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Ella está apoyada en la barra, está sola y bebe un zumo de frutas. En el suelo, junto a las piernas, tiene un bolso de cuero negro y no sé por qué motivo me siento atraído justamente por ese detalle.
Me mira con una insistencia molesta. Pero cuando nuestras miradas se cruzan, desvía la suya. Pasan pocos segundos y me mira de nuevo. Esto se repite varias veces. No la conozco y, al principio, me pregunto si en realidad me está mirando a mí. Hasta siento el impulso de controlar si hay alguien a mis espaldas, pero me contengo. Detrás de mi mesa sólo está la pared y lo sé bien porque me siento allí casi cada día.
Ahora ha terminado de beber. Apoya el vaso vacío en la barra, coge el bolso y se acerca. Tiene cabellos cortos, oscuros, y las maneras decididas pero no del todo espontáneas de quien ha estado luchando mucho tiempo contra su timidez.
Está ante mi mesa. Durante algunos segundos se queda sin decir nada, mientras yo busco una expresión adecuada. Sin lograrlo, creo.
—No me reconoces.
No es una pregunta y tiene razón: no la reconozco. No la conozco.
Entonces dice un nombre, algo más y después, tras una breve pausa, pregunta si puede sentarse. Contesto que sí. O tal vez hago un movimiento de cabeza o un gesto con la mano señalando la silla. No sé.
Durante un tiempo indefinido no digo nada. Y además, hablar no es fácil. Hasta hacía algunos minutos yo estaba allí desayunando, como cada mañana, preparándome para un día como cualquier otro, cuando de pronto fui engullido por un torbellino y me encontré en otra parte.
En un lugar misterioso y extraño.
Lejos.