7

Una decena de días después del encuentro con mi hermana, Francesco me telefoneó.

¿Qué había estado haciendo? ¿Por qué no me había dejado ver en todo ese tiempo? Joder, hacía por lo menos dos semanas que no nos veíamos. Era mucho más, pero no se lo dije. Como tampoco le dije que lo había buscado un montón de veces sin encontrarlo nunca y sin que él me llamase.

—Amigo mío, debemos vernos sin falta lo antes posible.

Nos encontramos a eso de las ocho, para tomar un aperitivo. Ahora hacía frío. Era noviembre. Dos o tres días antes, centenares de miles de alemanes del Este habían derribado el muro y habían pasado a la otra parte, mientras mi vida se arrastraba, carente de sentido.

Francesco estaba eufórico, con una oscura nota de fondo que no conseguí descifrar.

Me llevó a su bar preferido, desde donde se veía el mar incluso desde el interior del local. Ordenó dos negroni, sin siquiera preguntarme qué quería, y los bebimos en pequeños sorbos como si fuese naranjada, picoteando patatas fritas y pistachos. Ordenamos otros dos y encendimos los cigarrillos.

Qué había estado haciendo, me preguntó de nuevo. Qué había hecho él, respondí. Lo había buscado muchas veces. Había hablado con su madre. Y después, de pronto, no contestaba ni siquiera ella.

Permaneció un momento en silencio, entrecerrando los ojos. Como si se le hubiera ocurrido algo, un detalle que debía comentarme antes de continuar.

—Mi madre ha muerto —dijo entonces. No había ninguna entonación especial en su voz. Una comunicación neutra. Sentí que se me helaba la sangre. Traté de decir algo, busqué alguna palabra que decir o algún gesto que hacer. Lo siento. Lo siento mucho. ¿Cómo ocurrió? ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo estás?

No dije nada y no hice nada. No tuve tiempo. Fue él quien volvió a hablar después de apenas unos segundos.

—Ahora ya no vivo ahí.

—¿Dónde vives?

—En un pequeño apartamento que había alquilado hace un tiempo.

Era la casa donde habíamos ido muchos meses atrás con aquellas dos. No recordaba haberme llevado. Sentí que me invadía una inquietud incontrolable, al límite del miedo.

—Tienes que venir. Esta noche quiero mostrarte cómo me instalé. Pero antes vayamos a cenar.

Con los negroni que se nos iban a las piernas y al cerebro, fuimos a una trattoria un poco triste donde nunca había estado. Comimos, pero sobre todo seguimos bebiendo. Vino y después grappa. Francesco hablaba de que debíamos volver a vernos. Debíamos volver a jugar a las cartas, pero ahora por todo lo alto. Debíamos ir fuera de Bari. Recorrer Italia y aun más lejos, a hacer dinero de verdad. No las monedas con las que habíamos desperdiciado nuestro tiempo y nuestro talento. Decía nuestro talento. Debíamos recomenzar desde donde lo habíamos interrumpido. Repitió eso varias veces. Aparentemente mirándome a los ojos. En realidad atravesándome con aquella mirada febril y perdida.

El apartamento era el mismo de la otra vez. Pero también estaba diferente. Había montones de ropa en el sofá e incluso por el suelo. También algunas cajas de cartón todavía cerradas. Olía mal. A humo y algo más. A una casa donde las ventanas permanecían cerradas. Un olor parecido al que había en la casa de la madre.

Bebimos otra grappa, directamente de una botella medio vacía, sin etiqueta, que Francesco fue a buscar al dormitorio. Hablaba más rápido que de costumbre y, si es que era posible, escuchaba aún menos. En realidad no escuchaba nada. Tenía los ojos desorbitados, la mirada fija en alguna parte. En otro lado. Tomó un viejo disco de vinilo y lo puso en el plato del costoso equipo estéreo. Lo reconocí desde las primeras notas. Exile on Main Street, Rolling Stones.

Yo estaba preparado antes de que él fuese de nuevo al dormitorio y volviese con una bolsita de plástico blanco.

Estaba preparado desde mucho antes.

—Me quedé un poco de aquella de España. Por lo que pudiera surgir.

Lo miré con una sonrisa demente mientras él hacía caer del envoltorio rayas de polvo blanco en la mesa lustrada. Hizo cuatro del mismo tamaño, idénticas, regulares.

Me recorrieron descargas de miedo y de deseo. Por un momento perdí la noción de todo lo que tenía alrededor —formas, sonidos, la concreción de los objetos—, y me vino la idea de que Francesco era homosexual y aquella noche había decidido revelarlo. Un par de buenas esnifadas de coca y después me la metería por detrás. En aquel instante la cosa me pareció casi normal; de todos modos ineluctable y decisiva. Una liberación, en cierto sentido.

Luego aquella idea se fue así como había llegado y mis sentidos empezaron a funcionar. Volví a distinguir la música y enfoqué la escena que tenía delante.

