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Éramos cuatro en la mesa. Un tipo flaco y triste, aparejador. Después Francesco, yo y el dueño de casa. Se llamaba Nicolás, tenía alrededor de treinta años, era gordo, fumaba mucho y respiraba mal. Su nariz obstruida producía un ruido rítmico y fastidioso.

A él le tocaba mezclar y dar las cartas. Todavía repetía el truco de hacerlas sonar, divididas en dos mazos que tenía entre el pulgar y el índice, pero estaba cansado. Y nervioso. Media hora antes estaba ganando casi un millón, pero en tres o cuatro vueltas se había pulido casi toda la ganancia. Francesco ganaba, yo estaba más o menos igualado, el aparejador perdía mucho. Estábamos comenzando la penúltima vuelta de teresina, esa variante del póquer descubierto.

—Corta —dijo el gordo después de hacerlo él. Lo dijo con el mismo aire que había utilizado toda la noche. Como un profesional, pensaba él. Un buen modo para conocer a los tontos en la mesa de póquer y ver si tienen ese toque profesional.

Dio la primera carta cubierta y la segunda descubierta. Con un gesto de profesional.

Diez al aparejador, una dama a Francesco, un rey para mí. A él le tocó un as.

—Cien —dijo de inmediato, lanzando al centro de la mesa una ficha ovalada color azul eléctrico. Enseguida se humedeció el labio superior con la punta de la lengua. Jugamos todos. El aparejador encendió un cigarrillo mientras el gordo daba cartas de nuevo.

Ocho, otra dama, ocho, siete.

—Doscientos —dijo Francesco. El gordo lo miró por un instante con un relámpago de odio y después puso él también los doscientos mil en el pozo. El agrimensor salió. Había perdido durante toda la noche y sólo quería que llegara la hora de otra vuelta. Yo jugué.

Diez, rey, diez. Me tocaba a mí y dije doscientos. Los otros jugaron y llegó la última carta. Ocho a Francesco, nueve para mí, otro nueve para el gordo.

Hablé yo, que aposté la mínima, y el gordo enseguida dijo «pozo». ¿Había hecho escalera, con tres ochos fuera? Lo miré a la cara y vi sus labios apretados, resecos. Mientras tanto Francesco cerró las cartas, dijo que no jugaba y se incorporó ligeramente como para estirar las piernas.

Eso significaba que yo podía estar tranquilo si tenía más de un par porque el gordo no tenía escalera. No podía tenerla porque el cuarto ocho era la carta tapada de Francesco. Entonces pedí tiempo. Para pensar, dije, pero en realidad sólo quería saborear la sensación de ebriedad que se vive cuando se hacen trampas en el juego y se está seguro de ganar.

—No tengo más remedio que mirar —dije un minuto después con el tono resignado de quien intuye que va a perder la mano y, encima, ha sido engatusado por un jugador más astuto y más afortunado. El gordo tenía dos ases y yo, en cambio, tres reyes. Así que gané un pozo de casi tres millones, más del sueldo mensual de mi padre por entonces.

En aquel punto el gordinflón estaba verdaderamente fuera de sí. Era obvio que le fastidiaba perder. Pero más le enfurecía perder con un imbécil. Como yo.

El aparejador ganó la mano siguiente, pero en el pozo había sólo monedas. Después le tocó a Francesco dar cartas. Mezcló como de costumbre, de manera común, hizo cortar y distribuyó.

Primero la carta cubierta y después la descubierta. Una dama para mí, un rey al gordinflón, siete al agrimensor, as para él.

—Doscientos. En esta mano me desquito.

El gordo lo miró con asco. Aficionado miserable, decía su mirada. Puso los doscientos y después también jugué yo. El aparejador, no.

Las cartas dieron otra vuelta mientras yo me esforzaba en no mirar las manos de Francesco, aunque sabía que de todos modos no habría visto nada extraño. Ni yo ni los demás. Otra dama para mí, otro rey al gordo, otro as para él.

—Si queréis jugar con estos ases tenéis que pagar. Trescientos.

El gordo pagó sin decir nada, con la misma mirada de antes. Yo me quedé pensando un poco, toqué las fichas que tenía delante y después puse el dinero, con aire de estar poco convencido.

Cuarta carta. Diez para mí, jota al gordo, siete para Francesco.

