Diecisiete
Cuando llegó el momento de beber el cabernet que habían pedido y servido en los vasos, Roberto tuvo un momento de duda. Ella se dio cuenta.
—No serás abstemio, ¿no? No, no lo eres, has tomado spritz.
—Es por la medicación, según parece hay que llevar cuidado y no mezclar con alcohol. Ya he tomado..., da igual, no importa, tomo vino y esta noche nada de medicinas. El doctor ha dicho que de vez en cuando puedo hacerlo. Aunque hasta ahora no lo había hecho y, la verdad, la idea me asusta un poco. Bueno, lo peor que puede pasar es que esta noche no consiga dormir.
—¿Todavía tomas medicación? ¿Cuánto hace que empezaste a ir al psiquiatra?
—Empecé a ir... —y, de nuevo, la desagradable sensación de no ser capaz de encontrar las coordenadas temporales. ¿Cuánto tiempo hacía que iba al psiquiatra? Tuvo que hacer un esfuerzo para contestarse, igual que le había pasado al intentar recordar el año en el que había muerto su madre.
Había empezado a ir al psiquiatra inmediatamente después del verano.
Sí, en septiembre. Ahora estaban en abril, así que llevaba yendo, más o menos, siete meses.
—Hace siete meses, más o menos.
¿Y qué día era hoy? Lunes, eso seguro, porque había ido al psiquiatra y allí debería haber visto a Emma que, sin embargo, no había acudido. Tenía la sensación de que no habían pasado unas horas sino días enteros, muchos días, desde que empezó a arreglarse para ir al psiquiatra hasta ahora mismo. La sensación fue tan fuerte que Roberto se preguntó, en serio, si no habrían pasado realmente unos días, si se estaría confundiendo al pensar que habían sido horas, tan enredado estaba ya en su trampa personal del tiempo. Pero, volviendo al asunto inicial, ¿qué día del mes de abril era hoy?, ¿qué número?
De nuevo aquella sensación de pánico, esa impresión de estar perdido en un territorio desconocido. Un lugar en el que podían estar escondidos seres monstruosos detrás de objetos familiares y cotidianos. Seres que podían saltarle encima y devorarle. No consiguió reconstruir en qué día estaba —debía de ser, más o menos, mediados de abril— y pensó en mirarlo en el móvil. Pero para eso tendría que sacarlo del bolsillo y, en efecto, mirarlo. Le pareció un gesto descortés y, en cualquier caso, cobarde. Mañana mismo se haría con un calendario y se fijaría en qué día era exactamente. Y, poco a poco, reconstruiría la cronología de los últimos meses y luego de los últimos años de su vida.
—¿Qué día es hoy?
—Lunes, 18 de abril. ¿Por qué?
—De vez en cuando me confundo. Y, sí, todavía me estoy medicando.
—Yo dejé hace unos meses las cosas fuertes, pero me sigo tomando doce gotas de Minias todas las noches. El doctor dice que está bien, que dormir es importante y que unas gotas de ansiolítico nunca le han hecho daño a nadie.
Roberto se quedó algo sorprendido por aquella forma ligera y alegre de tratar el tema. Alzó el vaso e insinuó un brindis. Emma hizo lo mismo y bebieron. Ella lo miraba; él no conseguía descifrar su mirada pero le gustaba.
Llegó todo al tiempo: platos y fuentes con arroz, pan indio, pollo tikka másala, curry de cordero, legumbres.
Ella se abalanzó sobre la comida como si acabase de salir de un largo ayuno y, durante unos diez minutos, apenas si hablaron.
Emergieron del silencio mientras esperaban el postre.
—Resumiendo, ¿has dicho que ya no eres actriz?
—Supongo que lo que quieres saber es a qué me dedico.
—Si no es información reservada...
—Soy dependienta.
Lo dijo con una leve, pero perceptible, nota de irritación en la voz.
—¿Cómo dices?
—Mis amigas se enfadan conmigo cuando doy esta respuesta. Dicen que es una forma de autocompasión y que no trabajo de dependienta. Digamos que soy una dependienta de lujo, pero dependienta a fin de cuentas.
—Quizá deberías darme algún dato más.