Francesco estaba enrollando un billete de cincuenta mil liras con una sola mano. Un gesto sencillísimo y airoso que parecía de magia.

Me dio aquella especie de tubito y lo tomé sin decir nada, pero después me quedé inmóvil, no sabiendo qué hacer. Hizo un breve ademán como diciendo: «Vamos, ¿qué esperas?» Pero no me moví. Entonces me quitó el billete, se tapó la fosa izquierda de la nariz, apoyó el tubito en la derecha, se inclinó hacia la mesa y con un rápido movimiento hizo desaparecer una de las rayas. Sacudió la cabeza con los labios apretados y los ojos entreabiertos. Enseguida repitió la secuencia del otro lado. Después me devolvió el utensilio.

Imité sus gestos por enésima vez. Hice lo que él decía. Hice lo que él hacía. Esnifé con fuerza, primero de un lado y después del otro y, mientras lo hacía, recordé que cuando era pequeño y me resfriaba, antes de ir a dormir mamá me ponía las gotas nasales. «Aspira», decía y yo lo hacía, sintiendo enseguida en la garganta el sabor salado y medicinal de las gotas. La escena se me dibujó en la mente, en los sentidos, con una claridad impresionante.

Luego desapareció de un soplo, como en ciertos dibujos animados. Volví a encontrarme solo con un ligero hormigueo, una ligera anestesia en la nariz, preguntándome si el famoso y maravilloso efecto de la cocaína era nada más que eso. Francesco estaba sentado, con los ojos medio cerrados, los brazos estirados a los lados y las manos apoyadas en la mesa con las palmas hacia arriba. En orden.

Por un tiempo indefinido —¿minutos?, ¿segundos?— permanecí con la cabeza apoyada en la palma de una mano. Como si meditara, pero no pensaba en nada. Nada de nada sino que la famosa cocaína era una tomadura de pelo.

Después, de repente, una obscena y exultante sensación que se derramaba por todas mis fibras me recorrió el cuerpo, justo mientras empezaban las primeras frases dulces y sucias de Sweet Virginia. Tenía un ligerísimo, incontrolable y excitante hormigueo en los ojos. Como si millares de inocuas puntas de alfiler aguijonearan delicadamente mis pupilas. Como si estuviese experimentando una transformación de superhéroe de cómic.

Me parecía que, si no hubieran estado las paredes, habría podido ver a kilómetros y kilómetros de distancia.

No sé bien cuándo comenzó Francesco a hablar de violar a una chica. Seguramente lo hizo con naturalidad. En su modo natural. Pasó otras canciones, cambió el disco, encendió un cigarrillo, bebió otra grappa —y yo también bebí— y habló de violar a una chica. Juntos. Él y yo.

—Tirarse a una que está de acuerdo no es tan divertido, a fin de cuentas. Es siempre el mismo ritual. Frases, alusiones, una vieja maniobra de acercamiento a lo que los dos quieren. Lo que quiere ella, que te sigue en esta especie de danza como una perra en celo.

Esa expresión me cayó como un golpe en el estómago. Hasta hice un movimiento hacia delante, como para vomitar. Pero no lo hice y Francesco continuó hablando. Los ojos sólo en apariencia me miraban. En realidad estaban mirando a otro lugar. Algún territorio de pesadillas.

Continuó hablando, casi sin pausas. Me dijo lo excitante que podía ser tirarse a una mujer por la fuerza. Una especie de reconquista de las raíces primordiales. El rapto de las sabinas. Lo que ellas verdaderamente querían en lo profundo de su ser. Lo comprendían sólo en el momento supremo del dolor y de la anulación a manos del macho predador. De los machos predadores. Porque la forma más profunda de amistad entre hombres era follarse juntos a una mujer, por la fuerza. Poseerla juntos, como en un sacrificio ritual.

La armónica de Turd on the run desgarraba el aire. Los objetos de aquella habitación anónima se mezclaban en el delirio. El suyo pero también el mío, con la piel sensible, con cada pelo de mi cuerpo electrizado, con todos mis sentidos exasperados, experimentaba algo nuevo y tremendo. La sensación de estar completamente libre de toda regla. Era horrible y maravilloso. Él lo sabía.

Me dijo que había estudiado los movimientos de una chica. Era una estudiante de otra ciudad, que vivía en el barrio Carrassi, trabajaba en un bar para pagarse el alquiler y los estudios en Bari. Todas las noches, a eso de la una, regresaba a su casa del trabajo, sola.

Dentro de poco.

La boca de Francesco se movía pero el sonido de sus palabras estaba fuera de sincronía. Y la voz llegaba desde cualquier lugar de la habitación. Un lugar distinto de donde él estaba. Un punto inalcanzable.

Salimos de su casa sin apagar el tocadiscos. La voz espectral de Jagger, de otro mundo, cantaba I just want to see his face. Percusión, un coro lejano, niebla.

Yo iba al encuentro de mi destino. Definitivamente.