—Otra vez trescientos.

—Veo —dije yo.

—Hasta quinientos —dijo el gordo con su tono de profesional, humedeciéndose el labio superior, mientras se esforzaba por controlar su entusiasmo. Su carta cubierta era una jota y pensaba que ésa sería su mano. Tanto Francesco como yo jugamos. Yo tenía el aire de quien se lo está haciendo encima y piensa que el juego empieza a ponerse demasiado serio para él.

Última carta. Otro diez para mí, otra jota para el gordo, dama para Francesco, que hizo un gesto de rabia cruzando sus cartas. Era obvio que no podía jugar y que, por lo que parecía, había tirado un millón neto. Murmuró algo por el estilo pero el gordo lo ignoró. Tenía un full de jotas y reyes y ya estaba disfrutando de su triunfo sin preocuparse por los aficionados con los que había terminado por jugar. Dijo «pozo» y prendió un cigarrillo. Tenía la esperanza de que mi carta cubierta fuera otro diez. En ese caso, al tener también un full, yo jugaría y él me haría pedazos. Que debajo pudiese tener la cuarta dama del mazo era evidentemente una hipótesis que ni siquiera tomaba en consideración.

Fui a ver y, justamente, debajo tenía la última dama. De ese modo, mi full triunfaba sobre el suyo y él abandonó el tono profesional para preguntar cómo era posible que alguien tuviera semejante potra.

Firmamos en la hoja de las deudas, donde el gordo ya estaba en bancarrota, y seguimos jugando durante unos cuarenta minutos más sin que ocurriese nada en particular. El aparejador recuperó algo y el profesional perdió aún varios centenares de miles.

Al final de la partida yo era el único que ganaba. Francesco me dio casi cuatrocientas mil liras, el aparejador firmó un cheque por algo más de un millón. El gordo escribió en su chequera ocho millones doscientos mil.

Los tres nos fuimos y, en la puerta, le aseguré que estaba a su disposición para la revancha. Lo dije con la sonrisa contenida del inexperto que se ha embolsado un montón de dinero y quiere comportarse como es debido. El gordo me miró sin decir nada. Tenía una ferretería y estoy seguro de que en aquel momento habría querido romperme la cabeza con una llave inglesa.

Ya en la calle, nos saludamos y cada uno se fue por su lado.

Un cuarto de hora después Francesco y yo nos encontrábamos ante el quiosco cerrado de la estación. Le devolví sus cuatrocientas mil y fuimos a tomar un capuchino en un bar de pescadores.

—¿Oíste el ruido que hacía el gordo?

—¿Qué ruido?

—La nariz, era insoportable. Joder, ¿te imaginas dormir en el mismo cuarto con él? Debe roncar como un cerdo.

—Justamente la mujer lo dejó a los seis meses de casados.

—¿Qué hacemos si vuelve a llamarte?

—Volvemos, le dejamos ganar doscientas o trescientas mil liras y después adiós. Deuda de honor pagada y vete a la mierda.

Terminamos nuestros capuchinos, salimos y, frente a las barcas, prendimos los cigarrillos mientras el cielo se despejaba. Dentro de poco iríamos a dormir y algunas horas después cobraríamos los dos cheques en el banco. Luego dividiríamos la ganancia.

El día anterior Giulia y yo nos habíamos peleado y ella me había dicho que así no podíamos continuar, que tal vez era mejor separarnos.

Quería provocar una reacción. Quería que yo dijera que no, que no era cierto; que tal vez era sólo una crisis pasajera que debíamos superar juntos, y etcétera, etcétera.

En cambio, respondí que tal vez tuviera razón. Mi expresión era de cierto disgusto, pero nada más. Era una cara de circunstancias. Lamentaba que ella estuviese triste, tenía una leve sensación de culpa pero sólo quería que esa conversación terminara para poder irme. Ella me miraba sin comprender. Yo la miraba y ya estaba en otra parte.

Hacía tiempo que estaba en otra parte.

Ella comenzó a llorar en silencio. Dije algo sin importancia para paliar la incomodidad y el peso de aquel dolor ajeno.

Cuando por fin subió a la bicicleta y se fue, experimenté sólo una sensación de alivio.

Tenía veintidós años y, hasta hacía pocos meses, en mi vida no había ocurrido casi nada.