11
Los carabinieri empezaron a golpearme en el coche mientras me llevaban al cuartel. Estaba en el asiento trasero, con las manos esposadas a la espalda, en medio de dos tipos que apestaban a humo y a sudor. El coche corría como un relámpago por la ciudad, sin siquiera aminorar en las esquinas, y aquellos dos me daban puñetazos y codazos, en la cabeza y en la barriga. Con calma y método. Me dijeron que era sólo un anticipo. En el cuartel me arrancarían las pelotas de verdad. Yo no decía nada. Recibía los golpes en silencio, aparte de algún gemido. Era extraño. Escuchaba el ruido de los golpes. Sordo y sin respiración por los que recibía en la barriga. Una especie de toc amplificado cuando llegaban los nudillos o los codos a la cabeza.
No decía nada porque estaba convencido de que no me creerían. Tenía miedo. Un miedo tremendo.
Cuando llegamos al cuartel cumplieron su palabra. Me llevaron a una habitación semivacía. Había sólo un escritorio y algunas sillas. Una ventana con rejas. Un espejo carente de sentido. Me hicieron sentar en una vieja silla con ruedas, siempre con las manos esposadas en la espalda.
Y me arrancaron las pelotas, como habían prometido.
Me pegaron con las manos; con los pies; con las páginas amarillas dobladas por la mitad; en la oreja con una vara de esas blancas y rojas que se usan para dirigir el tráfico.
Cada tanto alguno salía y entraba algún otro. Al recordarlo casi me parece que se alternaban en turnos regulares. Casi todos iban de paisano, pero alguno también de uniforme. Uno de los de uniforme me golpeó con el cinturón y me cortó con la hebilla.
Decían que era mejor que lo confesara todo. Querían decir todas las otras violaciones a todas las otras mujeres. Mejor que lo hiciera, porque si no hablaba me matarían a golpes y luego escribirían que me había resistido al arresto. Uno dijo que me meterían un embudo en la boca y me harían tragar una garrafa de agua salada. Entonces, seguro, me vendrían las ganas de hablar.
Me eché a llorar y recibí un golpe violentísimo en un lado de la cabeza.
—Maldito hijo de puta —escuché desde la niebla en la que me encontraba entre lágrimas, sangre y miedo. Un instante antes de desmayarme.
No recuerdo bien lo que ocurrió después, cuando recobré el sentido. Creo que dejaron de golpearme, o tal vez me dieron aún alguna bofetada. Uno de los que me habían llevado en el coche dijo que el resto de presos, en la cárcel, se ocuparían de mí. Los violadores no son muy populares en aquellos ambientes. En aquel momento me vinieron a la memoria mis padres y mi hermana. Pensé en cómo se habrían sentido si sabían que estaba en la cárcel y eso me dio una tristeza infinita.
Creo que los suboficiales terminaron con los golpes, levantaron el acta, como se dice, para formalizar mi arresto, escribir el sumario y, en resumen, todos los papeles que se hacen en estos casos. Entre una bofetada y otra había repetido que no sabía nada de las otras violaciones. De lo sucedido aquella noche ni siquiera me habían preguntado. Por otra parte me habían atrapado en flagrante delito. No hacía falta una confesión.
En un momento dado se abrió la puerta y pensé que alguno venía a darme otro par de puñetazos en la cara. En cambio entró uno con americana y corbata que hizo una señal con la cabeza a los dos que todavía estaban dentro. Los dos salieron y aquél se quedó.
Era joven, casi un muchacho, con ojos claros. Tenía acento del norte, un aspecto corriente y limpio. Un tono amable.
Ante todo me quitó las esposas y me di cuenta de que los hombros me dolían, justo a la altura de las articulaciones.
—¿Quieres un cigarrillo? —dijo tendiéndome una cajetilla. Lo miré a la cara un momento, como para ver si lo decía en serio. Luego hice que sí con la cabeza. Pero no conseguí sacar aquel cigarrillo. Entonces él cogió el paquete, sacó uno y me lo dio. Me hizo encenderlo y dejó que aspirara tres o cuatro veces antes de volver a hablar.
