28
Al día siguiente hicimos el equipaje, pagamos el hotel y fuimos a buscar el coche al aparcamiento. En el asiento posterior estaba la mochila de Francesco. La misma que tenía cuando salió la noche anterior, con el dinero en su interior. Ahora contenía la droga.
Yo conducía siguiendo las indicaciones de Francesco. Íbamos al edificio central de correos, desde donde enviaríamos el paquete y después partiríamos con tranquilidad.
Facilísimo y limpio. Pero yo me moría de miedo.
Iba conduciendo, pero me parecía tener ojos en la nuca. Ojos que no conseguían apartarse de aquel pequeño equipaje que tendría dentro una decena de años de cárcel si algo de aquel asunto fácil y limpio anduviera mal. Me moría de miedo y Francesco estaba de buen humor. Bromeaba, decía que habían bastado cuatro días —¿nos habíamos quedado sólo cuatro días?— para estar hasta los huevos de Valencia. Que la próxima vez tendríamos unas vacaciones de verdad. Etcétera. Yo me moría de miedo.
Llegamos ante un gran edificio que debía de ser el de correos. Era grande y feo, pero no recuerdo nada más. Pasamos lentamente con el coche frente a la entrada principal. Francesco me dijo que diera la vuelta a la manzana y, cuando estuvimos en la fachada posterior, me hizo frenar.
Sacó un paquete marrón con forma de caja de zapatos, todo envuelto en papel de embalaje y cerrado con cinta de color marrón claro. Con rotulador negro había escrito la dirección de un apartado postal de Bari.
Francesco me tendió el paquete.
—Ahora vas, te pones en la fila y lo envías, obviamente poniendo un nombre falso para el remitente. Yo te espero aquí, en el coche. En cuanto vuelvas nos vamos y que se vayan a la mierda esta ciudad y su asqueroso calor.
Vas.
Había dicho: vas. Él me esperaría en el coche.
¿Y si me pillan? ¿Y si me encontrara con policías, si yo les levantara sospechas, si me hicieran abrir el paquete? Etcétera, etcétera. ¿Él qué haría? ¿Qué haría yo?
Me asaltó un terror ciego, un verdadero pánico. Una sola vez había sentido un terror semejante en mi vida. Tenía tres o cuatro años, mi madre me había llevado a un parque y yo me había perdido. No recuerdo nada de aquella tarde de primavera aparte del miedo absoluto, de la pérdida total del sentido de la orientación, mis sollozos desesperados que continuaron mucho tiempo después de que mi madre me encontrara.
Permanecí un tiempo indefinido con aquel paquete marrón sobre las rodillas. Estoy seguro de que Francesco sabía lo que ocurría. Estoy seguro aunque no dijo y no hizo absolutamente nada.
Habría querido preguntarle por qué no íbamos juntos a enviarlo, o habría querido decirle que había cambiado de idea y no quería entrar en aquel asunto. Que hiciera solo el envío y se quedase toda la ganancia.
No conseguí abrir la boca. Nada de nada. El silencio, lleno del zumbido del aire acondicionado, se rompió con su voz.
—Vamos, date prisa. Así nos ponemos en marcha y hacemos una buena parte del camino con luz.
Tenía un tono tranquilo. Me decía que me apresurase a hacer un trámite común, que debíamos partir y no tenía ningún sentido perder más tiempo.
Abrí la portezuela y, mecánicamente, saqué las llaves del contacto.
—¿Qué haces? ¿Te llevas las llaves? Supongamos que viene un policía... —Su voz era neutra, sin ninguna tensión, casi alegre. Yo, en cambio, sentí que se me helaba la sangre. Me estaba diciendo que si aparecía la policía tendría que huir—....y hay que mover el coche. Estamos en doble fila. Vamos, rápido, que estoy hasta las pelotas.
Le di las llaves y bajé del coche, al calor. Atontado por el terror y por una sensación de impotencia cuyas proporciones sólo comenzaba a calibrar en aquel momento.
En la oficina no había aire acondicionado. Detrás del mostrador un viejo y ruidoso ventilador trataba de brindar cierto alivio a dos empleados de aspecto abatido. Había una corta fila en la ventanilla de envíos. Olía a humanidad, a polvo y a algo que no conseguía distinguir. Me precedía una señora alta y robusta, con un vestido floreado sin mangas y largos pelos negros que le salían de las axilas.
Los empleados no tenían prisa, y tampoco parecían tenerla las otras personas que esperaban en la fila. Para pasar el tiempo empecé a apostar conmigo mismo acerca de quién entraría en la oficina o cuál de las personas que estaban ante la ventanilla acabaría antes.
Si la próxima persona que entra es un hombre, todo andará bien y me salvaré. Si el viejo que está delante termina de una vez, todo irá bien.
Si la próxima persona que entra es una mujer —me dije cuando delante de mí quedaba sólo el marimacho de las axilas peludas— seguro que me salvaré.
Con el rabillo del ojo vi entrar un uniforme.
¡La policía!
Ese aviso aterrador se me apareció escrito en la cabeza. Estaba escrito hasta con los signos de exclamación en rotulador negro, sobre una especie de cartel blanco que emergía de alguna parte de mi cerebro. Parecía un desquiciado aviso de una farsa de teatro parroquial.
En aquel momento comprendí lo que significa quedar sin aliento. Después de haber entrevisto aquel uniforme que entraba en la oficina, desvié la vista y la fijé en un punto en el suelo, entre mis zapatos. Sentía el impulso de escapar, pero incluso en mi paroxismo mental, me daba cuenta de que habría llamado la atención y habría resultado mucho peor. Sobre todo si, tal vez, el policía no había entrado por casualidad. Estaba allí por mí. Había habido una denuncia, nos habían seguido y habían esperado el momento más apropiado para detenernos. O más bien para detenerme, porque Francesco habría logrado huir con mi coche. De un momento a otro me tocarían el brazo y me dirían que los siguiera.
El uniformado pasó junto a mí, siguió, abrió una portezuela que había en un lateral del mostrador y entró al otro lado. Llevaba una bolsa de cuero con correa.
Un cartero.
Fueron necesarios unos segundos todavía para que me diese cuenta de mi apnea y pudiera respirar.
Tal vez un cuarto de hora después estaba de nuevo en el coche y fumaba aspirando con fuerza, la cabeza vacía, las manos que me temblaban sin poder evitarlo.