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Siguieron semanas sin sentido. La película, en mi memoria, es toda en blanco y negro, con agotadoras tomas en cámara borrosa y algún angustioso campo larguísimo.
Por supuesto, no sabía qué hacer con el dinero. Tenía mucho más de lo que podía gastar. Cada tanto cambiaba el escondrijo, por temor de que mi madre —o la mujer que venía dos veces por semana a hacer la limpieza— pudiera descubrirlo.
Francesco había desaparecido después de la entrega de la droga y la división del dinero. Se lo había tragado la nada. No me telefoneaba y era imposible encontrarlo en su casa. Algunas veces pasé por el bar donde nos encontrábamos a menudo y donde teníamos la costumbre de sentarnos a charlar. Esperaba encontrarlo, pero eso no ocurrió.
No sabía qué hacer. Daba vueltas por la casa y después por las calles con la misma sensación de insatisfacción, de inquietud, parecida a una ligera y molesta fiebre del alma. A veces cogía el coche y me iba a correr por la autopista. A doscientos por hora por los carriles, jugando a no tocar el freno —sólo aminoraba un poco— cuando llegaba a las curvas, adelantándome por la derecha, entrando a velocidades enloquecidas y homicidas en las rampas de acceso de las estaciones de servicio.
Otras veces me iba al mar siguiendo calles secundarias. En cada recorrido encontraba una playa diferente, me bañaba y me tumbaba en la toalla pensando que me dormiría al sol tibio de septiembre. Pero me resultaba imposible, nunca me dormía. A los diez minutos empezaba a revolverme. Poco después estaba dominado por el ansia, y entonces me vestía y regresaba al coche.
Luego el verano se extinguió y mis erráticos paseos terminaron.
Una mañana intenté telefonear a Maria. Respondió un hombre con fuerte acento barés, voz ronca y tono poco cordial. Colgué con rapidez, preguntándome si habría podido identificar la llamada. Algunos días después intenté de nuevo y esta vez respondió una mujer. No pude reconocer si era ella.
—¿Maria?
—¿Quién habla?
Colgué, y ésa fue la última vez.
Ya no me preocupaba por hacer creer a mis padres que, de algún modo, estaba estudiando. Me deslizaba ante ellos ausente como un fantasma. Intuía su pena, que seguramente agudizaba porque no podían comprenderme. Ellos no me decían nada, pero en su silencio ya no había agresividad. Sólo una especie de muda e indescifrable preocupación. Una sensación de derrota que me resultaba insoportable.
Y en efecto no la soportaba. Desviaba la mirada, llenaba mis oídos de música, me atrincheraba en mi cuarto, salía a vagabundear.
Ni siquiera conseguía leer. Comenzaba un libro y a las pocas páginas me aburría o me desconcentraba. Así que lo hacía a un lado y no lo volvía a retomar. Algunos días después elegía otro y volvía a probar, pero ocurría lo mismo, incluso en menos tiempo. Después, simplemente dejé de probar.
Sólo conseguía leer los periódicos. Únicamente los periódicos porque podía pasar de una página a otra sin ninguna obligación de respetar una secuencia, de entender lo que estaba escrito en ellas, de concentrarme.
Además había desarrollado un morboso interés por las noticias policiacas. Un interés, digámoslo así, de adepto al trabajo. Leía sobre arrestos y procesos a los camellos con el mismo espíritu maligno de ciertos viejecitos que leen las necrológicas y piensan que todavía, por una vez, le tocó a otro.
Leía sobre las penas aplicadas por la venta de algunos gramos de cocaína y hacía la cuenta de cuánto había arriesgado —y esquivado— por haber vendido un kilo. Cada vez tenía escalofríos, de miedo y placer al mismo tiempo. Como quien se acurruca entre las mantas, al calor, mientras fuera llueve y hace frío.
Un día leí que había habido una pelea con cuchilladas en un garito del barrio Libertà. Busqué con ansiedad los nombres en aquel artículo de crónica local, con el fuerte presentimiento, casi una certeza, de que en aquel episodio estaba envuelto Francesco. Me equivocaba, como ocurre casi siempre con los presentimientos, pero igualmente, después de la lectura, me quedó una sensación desagradable y confusa. De alguna manera, Francesco y yo teníamos que ver con lo que ocurriría tarde o temprano.
No sería nada bueno.
Muchas veces leí artículos alarmantes sobre la serie de violaciones que se sucedían en Bari desde hacía meses. Los investigadores teorizaban acerca de que se trataba siempre del mismo maníaco, aconsejaban a las mujeres que no salieran solas de noche y pedían la colaboración ciudadana.
Resbalaba sobre las otras páginas sin atención y sin conciencia. Sólo de tanto en tanto alguna noticia me sacudía de aquella especie de entorpecimiento mental.
Recuerdo bien una en especial.
Un día leí que había muerto Scirea, el defensor de la selección nacional que fue campeón del mundo en el Mundial de España de 1982. Yo tenía quince años cuando, en una progresión increíble e irrepetible, un grupo de jugadores cualesquiera se transformó en el equipo más fuerte del mundo. Ganaron a Argentina, Brasil, Polonia y Alemania. Como si el destino en persona hubiese estado de parte de ellos. De nuestra parte. Aún ahora, sólo repetirlo parece algo descabellado y conmovedor.