—Cuando me di cuenta de que no podía y no quería seguir siendo actriz, me puse a buscar un trabajo completamente distinto. El problema es que no sabía hacer nada. La verdad es que tampoco ahora sé hacer nada. Solo cantar, un poco, pero digamos que los productores musicales no iban a hacer cola para sacar un disco mío. En resumen: necesitaba encontrar el trabajo adecuado para alguien que no sabía hacer nada. Hice que corriera la voz y, después de algunas propuestas absurdas, me llamó un amigo. En realidad, era amigo de una amiga, y me dijo que estaba a punto de abrir una especie de galería de arte, mejor dicho, algo a medio camino entre una galería de arte y una tienda de decoración de lujo. Cuadros, esculturas, muebles, objetos. ¿Estaba interesada? Lo estaba, claro, pero no sabía nada de arte ni de decoración. De lujo, o de menos lujo.
—¿Y él qué contestó?
—Es un tipo que se ha hecho a sí mismo. Una buena persona, a su manera, pero sus modales no son precisamente refinados. Dijo que no me quería por mis conocimientos. Dijo, fueron sus palabras textuales, que yo era una pasada de tía, que tenía una cara bastante conocida y que sabía cómo tratar a la gente.
—¿Y tú qué le contestaste?
—Tras superar el cabreo por lo de bastante conocida, le dije que podíamos hablarlo, quedamos, y, en resumen, acepté. E hice bien. No es con lo que soñaba cuando estudiaba para ser actriz, pero no es un trabajo duro, conozco a gente interesante y el ambiente es agradable. El sueldo no es gran cosa, pero mis ambiciones en ese terreno también se han reducido mucho con respecto a las que tenía en el pasado. No tengo que pedirles dinero a mis padres para mantener a mi hijo, pagar al psiquiatra, ir al cine o a algún concierto. Al teatro, en cambio, no voy jamás. Creo que todavía no sería capaz de aguantar el hecho de estar en el patio de butacas y no sobre el escenario.
—¿El teatro era tu pasión?
—Era mi pasión. He hecho mucho, hasta interpreté el personaje de Viola en La duodécima noche, pero, seamos sinceros: era una actriz mediocre. Y cuando soñaba con ser actriz, de adolescente, no soñaba con convertirme en una actriz mediocre. Durante años he buscado y encontrado todo tipo de explicaciones para justificar mi mediocridad. La más obvia la vi claramente cuando lo dejé, mejor dicho, al poco de dejarlo: no tenía suficiente talento.
Roberto se dio cuenta, en ese preciso instante, de que el camarero cojeaba ligeramente, produciendo una especie de repiqueteo sincopado, de que había música de fondo, de que la puerta del restaurante se abría y cerraba con un chirrido desagradable. Como si le hubieran quitado la sordina a los ruidos del local.
—Ahora mismo te estás preguntando por qué lo dejé. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas.
—Quizá te lo cuente la próxima vez. Si vamos muy deprisa, nos arriesgamos a hacernos daño.
Hacernos daño. Hacernos daño. No nos hagamos daño. No os hagáis daño, niños. Me he hecho daño, mamá. Me encuentro mal. ¿Qué es lo que ha hecho mal papá?
Daddy.
Mal.
Mal.
Palabras. Fragmentos de vidrio, cortantes.
Roberto habló muy despacio, eligiendo con cuidado las escasas y elementales palabras de la pregunta. Con cautela, como si caminase sobre el alambre o estuviese manejando objetos cortantes y peligrosos.
—¿Qué curso estudia tu hijo?
—Seconda media, pero está un año adelantado. Cumplirá los doce en mayo. Ahora dicen que hay que dejar que los niños jueguen más tiempo, que no es bueno mandarles al colegio demasiado pronto. Pero entonces me dijeron que, como era muy inteligente y muy precoz, era una pena que no ganase un año. Si pudiera dar marcha atrás lo escolarizaría normalmente. ¿Y tú? ¿Tienes mujer, tienes hijos? ¿Cómo es tu vida?
