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Un día me encontré a mi hermana.

Vagabundeaba como de costumbre por las calles del centro, pasando revista a los escaparates de las lujosas tiendas de ropa donde me había provisto en los últimos meses.

Pensaba vagamente que debía hacer compras para el otoño y el invierno que se acercaban, pero entrar en las tiendas, hablar con los empleados, probarme la ropa, elegir, me parecía una actividad demasiado compleja y agotadora.

Cuando me crucé con Alessandra no la reconocí, o tal vez simplemente no la vi. Fue ella quien se detuvo ante mí, muy cerca, prácticamente cerrándome el camino.

—¿Giorgio? —Debía de haber algo más que el hecho de que no la hubiese visto o reconocido que le dio aquel tono a su voz. Quizás algo que veía —o no veía— en mis ojos.

—Alessandra. —Mientras decía su nombre pensaba que no lo pronunciaba desde hacía un tiempo incalculable, perdido en las profundidades y en los misterios de la infancia.

Aparentaba mucho más de sus veintisiete años. Su rostro estaba marcado precozmente; tenía pequeñas arrugas en las comisuras de la boca, cerca de los ojos, en la frente. Enfocando su fisonomía noté que también tenía algunos cabellos blancos junto a las sienes.

—Giorgio, ¿cómo coño caminas? Pareces un drogadicto.

¿Cuánto hacía que no la veía? No conseguía acordarme; se me escapaba la última vez que había estado en casa y yo también estaba. Quería acordarme de si eso había ocurrido cuando yo ya había iniciado mi nueva vida. Pensé que no, debía de haberla visto antes de empezar a frecuentar a Francesco. Por lo tanto hacía por lo menos diez meses. Eso es, en Navidad había venido a casa y después no la había visto más. Qué extraño, pensé. Viene del pasado. Sale de la vida que existía antes que conociese a Francesco. Esa vida parecía —era— tan lejana. No habría sabido decir si sentía nostalgia u otra cosa. Era... lejana.

—¿Cómo estás...? —Estaba a punto de repetir su nombre; luego sentí una extraña turbación y dejé la frase así, con puntos suspensivos, signo de interrogación.

—Estoy bien. ¿Y tú?

Era tan raro aquel encuentro. Apenas dos conocidos. Y por otra parte éramos eso, nada más. ¿Cómo estás? ¿Y tú? Ah, bien, ¿y la familia? ¿Qué familia? ¿La mía o la suya? ¿Cuál?

Me di cuenta de que tenía ganas de hablar con ella. Nunca me había ocurrido antes, y estaba tan solo. A la deriva. Me parecía absolutamente extraño tener una hermana. Entonces le pregunté si le gustaría ir a tomar un café. Me miró con una expresión que no pude determinar. No era de estupor, era algo parecido al estupor pero diferente. Y un poco triste. Luego dijo que sí, que le gustaría tomar ese café.

Caminamos en silencio un par de manzanas hasta una famosa e histórica confitería, toda de madera, agradable, llena de aromas antiguos y deliciosos. Ahora estaba casi siempre vacía, y el salón de té parecía suspendido en un pasado indescifrable.

—¿Es verdad que dejaste los estudios, Giorgio?

Quedé desconcertado. ¿Cómo podía saber que ya no estaba estudiando? Se lo habían dicho mis padres, obviamente. Pero eso significaba que mis padres y mi hermana se hablaban. Y hablaban de mí. O sea, dos cosas inconcebibles.

—Es verdad.

—¿Por qué?

—¿Te lo dijo mamá?

—Me lo dijeron los dos.

Nos sentamos a una mesita. Estaban todas libres, salvo una del otro lado del salón, donde dos señoras que andarían alrededor de los setenta, con los cabellos con reflejos azulados, fumaban cigarrillos con filtro, rodeadas de bolsas de tiendas de ropa.

—¿Cuándo te lo dijeron?

—¿Qué más da? ¿Qué te pasa? ¿Estás haciendo alguna imbecilidad?

¿Estaba haciendo alguna imbecilidad?

Sí, diría que ésta es una expresión sintética, tal vez un poco simplificadora, pero, en resumen, eficaz para definir lo que había hecho en los últimos meses.

No lo dije así, pero pensé exactamente aquella frase y aquellas palabras.

