Giacomo

Esta noche he visto a mi padre. Dicho así, no suena muy raro, es normal que uno vea a su padre, incluso de noche.

Pero es que él está muerto.

Hace cuatro años salió de casa, después de discutir con mi madre, y ya no volvió jamás. No me dijeron que había muerto hasta mucho tiempo después. Yo tenía siete años y medio.

Esta ha sido la primera vez en la que he soñado con él desde que se fue. En el sueño estaba sonriente —él sonreía muy pocas veces— y, no sé por qué, me ha recordado el día en que me llevó al zoo, en mi séptimo cumpleaños, el último que pasamos juntos.

Me he encontrado con mi padre en una avenida con árboles, en medio de un parque bellísimo, lleno de praderas y de bosques. El ha avanzado hacia mí y me ha tendido la mano, como si fuéramos a presentarnos. Me ha parecido una cosa un poco rara, pero cuando le he estrechado la mano me he sentido bien y todo me ha parecido perfectamente natural. Mi padre no ha dicho nada, pero he comprendido que debía ir con él y hemos empezado a caminar por la avenida.

Pasados unos minutos (la verdad es que no sé si fueron unos minutos o mucho más tiempo; en los sueños las cosas no son como cuando estamos despiertos), nos hemos topado con un enorme pastor alemán. Estaba tumbado en uno de los bordes de la avenida y dormitaba sobre la hierba. Cuando hemos llegado junto a él se ha levantado, se ha acercado a mí, moviendo su cola grande y peluda, pidiendo mis caricias, y me ha lamido las manos.

Ha sido una experiencia extraordinaria porque los perros me dan pánico y si veo uno por la calle —sobre todo si es un pastor alemán o cualquier otro bicho así de gigantesco— lo último que hago es pararme para acariciarlo. Me ha gustado mucho no sentir miedo.

—¿Cómo se llama? —le he preguntado a mi padre. En ese preciso instante me he dado cuenta de que él ya había desaparecido.

Me llamo Scott, jefe.

La respuesta ha aparecido en mi cerebro y era una cosa intermedia entre una voz que solo existía en mi cabeza y el bocadillo de un tebeo.

—¿Sabes hablar?

Yo no diría exactamente eso, jefe. La prueba es que tú no me oyes. Mi voz es esta.

Y, según decía esto, ha ladrado, emitiendo un sonido muy profundo, casi como el ruido sordo de un trueno, que, sin embargo, tenía algo de tranquilizador. Y ese sonido lo he escuchado perfectamente. Es más, ha sido el único sonido, aparte de mi voz, que he escuchado durante todo el sueño.

—¿Por qué se ha ido mi padre?

Scott no ha contestado a esa pregunta.

¿Damos un paseo, jefe?

Y, diciendo esto, ha echado a andar y yo le he seguido, aunque me sentía un poco disgustado porque mi padre ya no estaba allí. He pensado, sin embargo, que si me había encontrado una vez con él, podía pasarme lo mismo más veces, y que entonces tendríamos tiempo para hablar.

Para ser un sueño, todo parecía muy real: notaba la frescura de la brisa en mi piel, el perfume de la hierba, y la luz del sol, si miraba hacia su dirección, era realmente cegadora.

Luego he recordado una cosa que había olvidado desde hacía un montón de tiempo. Mi padre me dijo una vez que me regalaría un perro en cuanto fuera lo bastante mayor como para ocuparme de él. La idea me encantó y le pregunté cuándo sería, exactamente, lo bastante mayor; él me contestó que a los once o doce años ya tendría la edad adecuada porque es justo entonces cuando uno deja de ser un niño para empezar a convertirse en un hombre.

Mientras recordaba esto me he despertado.

Me he quedado en la cama, esperando a que llegase mi madre y me dijese que ya era hora de levantarse para ir al colegio. Pensaba que sería maravilloso que Scott estuviese conmigo de día, llevarlo a todas partes, quizá hasta enseñarle a que fuera a buscarme al colegio. Estoy seguro de que ciertos tipejos tendrían mucho más cuidado con lo que dicen y con lo que hacen si me viesen con Scott.