Scirea tenía treinta y seis años en aquel septiembre del 89, y los tendría para siempre. Viajaba en un viejo Fiat 125 por una carretera apartada y perdida en medio de Polonia. El conductor había adelantado peligrosamente y habían ido a aplastarse sobre un camión que viajaba ajeno, tranquilo y mortal por su carril. ¿Puede uno pensar, mientras se convierte en campeón del mundo, que le quedan sólo pocos años? ¿O puede pensar, mientras sube a un inofensivo Fiat 125, en una estúpida carretera de Polonia, que le quedan sólo pocos minutos?
Llamé muchas veces a casa de Francesco. Los primeros días siempre me respondía la madre con su pesado acento barés, con aquella voz de anciana sombría que olía a naftalina, a infelicidad y resentimiento. Francesco no estaba y no, no sabía cuándo regresaría. ¿Podía decirle, por favor, que había llamado? Pausa prolongada, un suspiro y después sí, podía decírselo, pero no sabía cuándo volvería. ¿Quién era? Era siempre Giorgio. Buenas noches —o buenos días—, señora. Gracias. Cuando intentaba terminar la palabra señora ella ya había colgado. Entonces repetía gracias, solo, en voz alta.
No la tenía conmigo en especial. Pienso que odiaba al mundo con método y obstinación. A todo el mundo que estaba fuera de su casa y de sus capas de polvo. De aquel espeso olor de infelicidad.
Francesco no me llamaba. Dudo de que su madre le dijese que yo había llamado, pero eso no era más que un detalle. Aunque se lo hubiese dicho, él en aquellas semanas tenía otras cosas que hacer. Esas otras cosas no me incluían.
Después de un par de semanas y cinco o seis de aquellas conversaciones estériles con la anciana señora —nunca supe cómo se llamaba—, empecé a no tener más respuestas. Cada vez que telefoneaba, dejaba sonar el teléfono diez o quince veces inútilmente. A todas horas. Una vez llamé a las siete y media de la mañana. Otra a las once de la noche. No contestó nadie. Entonces dejé de hacerlo.
Un día —ya era octubre— lo encontré por la calle. Tenía un aspecto insólito. Se había dejado crecer la barba, pero no era eso lo que lo volvía diferente. Había algo fuera de lugar. Tal vez la ropa o tal vez otra cosa, no lo sé. Tenía los ojos muy abiertos y por algunos instantes me miró como si no me conociera. Luego, de pronto, empezó a hablarme como si alguien nos hubiera interrumpido sólo por unos minutos. Me tocaba el hombro, me apretaba el brazo con fuerza, hasta hacerme daño.
—Como ves, amigo mío, es necesario, absolutamente necesario que nos encontremos para hablar largo y tendido y con la mayor tranquilidad. En este momento debemos hacer un cambio significativo en nuestras vidas. Hemos, cómo decirlo, emprendido un camino que es absolutamente necesario llevar a término. Tú y yo. Y por lo tanto debemos elaborar un proyecto estratégico para conseguir nuestros auténticos objetivos.
Mientras tanto me había cogido del brazo. Caminaba y yo me dejaba arrastrar. Estábamos en la calle Sparano entre boutiques de moda, señoras elegantes que hacían compras para el comienzo del otoño, grupos de chiquillos; nos abríamos paso a través del vocerío de la gente y, por lo que a mí se refería, una sensación de amenaza igualmente concreta.
—Considera que nuestras peculiares identidades subjetivas están, en esta fase, ante una alternativa crucial. Una posibilidad es la de dejar que sean los acontecimientos los que determinen lo que seremos. Entregarse, como fragmentos de madera, a la corriente de un río. ¿Quieres esto? No, naturalmente. La segunda posibilidad es la de nadar en ese río. Nadar contra la corriente, con fuerza y determinación, para realizar un proyecto consciente y vital. ¿Comprendes lo que quiero decir, verdad?
Tuve la sensación de que no recordaba mi nombre.
No, no es exacto. En aquel momento tuve la certeza de que no recordaba mi nombre. En mi mente se compuso una frase con los caracteres de una vieja máquina de escribir: «No recuerda cómo me llamo». Luego ese texto se transformó en una especie de letrero de neón reluciente: No recuerda cómo me llamo. Duró algunos segundos y desapareció.
—... y por lo tanto tenemos un imperativo categórico al que debemos atenernos con rigurosidad. Realizar nuestra verdadera naturaleza. Transformar definitivamente en acto lo que nosotros, esto es, tú y yo, somos ahora en potencia.
Continuó hablando durante algunos minutos, siguiendo un ritmo enloquecido e hipnótico, cogiéndome del brazo y cada tanto apretándomelo con fuerza justo por encima del codo. Luego terminó con tanta brusquedad como había empezado.
—Por lo tanto, amigo mío, creo que estamos de acuerdo en todo. Nos encontraremos con la debida calma, haremos todas las elaboraciones necesarias y formularemos las estrategias oportunas. Te abrazo.
Y desapareció.