—No, no. Es un período... es que no... —Luego pensé que no tenía ganas de decir tonterías. En cambio habría querido contárselo todo. Pero era imposible, de modo que permanecí callado.

—De todos modos me parece natural que hayas dejado de estudiar eso. Siempre me pareció extraño que te hubieras matriculado en Derecho. Cuando eras pequeño decías que querías ser escritor. Escribías aquellos cuentos en los cuadernos de primaria. Nunca los leí, pero todos decían que eras muy bueno.

O sea que mi hermana se había dado cuenta de que yo, de niño, escribía. Aquellos cuentos, en los cuadernos de primaria. Siempre había pensado que era completamente invisible para ella, y ahora descubría que sabía cosas sobre mí. Eso era increíble. Me dieron ganas de llorar y me pasé la mano por la cara, con el gesto de quien tiene preocupaciones aunque, de todas maneras, lo tiene todo bajo control. Llamé al camarero. Se acercó y pedimos dos cafés.

—¿Quieres un cigarrillo? —le dije mientras cogía mi cajetilla.

—No. Lo dejé.

—¿Cuántos fumabas? ¿Muchos, verdad?

—Dos paquetes. A veces también más. Aparte de las otras porquerías que me metía dentro. Según la ocasión.

La miré sin hacer la pregunta en voz alta. ¿Qué se metía dentro mi hermana? ¿Lo había oído bien?

Sí, lo había oído bien. Lo había oído muy bien. Mi hermana había estado enganchada a la heroína —con incursiones en el campo de otras varias sustancias psicotrópicas— durante cinco años. Nunca me había enterado.

—¿Cuándo... cómo lo dejaste?

—¿Los cigarrillos o la mierda? —Sus labios se habían arqueado apenas. La sombra de una sonrisa, un poco amarga, un poco burlona. Obviamente quería saber cómo, cuándo había dejado de inyectarse. No. En realidad quería saber sobre todo cómo, cuándo, por qué había empezado.

Me contó una historia común de la que, hasta aquel momento, había conocido sólo una parte. Los meses, los años en Londres, en Bolonia, de un lado para otro. El aborto, los robos, la pequeña venta para procurarse la mercancía, la vida con aquél —no me dijo el nombre y yo no lo recordaba ni se lo pregunté—, la comunidad, el después. Que no era el paraíso terrenal. Al contrario. Me habló de la vida agotadora y banal que llevaba. Me habló de la sensación de fracaso y de vacío. De cómo, en los peores momentos, se te ocurre pincharte. Una sola vez, para hacer pasar el momento. Y, naturalmente, sabes que no es una sola vez y, de un modo o de otro sigues adelante. Me habló de cómo se sigue adelante; de los trucos para seguir adelante; de los amigos, pocos, del trabajo. De las cosas que son diferentes de como las había imaginado. Todas, o casi todas.

Dijo que ahora habría querido tener un hijo. Si hubiese encontrado un hombre que valiera la pena.

Habló casi todo el tiempo. La escuché con una sensación de ternura atónita.

—¿No estarás haciendo gilipolleces como las mías, verdad, Giorgio? —Estiró la mano izquierda sobre la mesa y por un instante tocó una de las mías.

—¿Giorgio?

Me recobré. Me había quedado mirando la mano que ella había tocado. Como si pudiera haber quedado una huella de aquel contacto. Tan extraño.

—No, no. No te preocupes. Es sólo un período un poco estúpido. Ideas un poco confusas y todo lo demás. Son cosas que pasan. Al contrario, si tienes modo de hablar con mamá y papá, por favor díselo. O sea, diles que has hablado conmigo pero no que te dije que les hablaras y que todo va bien. Por el momento no nos comunicamos mucho, pero me duele verlos así. ¿Me harás ese favor?

Asintió y hasta sonrió. Parecía aliviada. Luego miró el reloj e hizo una especie de mueca del tipo «mierda, es tarde. Cuando estás charlando no te das cuenta del tiempo que pasa. Ahora tengo que irme». No usó esas palabras, pero el sentido era el mismo.

Rodeó la mesa y, antes de que tuviera tiempo de levantarme, se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla.

—Adiós, Giorgio. Me alegro de que hayamos hablado.

Luego se volvió y se alejó a paso rápido. Quedé solo en el salón de té. Las dos señoras con los cabellos azulados y los cigarrillos con filtro se habían ido hacía rato.

Reinaba un silencio y una quietud irreales.