esperado a que ella llegase. Me he puesto a su lado y he caminado junto a ella a lo largo del pasillo, como por casualidad. Ella no se ha dado cuenta de que yo estaba allí hasta que he reunido el valor para llamarla por su nombre. Era la primera vez.
—Ginevra...
Se ha dado la vuelta, sin dejar de andar, y me ha mirado como si no me conociese.
—Ginevra..., yo..., bueno, quería decirte que si... si tienes algún problema y necesitas ayuda, bueno, yo estoy aquí, solo tienes que decírmelo.
Me he sentido un perfecto idiota en el momento mismo en que pronunciaba esas frases inconexas. Ella me ha mirado un instante, pero en realidad no me estaba mirando de verdad, y luego se ha ido sin decir nada.
He vuelto a casa en un estado de nervios lamentable, preguntándome qué podría hacer, y no he dejado de preguntármelo durante toda la tarde. Se me han ocurrido algunas ideas —hablar con los profesores, acudir a la policía, parar a Ginevra y obligarla a que me contase qué estaba pasando— pero las he descartado porque me parecían todas irrealizables.
Me he dicho que si mi padre aún viviera habría podido hablar con él y, al pensar en mi padre, me he dado cuenta de cuál era la única cosa que podía hacer.
Una cosa obvia. La más obvia de todas.
Se me tendría que haber ocurrido enseguida, lo sé, pero para un chico no es fácil tocar ciertos argumentos con su madre.