Trece
Regresó a casa después del largo paseo de los sábados por la noche, se duchó, se preparó algo de comer. Mientras esperaba a que estuviese cocida la pasta, su mirada recayó sobre la bolsa de la librería, que estaba en la cocina desde hacía días. Distraídamente, sacó el libro que había comprado para Emma y leyó algunas páginas, al tuntún.
No estaba mal la historia del misterioso William Shakespeare de Stratford on Avon. Sin darse cuenta, empezó a leerla desde el principio y siguió haciéndolo hasta altas horas de la noche. Retomó la lectura a la mañana siguiente, continuó por la tarde y por la noche, en la cama. Terminó el libro a eso de la medianoche y le pareció que la experiencia había sido inusual e interesante. Había leído un libro entero en un solo día y le había parecido natural. Eso era lo más singular del asunto. Siempre había considerado la lectura una actividad que requería empeño, programación, tiempo. Algo reservado solo a los que podían permitírselo. Y ahora, en cambio, resultaba que leer era —podía ser— como beber, comer, caminar o respirar.
Habrá un sentido en todo esto, se dijo mientras apagaba la luz y se subía la colcha, un segundo antes de sumergirse en el sueño.
Cuando el lunes por la mañana se despertó y miró el reloj se dio cuenta de que había dormido profundamente durante casi nueve horas, ininterrumpidamente.
La última vez que le había pasado eso había sido, quizá, veinte años atrás.
* * *
Mientras caminaba hacia la consulta del doctor empezó a llover y en las esquinas se materializaron, en el acto, los vendedores ambulantes de paraguas. Roberto compró uno, pensando que lo añadiría a la colección de todos los que ya tenía en casa: uno por cada vez que la lluvia le había pillado por sorpresa en los últimos meses, entre el otoño y la primavera.
Llegó a la consulta a las cinco menos veinte. Había pensado en pasear por las inmediaciones del portal, de un lado a otro, con aire de indiferencia, esperando a que ella saliese. La cosa resultaba mucho menos natural con la cantidad de agua que estaba cayendo. Pensó en refugiarse en el bar, pero descartó enseguida la idea. Ella asomaría por el portal y, al ver la lluvia, saldría corriendo —hacia el coche o hacia cualquier otro sitio— para mojarse lo menos posible. La única posibilidad que tenía de conseguir hablar un poco con ella era esperarla dentro del portal. La idea le resultó algo embarazosa, pero no tenía un plan alternativo. Llamó a la consulta por el telefonillo, no contestó nadie y, como de costumbre, a los pocos segundos se abrió el portal.
Esperó unos diez minutos sin que nadie entrase o saliese. Luego, a las cinco menos diez, oyó a alguien bajar por la escalera. Eran unos pasos ágiles, casi masculinos. Roberto se estaba preguntando si no se trataría de otra persona cuando apareció Emma en el último rellano. Lo vio antes de llegar abajo y se paró en las escaleras, con una expresión atónita. Luego bajó los últimos peldaños más lentamente.
—Buenas tardes —dijo en cuanto estuvo abajo.
—Buenas tardes.
—Está cayendo una buena.
—Sí, ha empezado de repente, pero me he comprado un paraguas.
—Si esto fuese un guión, el último diálogo habría que reescribirlo. Podemos hacerlo mejor.
—Tiene razón, pero con usted me siento tímido.
—No sé si tomármelo como un cumplido.
—Creo que sí. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Sí, claro.
—¿Es usted paciente...?
—Sí, también usted, ¿verdad?
—Sí. Pero puedo asegurarle que soy totalmente inofensivo y que no estoy loco. No demasiado, al menos. ¿Usted está loca?
Eso sí que era un cumplido. Ella rompió a reír, de golpe. Una carcajada maravillosa, pletórica.
—A veces creo que sí. Antes estaba convencida de ello, pero ahora diría que la cosa va mejorando. No, creo que no. No estoy loca, aunque el doctor dice que todos lo estamos un poco.
—Sí, lo sé, la diferencia está entre los que saben convivir con la locura y los que no lo consiguen.
