Veintiséis

Lo primero que llamó la atención de Giacomo fue el perfume. No era muy bueno dándole un nombre a los olores — ¿quién lo es?—, pero había algo seco y limpio en el aire que se respiraba en aquella casa.

Entraron en un cuarto de estar con una mesa, una televisión enorme, una librería, flores frescas en un jarrón de plástico transparente, un bonito sofá de cuero viejo, estampas y fotos en blanco y negro colgadas de las paredes. Roberto sintió un deseo fortísimo de pertenecer a cuanto tenía alrededor, de ser admitido allí, y, al mismo tiempo, le asaltó una dolorosa sensación de inferioridad y de exclusión irrevocable.

—Giacomo está en su cuarto. Voy a llamarlo.

Al quedarse solo, Roberto se sorprendió haciendo cosas que no le eran habituales: estaba examinando los libros que había en las estanterías. Unas semanas antes ni siquiera se hubiera fijado en ellos. Ahora atraían su curiosidad. Cogió uno, lo observó con cautela, como si se tratase de un objeto con el que todavía tenía que familiarizarse y luego lo volvió a colocar en su sitio; hizo lo mismo con otro y luego con otro más. Tenía uno en la mano cuyo título había llamado su atención —El corazón de las tinieblas— cuando Emma entró en la habitación. Detrás de ella venía un adolescente delgado, con los ojos oscuros.

En la cabeza de Roberto volvió a cobrar forma la aparición de Estela, sentada en la cama, con el niño invisible en la oscuridad.

Duró algunos segundos, como un dolor inesperado y lacerante.

—Roberto, este es Giacomo —dijo Emma—. Giacomo, este es Roberto.

Roberto le tendió la mano al chaval y notó que este se la estrechaba con sorprendente firmeza.

—Roberto es carabinieri.

Los tres se quedaron sin decir nada, hasta que Roberto rompió el silencio.

—Me has dicho que Giacomo quería comentarme algo. Quizá sea mejor que nos quedemos los dos solos durante unos minutos, si no te importa.

Emma miró a su alrededor, sin saber qué hacer. Intentó hacer un comentario gracioso, pero no se le ocurrió nada. En vista de eso, se encogió de hombros, dijo que la avisaran cuando hubieran terminado, y se fue.

Roberto miró al muchacho y este le sostuvo la mirada.

—¿Nos sentamos?

Se sentaron, los dos en el sofá. Roberto notó las hendiduras del cuero bajo sus manos y se sorprendió pensando en cómo todos sus sentidos —el tacto, en esos momentos— estaban volviendo a la vida.

—No me pareces un tipo aficionado a los preámbulos —dijo Roberto.

—¿Es usted carabinieri?

En efecto.

—Sí, soy mariscal del cuerpo de carabinieri.

—¿Qué hace usted, exactamente?

—Soy investigador, me encargo del crimen organizado.

Era inútil proporcionar más información, del tipo «hace un tiempo» me encargaba del crimen organizado pero eso ya se ha acabado.

La respuesta, en cualquier caso, no pareció impresionar al chaval.

—¿De qué conoce a mi madre?

—Su coche se quedó una vez sin batería, yo la vi, me paré y la ayudé a ponerlo en marcha. Luego nos volvimos a ver, de casualidad. Hablamos un par de veces. Hoy me ha llamado y me ha dicho que querías hablar con un policía o un carabinieri. Creo que soy la única persona que conoce que haga ese trabajo, así que se ha dirigido a mí.

El chaval se rascó la cabeza: ya había agotado los preliminares y no sabía cómo continuar.

—Por lo que me ha contado tu madre, sabes que una compañera de colegio tiene un problema.

—¿Quieres contarme de qué se trata?

Giacomo contó su historia, y lo hizo de forma seca, precisa, con el tono de un oficial de policía que está refiriendo el contenido de una investigación. En la escuela corría el rumor de que había una red de pornografía y prostitución. Al parecer, los que gestionaban y explotaban el asunto eran unos chicos mayores, puede que del Liceo [Bachillerato Superior]. Había unas chicas a las que se obligaba a tener relaciones sexuales y dejarse filmar y entre ellas estaba una compañera de clase —Giacomo no pronunció aún un nombre y un apellido— que necesitaba ayuda desesperadamente.

—¿Quién te ha contado todo esto?

—Gente del colegio, pero no sé sus nombres —dijo rozándose la cara con uno de esos gestos que indican que no se está diciendo toda la verdad. Nada que fuera grave, pensó Roberto. El chico estaba protegiendo sus fuentes. Como cualquier policía que se precie.

—¿Has intentado hablar con la chica, con Ginevra? Creo que has dicho que se llama así.

—Lo he intentado.

—¿Y ella qué ha dicho?

—Nada.

¿Entonces cómo sabes que está metida en la red y que necesita ayuda?

Giacomo vaciló antes de contestar.

—Ya sé que le va a parecer absurdo, pero he tenido un sueño. En ese sueño Ginevra me pedía ayuda y estaba desesperada.

En cambio, aunque no se lo dijo, a Roberto no le pareció absurdo; es más, sin darse cuenta siquiera, empezó a razonar como un carabinieri y a reflexionar sobre qué podía hacer. Porque —soñados o no— había que hacer alguna comprobación sobre aquellos rumores. Cuando una historia circula insistentemente la explicación más probable es que contenga al menos una parte de verdad. Las mejores investigaciones surgen de rumores que circulan con mayor o menor insistencia.

Pensó que podía situarse delante del colegio, que Giacomo le indicara quién era la niña en cuestión, echarle un vistazo y, luego, basándose en lo que saliera a la luz —si salía algo a la luz—, actuar de oído. Improvisar. Como había hecho siempre. ¿Qué le costaba hacerlo, con todo el tiempo libre del que disponía? En el peor de los casos, no sacaría nada en limpio.

—Está bien, Giacomo. Haré algunas verificaciones, pero necesito que me ayudes.

—¿Qué tengo que hacer?

—¿A qué hora sales mañana de clase?

—A la una.

—Mañana, a la una, estaré enfrente de la salida del colegio. Cuando salgáis, intenta ponerte al lado de esa chica para que yo pueda saber de quién se trata. Cuando me veas, asegúrate de que yo me he enterado de quién es (te haré una señal) y vente a casa. Del resto ya me ocupo yo. Ah, y como es lógico, no le hables a nadie de esta conversación. ¿De acuerdo?

Giacomo dijo que de acuerdo y luego se lo quedó mirando, como si hubiese quedado algo pendiente.

—¿Hay algo más que quieras decirme?

—Sí.

—Dime.

—Gracias.

—¿Por qué me das las gracias?

—Por haberme escuchado y por no haberme tratado como si fuera un niño.

Roberto hizo un gesto con la cabeza que pareció una reverencia, una señal de respeto.

—Ahora deberíamos llamar a tu madre. Nos vemos mañana, delante del colegio, a la una. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Llamaron a Emma. Cuando entró en el cuarto no dijo nada, pero su expresión estaba llena de preguntas.