De nuevo el repiqueteo del camarero cojo. Más fuerte que antes. Mucho más fuerte. Demasiado. Solo que ahora el camarero no estaba por allí cerca. Hormigueo. Nervios a flor de piel. Reflejos huidizos. ¿Estás loco? Puede, pero en el fondo todos lo estamos. ¿Mujer? No, claro. ¿Hijo? No, claro. No, claro. No, claro.
—No. Nunca he estado casado.
Escuchó su propia voz. Procedía de quién sabe dónde y tenía una inusual consistencia. He estado a punto de estarlo, pensó en decir, solo por añadir algo. Pero no tenía ganas.
—¿Y dices que eres carabinieri?
—Sí.
—¿Algo así como un capitán, un oficial?
—Soy mariscal.
—Caray, impresionante —dijo ella con una sonrisa irónica. La misma, o eso le pareció a Roberto, que tenía en aquel anuncio de preservativos—. La verdad, la palabra mariscal me hace pensar en un señor con un uniforme un poco ridículo, tripa y bigotazos.
Sintió una ligera molestia por lo de «uniforme un poco ridículo», pero eso le devolvió a aquella mesa y a aquella conversación. Una buena cosa.
—El mariscal que estaba al mando en el primer cuartel al que me destinaron era más o menos así.
—¿Y tú qué haces exactamente?
Intentó elaborar la respuesta lo más rápidamente posible. Decir la verdad. Mentir descaradamente. Dosificar verdades y mentiras. Es decir, lo que siempre había hecho.
—Ahora mismo, nada. Estoy de baja por enfermedad. No sé dónde me enviarán cuando me reincorpore. Si me dejan hacerlo.
—¿Porque te has vuelto loco?
La misma sonrisa de antes.
—Porque se han dado cuenta. Antes también lo estaba, pero lo disimulaba mejor.
Esa respuesta le había quedado muy bien.
—¿Y antes de que se dieran cuenta?
Durante unos segundos, Roberto percibió de nuevo un desplazamiento del eje de realidad de aquella conversación. La pregunta —¿antes de que se dieran cuenta?—, propia de un debate amistoso, le había parecido seria y pertinente. Es más, era seria y pertinente. Emma sabía algo de él y le pedía razón de ello. Sabía algunas de las cosas que había hecho y que no había confesado jamás a nadie, ni siquiera al doctor. Quizá sabía también algunas de las cosas que él no había tenido el valor de confesarse siquiera a sí mismo. Roberto osciló peligrosamente antes de sustraerse a aquel vendaval de locura y conseguir responder. Luego, las coordenadas de la conversación volvieron de nuevo a la normalidad.
—Prestaba servicio en un cuerpo operativo especial y he trabajado muchos años como agente infiltrado.
—¿Qué quieres decir? ¿Infiltrado entre los criminales?
—Sí, justo eso. En teoría no debería hablarte de esto, pero no creo que tengas muchas amistades entre los traficantes internacionales de coca. Y, además, he acabado para siempre con ese trabajo. No volveré a hacerlo, aunque me readmitan en el cuerpo.
—¿Por qué se ha acabado? ¿Por qué para siempre? ¿Tiene eso algo que ver con los problemas que te han llevado al psiquiatra?
—Yo diría que sí.
Se estaba portando bien. No decía mentiras. Se movía con cautela sobre la delgada franja que separa la verdad de la mentira.
Permanecieron en silencio. Roberto miró a Emma a la cara, siguiendo la línea que avanzaba desde el pómulo hacia la boca, dibujando la mejilla. Ella tomó vino. Se limpió una gota de los labios con la punta de la servilleta.
—Puedes no contestar. Ya te he dicho que no estoy preparada para contarte mi historia, lo mismo vale para ti.
—El trabajo como infiltrado es muy difícil de describir. Interpretas un papel, un rol. El problema es que lo tienes que interpretar durante un periodo muy largo, meses, a veces años. Las personas con las que pasas la mayor parte del tiempo (los criminales) son las mismas a las que detendrás. Ellos te consideran un compañero de trabajo, a veces un amigo, pero tú estás trabajando para enviarlos a la cárcel. Es fácil perder el equilibrio si llevas durante mucho tiempo una vida así.