—La chica está bastante bien. La han atendido en primeros auxilios. Ahora está aquí y pudimos interrogarla acerca de lo que ocurrió. —Hizo una pausa y me miró, pero yo no dije nada. Entonces volvió a hablar.
—Está en la otra habitación. Te está viendo en este mismo instante. —Hizo un movimiento con la cabeza y con los ojos hacia el espejo. Volví la cabeza para mirar, luego me volví de nuevo hacia él. No le entendía.
—Quien está en la otra habitación puede ver quién está en ésta sin ser visto.
Como en las películas. Las palabras se me aparecieron escritas en la cabeza. Me ocurría cada vez más a menudo.
—La chica dice que tú no participaste en la agresión. Dice que la defendiste.
Acerqué un poco mi cara a la suya como para verlo mejor y estar seguro de haberlo entendido bien. Sentí que el mentón me temblaba, incontrolado, pero no lloré.
Al pensarlo ahora me parece extraño, pero aquella noche, desde que me habían puesto las esposas en el zaguán hasta que aquel muchacho con americana y corbata entró en la habitación, ni siquiera por un instante había pensado que podría salir bien de todo aquel lío. Ni por un momento pensé que la chica podía salir en mi defensa.
Sólo ahora, tal vez, consigo explicármelo. Entonces era imposible. La percepción de mí mismo en aquellos hechos se había detenido en el momento en que Francesco me propuso violar juntos a una chica. En el momento en que había delirado sobre la violencia ancestral y todo el resto. Mi vergüenza por no haber sido capaz, por enésima vez, de decir que no, se me había enquistado. Aquella culpa mía me parecía enorme y visible para todos. Para la chica en primer lugar.
El hecho de haber luchado para defenderla, en una mezcla de miedo, vergüenza y deseo de destrucción, no contaba para nada. Estaba clavado a mi culpa. A todas mis culpas, y por eso no había intentado decir nada a los suboficiales que me golpeaban. Para mí, era tan culpable como si la hubiera violado.
—¿Por qué no nos dijiste nada?
Entrecerré los ojos, encogiéndome débilmente de hombros. Un gesto infantil mientras empezaba a sentir el dolor de los golpes y un cansancio mortal.
Me dijo que lamentaba lo que me había ocurrido y preguntó si quería que me acompañaran a primeros auxilios. Dije que no y él no insistió. Incluso parecía aliviado. No habría habido informes, explicaciones que dar a los médicos y tal vez a algún magistrado acerca de cómo y cuándo me había hecho aquellas lesiones.
—¿Estás en condiciones de prestar declaración? Mientras tanto, si quieres, avisamos a tu familia.
Dije que con la familia no había problemas. Y sí, podía hacer una declaración. ¿Podía fumarme otro cigarrillo? Claro que podía; incluso, antes de hacer la declaración tomaríamos todos juntos un café. Como viejos amigos.
Poco después nos trajeron un termo con vasitos de plástico, una cajetilla de cigarrillos para mí y hasta una bolsa de hielo. La situación se volvió casi surrealista. Bebimos el café todos juntos. Yo, dos de aquellos que poco antes me habían golpeado —y que ahora me trataban amistosamente— y aquel tipo con americana y corbata al que todos llamaban señor teniente. Era una circunstancia absurda, pero en aquel momento todo parecía normal.
Con la bolsa de hielo apoyada en el pómulo izquierdo, conté todo lo que había ocurrido. El teniente le dictaba a un hombretón que antes me había pegado salvajemente bajo las costillas. Ahora escribía veloz, golpeteando con dos dedos el teclado de una vieja máquina de escribir. Dos dedos gordos y ágiles.
