10
Ella caminaba rápido, y nosotros íbamos detrás, rápido. Pronto comencé a sentir el cansancio. Creo que el efecto de la cocaína y del alcohol empezaba a esfumarse. Tenía una sensación de opresión en el pecho y respiraba con dificultad. Veía borroso.
Francesco dijo que la chica se disponía a doblar por la calle Trevisani.
Inmediatamente después pasaría ante el portal de un edificio deshabitado y en estado ruinoso. Había que interceptarla ante ese portal y arrastrarla dentro. Él la sujetaría. Yo sólo debía seguirlo.
Cuando la chica se acercó a la esquina nosotros aceleramos.
Él aceleró, y yo fui detrás.
En mi cabeza resonaba la frase: «¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo?» Y mientras resonaba —y literalmente rebotaba como un objeto físico— entre las paredes de mi cráneo, advertía una sensación de fatalidad. Ése es mi destino. Dentro de poco todo estaría definitivamente hecho pedazos. Todo a la mierda, y yo no podía hacer nada.
Mientras todavía continuaban aquellos rebotes en mi cabeza, Francesco aceleró el paso y alcanzó a la chica justo a la altura del portal.
Le dio un puñetazo directo y fuerte en la cabeza, por la espalda. A la chica se le doblaron las piernas, se estaba cayendo sin emitir ningún sonido. Francesco la atrapó casi al vuelo, le puso una mano en la boca y con el otro brazo la sujetó por la mitad del pecho. La arrastró hacia el zaguán diciéndole algo con voz sibilante y aterradora. Lo seguí como en una pesadilla.
En la entrada había puntales de una pared a otra. El edificio era inseguro y me di cuenta de haber visto, un instante antes de entrar, un cartel con alguna prohibición. Una señal de peligro.
La arrastró hacia el fondo. Estaba oscuro y olía a gato. Apestaba. Ella sollozaba.
—Si dices una palabra te mato a golpes. —Luego le soltó la cabeza y la boca. Le dio dos bofetadas muy fuertes y un rodillazo en el costado. Siempre por detrás.
—Arrodíllate, zorra. Y ten los ojos bajos. Si intentas mirarnos te mato. —La voz de Francesco era irreconocible y, al mismo tiempo, familiar.
—Francesco, basta. Déjalo ya —oí mi voz. Había salido sola.
La acción se detuvo por un instante. Luego Francesco golpeó muchas veces a la chica, con puñetazos en el costado, uno detrás de otro. Con menos precisión que antes, sin embargo. Menos calma.
Se volvió, vino hacia mí, y sólo en aquel momento me di cuenta de que había dicho su nombre y que, seguramente, ella lo había oído.
Me dio un puñetazo en un ojo. Me pareció que me lo había hecho estallar dentro de la cabeza. Dentro de mi órbita ciega se alargaron círculos concéntricos hasta alcanzar todo el mundo a mi alrededor. La cabeza se me llenó de un ruido ensordecedor mientras me daba una patada en la ingle. Me doblé y él me asestó un rodillazo en la cara. Sentí que el golpe me desgarraba la mejilla contra las muelas. El gusto amargo de la sangre en la boca y enseguida un borbotón de vómito.
Tal vez perdí el conocimiento por algunos segundos.
El resto son fragmentos. La película de un loco tomada con una vieja cámara superocho.
Francesco está de nuevo junto a la chica y le dice algo. Otro se acerca tambaleando. Ese otro soy yo y la toma es desde arriba. Desde algún punto impreciso del techo de aquel portal, entre los puntales de madera fétida y revoque podrido. Se agarran uno al otro y hay un olor acre. Golpes como en un sueño, mis manos que buscan su garganta, sus manos que buscan la mía, el cuerpo de la joven debajo de nosotros, que luchamos. Ya no hay nada de humano en lo que está ocurriendo. Un mordisco, su carne que se desgarra. Un alarido bestial.
Después gritos de otros. Francesco se aparta de mí e intenta escapar. Luz azul intermitente. El corredor de pronto está lleno de gente.
Luego estoy en el suelo, con una rodilla en la espalda y una cosa de hierro, fría, clavada entre la mandíbula y la oreja. Alguien me tuerce un brazo detrás de la espalda, luego el otro, al fin un chasquido metálico. Me arrastran fuera, me meten en un coche, ruedas que giran, frenos, maniobra, acelera.
Partida.