Perfecto. Ni una sola mentira. Todo verdad, pero sin contar hechos específicos, manteniéndose a distancia de los ángulos cortantes, evitando tocar los puntos que hacían gritar de dolor.
—En cierto modo, tú también eras un actor.
Roberto reflexionó sobre el significado exacto de aquella frase.
—En cierto modo, yo también era un actor, sí —dijo por fin.
—Cuéntame alguna anécdota de tu trabajo. Me muero de curiosidad.
Roberto estaba a punto de decirle que mejor no, que no venía al caso, que eran cosas del pasado que no merecía la pena sacar a la luz. En vez de eso, sin embargo, dijo que de acuerdo y empezó a contar.
—Fue a inicios de los años noventa, entonces trabajaba en Milán. Todavía me ocupaba de investigaciones normales, nada de operativos bajo cobertura. Teníamos que hacer un ambiental.
—¿Qué quiere decir eso?
—Una interceptación ambiental. Quiere decir que teníamos que instalar micrófonos en casa de un tipo.
—¿Por qué?
—Era un tío que traficaba a lo grande con éxtasis. Cuando hay que hacer un ambiental el problema es siempre el mismo: cómo entrar en la casa, o en la oficina, o en el almacén, o en el coche del sujeto para instalar los micrófonos sin que él se dé cuenta. Entonces empleábamos un truco que ya está en desuso porque se corrió la voz y nadie ha vuelto a caer.
—¿Qué truco?
—Pedíamos ayuda a la Sip (entonces todavía se llamaba así). Le pedíamos que bloqueara la línea, el sujeto llamaba a averías, nos presentábamos nosotros, disfrazados de operarios de la Sip, y, con la excusa de que teníamos que hacer una revisión para descubrir la causa del incidente, le instalábamos los micrófonos. Los poníamos en el teléfono porque ahí era más fácil esconderlos y alimentarlos, pero la captación era ambiental.
—No, ¿de verdad que hacías esas cosas? —dijo ella sonriendo y adelantándose sobre la mesa.
Roberto asintió con la cabeza, sonriendo él también.
* * *
La línea fue bloqueada. El camello llamó a averías. Un par de horas después se presentaron en su casa Roberto y un compañero, con sus uniformes y sus tarjetas de la Sip.
—Buenos días, caballero, ¿ha solicitado usted asistencia técnica?
Era un tipo tirando a gordo, llevaba puesto un chándal de deporte ajustado, tenía los labios carnosos, cabellos escasos, ojos pequeños y desconfiados. La expresión propia del que cree que siempre va a saber de sobra cómo arreglárselas. El apartamento era un dúplex amueblado con dos duros. Olía a cerrado, a tabaco y a sudor.
—Les he llamado yo, sí. Esta mierda de teléfono lleva muerto desde esta mañana.
El otro carabinieri —se llamaba Filomeno, un nombre imposible de olvidar— cogió el aparato, intentó marcar, abrió el auricular del teléfono, fingió examinar el interior, desconectó el cable. Esperaba el momento adecuado para instalar el micrófono, pero el tipo no le quitaba los ojos de encima.
—No me estarán pinchando el teléfono, ¿no? —preguntó el camello en un momento dado, mientras los dos carabinieri seguían fingiendo que estaban enfrascados en su trabajo como técnicos.
Eso es lo que nos gustaría hacer, pero como no te distraigas unos segundos no vamos a poder instalar este puto teléfono, pensó Roberto. En ese preciso instante, se le ocurrió una idea luminosa.
—Lo mismo sí—dijo en tono circunspecto. Notó la mirada del otro carabinieri que se estaba preguntando si se había vuelto loco.
—¿Y cómo puedo saber si es así?
Roberto lo miró con la expresión del que está decidiendo si puede fiarse de su interlocutor.
—En principio no se puede, pero...
—¿Pero...?
—En teoría, nosotros podemos comprobarlo. El problema es que es ilegal y muy arriesgado.
—Yo podría pagarles.
Roberto dejó pasar unos segundos, como si estuviese calculando los riesgos y los beneficios.
—¿Cuánto? —preguntó el otro carabinieri, que ya había entendido el juego.
