Catorce

Los cincuenta minutos transcurrieron así, entre mucho silencio y pocas palabras, en una atmósfera en suspenso. Si se lo hubieran preguntado, Roberto no habría sido capaz de decir si estaba triste o alegre, sereno o intranquilo, excitado o deprimido; no habría sido capaz de decir nada de sí mismo. Notaba sentimientos a los que no sabía dar un nombre. En un momento determinado, pensó que estaba en la misma situación que alguien que quiere explicar emociones complicadas pero se ve obligado a expresarlas en una lengua que apenas conoce. Le pareció una buena intuición e intentó desarrollarla, pero la cabeza se le fue enseguida a otra parte y sus pensamientos fluctuaron por otro lado.

Al final de la sesión, el doctor le dijo que el jueves tenía que irse a un congreso y que se verían dentro de una semana, el lunes próximo.

Roberto registró la información pero no se dio cuenta de lo que significaba hasta que salió a la calle, donde seguía lloviendo de forma implacable.

Sus movimientos cuando paseaba por la ciudad, sus pensamientos, sus horas de sueño, sus comidas, la televisión, el ordenador, fumar, beber, hacer ejercicio, asearse, cocinar, hacer la compra, todo giraba en torno a las diecisiete horas del lunes y las diecisiete horas del jueves.

El congreso del doctor había hecho saltar por los aires el centro de gravedad, produciendo en su subconsciente un desmoronamiento mortal. Mientras caminaba bajo la lluvia, sin conseguir protegerse con el paraguas y empapándose hasta los huesos, a Roberto le invadió la angustiosa conciencia del tiempo uniforme que se abría ante sí. Un mar liso como un plato, una extensión infinita y desierta, sin tierra firme en el horizonte.

La semana transcurrió de forma viscosa, marcada por un sordo asedio a la cabeza, incesante y refractario a la medicación.

Roberto se movía con dificultades —como si tuviera que arrastrar un peso mucho mayor que el de su cuerpo— a través de días idénticos, metidos uno dentro del otro.

Se despertaba por la mañana temprano y se iba tarde a la cama. Recorrió obsesivamente la ciudad bajo la lluvia, que duró durante gran parte de la semana, casi ininterrumpidamente. Se detuvo para comer, completamente empapado, en tiendas de comida y restaurantes raquíticos, escondidos en el límite de las afueras, en sitios que una hora después no hubiese sido capaz de volver a encontrar. Fumó cigarrillos húmedos al precario abrigo de cornisas y pórticos. Un par de veces le pareció ver caras conocidas, pero no sabía quiénes eran y no tenía ganas de descubrirlo. Las dos veces apartó la vista y apresuró el paso, casi furtivo.

El domingo cesó el dolor de cabeza.

El lunes por la mañana Roberto emergió del estanque oscuro y fangoso que había cruzado buceando sin botella.