—Entonces está usted muy adelantado, casi curado.
—¿Por qué?
—El doctor no me dijo eso mismo hasta que empecé a estar mejor, después de que pasaran muchos meses desde el inicio de la terapia. Al principio creo que no lo hubiera entendido.
—¿Le parezco atrevido si le propongo que nos hablemos de tú?
Nueva carcajada, más breve pero con la misma tonalidad.
—¿Y por qué no? En el fondo somos colegas.
—¿Colegas?
—Los dos somos pacientes psiquiátricos —dijo ella, riéndose.
—Tengo un libro para ti.
—¿Un libro para mí?
Roberto sacó el libro del bolsillo del impermeable. Le contó casi la verdad. Había ido a una librería —no precisó que había sido una experiencia nueva, pensó que ese aspecto de la cuestión podía quedarse en la sombra—, vio ese libro, que le había aconsejado un amigo, lo leyó, le gustó y pensó que también le gustaría a ella. Probablemente, mucho más que a él. Siempre y cuando no lo hubiese leído ya, claro.
Casi la verdad.
Ella lo miraba atónita.
—Me han hablado de él. Tenía ganas de leerlo, gracias. —Según decía esto, alargó la mano y cogió el libro que él le estaba tendiendo. Y, luego, tras una breve pausa, como si no pudiese contenerse—: Qué extraño.
—¿El qué?
—No parecías el tipo de persona que..., es decir, no pareces el tipo de persona que lee estas cosas. Ya sé que estoy a punto de meter la pata, para variar, pero lo que quiero decir es que tienes pinta de ser un hombre de acción, no uno que lee este tipo de libros. Mira, así te quedará claro: en una película tú harías el papel de policía, no el de profesor.
El sonrió sin decir nada. Ella lo miró con aire interrogativo. El siguió sonriendo sin decir nada.
—No serás policía...
—Soy carabinieri.
—¡No!
—Sí.
—Mira por dónde... Eres el primer carabinieri que conozco.
—Yo tampoco había conocido nunca a una actriz.
Se le escapó una mueca de disgusto. Le duró poquísimo y, probablemente, ni siquiera se dio cuenta. Movió la cabeza como para librarse de un pensamiento molesto.
—Ya no trabajo como actriz. Y ahora sube o llegarás tarde.
—¿Tienes paraguas?
—No.
—Te acompaño hasta el coche.
—Vas a llegar tarde por mi culpa.
Él no contestó, salió y, después de abrir el paraguas, le hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera. La lluvia caía con fuerza, más que antes. Con tanta fuerza que no había nadie caminando por la calle. Emma se le apoyó para caber los dos debajo del paraguas. El solo contacto de la mano de ella sobre su brazo le produjo un estremecimiento.
Idéntico —pensó, estupefacto ante la fuerza con la que había aflorado aquel recuerdo lejano— al estremecimiento de muchos años atrás, cuando en los coches de choque una chica de su misma edad, de catorce años, apoyó la mano sobre su pierna.
Llegaron al coche. Ella abrió la puerta mientras él la protegía con el paraguas y se empapaba.
—Bueno, gracias, esperemos que no llueva el próximo lunes —dijo ella.
—Sí, esperemos —dijo él, sintiéndose un idiota.
—Entonces, adiós, policía.
—Dentro del libro te he apuntado mi número de teléfono. Nunca se sabe.
—Ah, bien.
—Adiós entonces.
—Adiós.
* * *
—Perdone por lo de la vez anterior.
—No tiene por qué disculparse. Era normal que se enfadase conmigo.
Roberto lo miró, confuso.
—¿Por qué?
—Según usted, ¿por qué ha pasado?
—No lo sé. En ese momento estaba muy enfadado con usted. Luego me ha parecido absurdo.
—Era algo normal.
—A mí me parece absurdo.
—Estoy de acuerdo con usted en que puede parecer extraño. Pero está bien así.
—No sé de qué hablarle hoy.
—En ese caso, permanezcamos un rato en silencio.