—Ciento cincuenta mil ahora, y otras ciento cincuenta mil cuando me deis la respuesta.
Roberto sacudió la cabeza.
—¿Trescientas mil liras para repartir entre dos? ¿Por arriesgarnos a ir a la cárcel? Ni hablar.
—¿Cuánto queréis?
—Quinientas mil ahora, y otras quinientas mil después de la comprobación.
El camello miró, primero, a Roberto, luego a Filomeno, luego a Roberto de nuevo.
—Lo habéis hecho más veces. Es como redondeáis el sueldo, ¿no? —dijo por fin, con el tono de quien conoce a los hombres y sabe que todos tienen un precio. Luego se fue a su habitación a coger el dinero. Cuando regresó, dos minutos después, los «canarios» ya estaban instalados y las quinientas mil liras en billetes de diverso tamaño —claramente procedentes del narcotráfico— cambiaron de mano para terminar en un acta de incautación. Por la tarde, Roberto se pasó para darle una respuesta. La línea funcionaba de nuevo y no estaba interceptada, podía respirar tranquilo.
Y, sobre todo, hablar tranquilamente con los clientes que iban a su casa, pensó Roberto mientras se iba de allí, con otras quinientas mil liras en billetes de varios tamaños.
El resto de la investigación fue cosa fácil. Dos semanas de escuchas y algún seguimiento fueron suficientes para arrestar al gordo con algunas miles de dosis listas para ser distribuidas en las discotecas de la ciudad y la provincia.
* * *
—Me podría pasar horas enteras escuchando esas historias. Te gustaba tu trabajo, ¿verdad? —preguntó Emma en cuanto él acabó de hablar.
Más o menos, la misma pregunta que le había hecho el doctor. La diferencia es que ahora no le causó problema alguno.
—Una investigación puede ser muy aburrida. Te tienes que pasar horas y horas escuchando conversaciones telefónicas, transcribiéndolas, observando los movimientos de alguien que no hace nada durante todo el día o, puede, recogiendo material de archivo para compilar las fichas de los sospechosos. Personalmente, lo que odiaba más. Sin embargo, luego, es cierto, llegan momentos en los que piensas que no te gustaría hacer ningún otro trabajo en el mundo.
Y otros en los que te preguntas si, y cuánto, merece la pena. La frase se materializó en su cabeza pero no se transformó en sonido.
Emma dio un pequeño bostezo, tapándose la boca.
—Vámonos a dormir, se está haciendo tarde —dijo entonces Roberto.
Ella ahogó el bostezo.
—No, no, perdona. No bostezo de aburrimiento. Es solo que estoy un poco cansada, pero no tengo ningunas ganas de irme a la cama. ¿Te apetece dar una vuelta? Ya es primavera, podemos coger la moto y hacer un recorrido por la Roma nocturna.
—¿Vas en moto?
—Ahora solo de vez en cuando. Antes la usaba mucho más. Pero hay un montón de cosas que hacía antes y que ahora hago muy de vez en cuando, o nunca. ¿Qué me dices?
Yo también tenía una bonita moto.
Maravillosa. Y también hacía con ella unas gilipolleces descomunales, con un grupo de descerebrados como yo. Íbamos a la autopista por la noche y nos poníamos a doscientos por hora. También he hecho persecuciones enloquecidas, con la moto, cuando trabajaba en antirrobo. Podría haberme matado en cualquier momento durante aquellas carreras o aquellas persecuciones. Pero nunca lo pensé. Nunca. No le tenía miedo a nada y la muerte no existía.
Luego, en cambio, he empezado a tenerle miedo a todo. No lo había pensado, con tanta claridad, como en este preciso instante. He empezado a temer la muerte justo cuando mi vida me importaba un bledo. He dejado de ir en moto. He dejado de hacer un montón de cosas. Cuando vas en moto —como iba yo— estás siempre muy cerca del límite. Un instante antes eres poderoso e invencible, un instante después un cuerpo inerte, un muñeco destrozado, con los ojos abiertos y los labios entreabiertos por el estupor.
Yo también tenía una bonita moto.
Roberto pensó todas estas cosas juntas, respiró profundamente y notó un escalofrío.
—De acuerdo, vamos.