Hablé mucho, deseando sólo que me dejaran salir de ahí y desaparecer. Dije una parte de la verdad, mezclada con otras cosas inventadas. Dije que habíamos tomado algunas cervezas de más y estábamos paseando, borrachos. Mientras lo decía pensaba que si me hubieran hecho un análisis habrían descubierto que no era sólo cerveza lo que me circulaba por las venas, y me alegré de haber rechazado el ofrecimiento de los primeros auxilios. Habíamos visto aquella chica, sola, y Francesco me había propuesto hacerle una broma, hacerle creer que queríamos violarla, y, después de haberle dado un buen susto, decirle que era una broma y escaparnos. Dije de nuevo que habíamos bebido algunas cervezas de más y que por eso, idiota de mí, había aceptado. Después me había dado cuenta de que todo se estaba transformando en una cosa seria.
Me preguntaron acerca de mi amistad con Francesco y si sabía algo de los otros episodios de violencia. Más que amigos éramos conocidos, dije. Nos veíamos cada tanto, a veces para una partidita de póquer.
No sé por qué les dije lo del póquer, no había ningún motivo, pero mientras escribían, de pronto se me ocurrió que también lo interrogarían a él, si no lo habían hecho ya. Pensé que podía decidir contarlo todo. Y por unos instantes me fulminó un terror ciego e incontrolable.
¿Sabía algo sobre aquellos otros episodios?
No, no sabía nada. Si debía decir lo que pensaba —mentí, esperando que él leyera aquella declaración, viera que había intentado ayudarlo y no me acusara de nada—, me parecía muy improbable que él fuese responsable de aquellas violaciones. Me preguntaron sobre qué base hacía esa afirmación y dije que, por lo que sabía de él, me parecía una persona normal.
Dije textualmente eso: una persona normal. No el tipo de hombre que comete acciones de esa clase.
Me dijeron amablemente —ahora eran amables— que no tomaban en cuenta mis consideraciones personales. No levantaron acta de esa parte.
Volvieron a preguntarme acerca del episodio de aquella noche. ¿Recordaba con exactitud lo que decía Francesco mientras golpeaba a la joven? Dudé. No, no lo recordaba. Todo era confuso.
No era verdad. Recordaba bien lo que le había dicho. Recordaba muy bien el tono de su voz y sus palabras.
El teniente me invitó a leer el sumario. Tomé la hoja en la mano y veía las palabras que se deslizaban bajo mis ojos —trazos, segmentos, curvas— pero no las entendía. Pero al fin hice que sí con la cabeza, como si hubiese leído en efecto. Firmé con un bolígrafo.
—Pediré que te acompañen a casa —dijo. Luego, después de un breve titubeo—: Lamento lo ocurrido. —Ya lo había dicho antes y parecía sincero.
Hice un gesto vago con la mano, como diciendo: no es nada, son cosas que pasan. Un gesto patético y fuera de lugar.
Poco después estaba de nuevo en el coche en el que me habían metido, esposado, algunas horas antes. Cruzamos las calles desiertas mientras la oscuridad de la noche comenzaba a perder sus tonos sombríos pero precisos. Yo estaba de nuevo sentado atrás, aunque esta vez solo. Delante conducía un muchacho de mi edad y en el lugar del acompañante estaba sentado el hombretón que había escrito mis declaraciones. El otro lo llamaba sargento. Hablaban entre ellos de cosas cotidianas y banales.
Llegamos a casa en pocos minutos y, cuando el vehículo se detuvo, el sargento me dijo que podía irme. Me aferré a la portezuela y salí con dificultad, sintiendo todos los dolores de los golpes recibidos. Mientras me estaba yendo, él se asomó por la ventanilla.
—¡Eh, sin rencor! —Alargaba la mano hacia mí.
Hice una seña con la cabeza y le tomé la mano. Era blanda y la solté enseguida como si hubiera sido una criatura viscosa o uno de esos emplastos que usan los niños para hacer bromas de carnaval.
Luego me volví y fui hacia el portal mientras a ellos se los tragaba la primera luz, líquida y espectral, de aquella mañana de noviembre.