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La verja automática se movió hacia dentro a pequeños impulsos. Cuando se abrió del todo entré con el coche y bajé en primera la rampa que llevaba al garaje subterráneo. Había un espacio destinado a los invitados y allí me ubiqué disciplinadamente.
Había transcurrido una semana desde nuestro regreso a Bari. Cuando estaba empezando a preocuparme, a pensar que Francesco había realizado solo la entrega, guardándose el dinero, llegó su llamada.
—Vamos esta mañana. Pasa a buscarme dentro de dos horas.
Ya había recuperado el paquete y me guió hacia un barrio residencial, fincas con jardines y garajes, gente adinerada.
—Subo yo solo, espérame en el coche. No hace falta que vengas tú también. Se trata de una persona de la que me fío, pero nunca se sabe.
Tuve un momento de contrariedad. Me habría gustado participar materialmente en la entrega, pero Francesco tenía razón. Era un riesgo inútil. Y tal vez el cliente mismo no tuviera ninguna intención de que le vieran.
Francesco tomó la mochila —la misma que teníamos en España— y desapareció en el ascensor. Yo me quedé en el coche a esperarlo. Me dije que probablemente cortarían el envoltorio con un cortaplumas para probar la calidad de la mercancía. Después pensé que era una tontería de película.
Pasaron unos diez minutos, la luz roja del ascensor se encendió y yo vi mentalmente una veloz película. Las puertas automáticas se abrían con lentitud pero no salía Francesco. En su lugar aparecían dos hombres con grandes pistolas. Eran policías que me gritaban que saliera del coche con las manos en alto. Me hacían apoyar las manos en el capó, me obligaban a abrir las piernas y me registraban.
Debía decir que no sabía lo que estaba sucediendo. Cuando me preguntaran por la cocaína diría que yo no sabía nada. Mi amigo Francesco me había pedido que lo acompañara a casa de una persona para un recado. Yo lo había acompañado y eso era todo. ¿Qué pasaba? ¿Qué querían de mí? Tenía un tono decidido pero sentía que estaba a punto de ponerme a llorar.
Las puertas del ascensor se abrieron muy despacio y salió Francesco, con la mochila en los hombros. Mientras él caminaba apresuradamente hacia el coche, me di cuenta de que una vez más había contenido la respiración.
—Hecho —dijo mientras se subía.
Puse en marcha el coche, salimos por la rampa, bajé la ventanilla y pulsé el botón para abrir la verja. Mientras enfilábamos la calle, Francesco me tiró de la manga. Me volví y vi la mochila abierta, llena de billetes. Repleta. Todavía no sabía cuánto era, pero sabía que nunca había visto tanta pasta. Me vinieron ganas de reír. Me vinieron ganas de abrazarlo. Había sido tan malditamente fácil que todas mis dudas y todos mis temores me parecieron absurdos. Además, qué coño, no habíamos hecho nada malo. Si aquél, quienquiera que fuese, quería meterse la cocaína a kilos, era asunto suyo. En mi euforia pensé que debíamos hacer una decena de operaciones por el estilo, guardar un buen montón de dinero y después estaba bien, basta.
Ese pensamiento me gustó. Perfecto, ahora tenía un proyecto para el futuro. Las cosas podían tener un sentido, ¡y eso era tan alentador! Barría cualquier resto de sensación de culpa. Un concepto como el último cigarrillo de Zeno. [3] Con cierta elasticidad. Obviamente, me había olvidado por completo de mis propósitos de antes del viaje. Como, por ejemplo, volver a estudiar, volver a una vida normal, etcétera. Ahora pensaba que había una montaña de dinero para ganar sin hacerle daño a nadie. No nos dedicábamos a robar bancos. Y tampoco teníamos por qué continuar así toda la vida. Me repetía con una obsesión de demente que bastaba una decena de operaciones por el estilo y después pensaría en el futuro. Pero sin problemas, ningún problema. Si quería, hasta podía comprarme una casa. Diría a mis padres que había ganado en las apuestas del fútbol o cualquier otra cosa. Quién sabe cuánto había exactamente en aquella mochila. No me importaba nada más que aquellos billetes. Quería tocarlos, hundir las manos en ellos. Era un chico normal de veintidós años.
Fuimos a casa de Francesco y los dividimos. Eran noventa millones. Noventa fajos de billetes de cien mil liras. Noventa increíbles fajos de billetes.
Francesco sacó su parte, la separó y me entregó la mochila con mi dinero.
—No los deposites en el banco, por supuesto —dijo.
—¿Y qué hacemos? —pregunté, esperando que propusiera alguna otra actividad para hacer fructificar aquel dinero.
—Lo que te parezca, pero sin llamar la atención y sin dejar huellas visibles. Si quieres poner en el banco dos millones, lo digo por decir, hazlo. Si dentro de dos meses quieres poner más, como lo de las cartas, no hay problema. No debes poner veinticinco millones de golpe porque algún día te pueden pedir que expliques de dónde vienen.
Ése fue un pensamiento molesto y lo rechacé enseguida. Tomé la mochila, la cerré con cuidado, introduje los brazos en las correas, pero de manera inversa a la acostumbrada. Me la cargué adelante, como un marsupial, pensando que así sería más fácil desalentar una tentativa de robo. Me despedí de Francesco, que no me contestó, y me fui. Por la calle, con las manos apoyadas en la tela rústica, un poco caminaba, un poco corría.
Tal como había esperado, en casa no había nadie. Después de tocarlos largo rato, incluso después de haberlos olido, escondí los billetes en el cajón donde conservaba las viejas historietas de Tex y del Hombre Araña. Fue raro ver todos aquellos billetes en medio de mis revistas de niño. Fajos de billetes mezclados con años de fantasías perdidas. Fajos de billetes mezclados con los despojos consumidos de mi infancia.
Un rato después, aquella imagen me dio un poco de tristeza y tuve que desviar la mirada, hacer otra cosa.
Puse mi casete preferido en el equipo, hice correr la cinta hasta que, después de algunos intentos, llegué a Born to run. Pulsé la tecla play y me tendí en la cama justo cuando comenzaba a sonar furiosa la batería.
Las carreteras están atestadas de héroes destruidos
que buscan su última oportunidad.
Todos se fugan esta noche
pero no ha quedado ningún lugar donde esconderse.