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El teniente Chiti entró en su despacho. Ya era mayo, pero fuera llovía y hacía frío.
Había llegado a Bari unos meses antes, con la idea de hallar una ciudad donde se alternaban un verano cálido, un otoño tranquilo y una dulce primavera. Ni siquiera había considerado que el invierno pudiera prolongarse hasta mayo.
Y tampoco había tenido en cuenta la posibilidad de quedar abrumado por el trabajo en una sede que todos consideraban tranquila en los años ochenta. Una sede de paso para adelantar en la carrera, convertirse en capitán, etcétera.
Etcétera.
Pronto se dio cuenta de que las cosas no eran así.
Estaba la rutina de los arrestos por droga, por hurtos menores, por robos en pisos; estaban los procedimientos en la ciudad y en la provincia por hurtos, extorsiones, atentados con dinamita. Homicidios.
Había algo parecido a la mafia que serpenteaba bajo la superficie. Algo opaco, como la criatura endeble y monstruosa que se entrevé a través de la cáscara transparente del huevo de un reptil.
Y además las violaciones. Una igual a la otra, con claridad obra del mismo fantasma al que se afanaban inútilmente por atrapar, tanto ellos como los carabinieri y los de la brigada móvil. Como siempre en orden abierto.
Aquella noche había habido otra. La quinta, por lo que sabían. La quinta denunciada, porque a menudo, en aquella clase de delito, las víctimas se avergonzaban y no tenían ni siquiera el valor de llamar a los carabinieri o a la policía.
Chiti se dejó caer en la silla detrás del escritorio, prendió un cigarrillo y comenzó a hojear los borradores de informes que habían preparado sus suboficiales.
Informe de servicio del coche patrulla, informaciones sumarias de la víctima, declaraciones de un par de testigos. ¿Testigos? Dos tipos que habían visto a la joven salir de un portal, la habían socorrido, habían llamado al 112. Sobre el autor, una vez más, ni una palabra. Un verdadero fantasma.
Aparte de las víctimas nadie lo había visto nunca. En realidad ni siquiera ellas. A todas les había dicho que no intentaran mirarlo a la cara o las mataría. Todas habían obedecido.
Chiti se disponía a leer el borrador del informe para la fiscalía cuando en la habitación se asomó el cabo Lovascio con la misma frase de todas las mañanas.
—¿Tomará un café, señor teniente?
Dijo que sí, que gracias, que lo tomaría, y Lovascio desapareció en dirección a la cantina.
Las primeras veces decía que no, gracias, e iba solo a buscarlo a la cantina, no hacía falta que Lovascio se molestase. Quería decir exactamente eso: no quería molestar, se sentía incómodo si le servían. Después comprendió que Lovascio se sentía mal ante tales rechazos. Aquella incomodidad era algo que el cabo no podía ni siquiera concebir en un oficial y se convencía de que el rechazo era por antipatía hacia su persona. Cuando Chiti lo comprendió, comenzó a aceptarlos.
Volvió al borrador del informe. Sabía que encontraría toda clase de errores gramaticales. Algunos sin importancia, otros extraordinariamente fantasiosos. Sabía que los dejaría pasar casi todos, firmando sin demasiados cuestionamientos. Esto también era el resultado de un cambio. Al principio lo corregía todo, de la sintaxis a la ortografía y hasta la puntuación. Luego se dio cuenta de que no se podía seguir así: los hombres quedaban mal, él pasaba horas corrigiendo textos casi siempre incorregibles y nadie, entre los superiores, en la fiscalía o en cualquier otra parte, se daba cuenta de la diferencia. De modo que un tiempo después se adaptó. Cambiaba algo, aquí y allá, como para mostrar que lo leía todo; pero, en resumen, se adaptaba.
Por otra parte, siempre había sido muy hábil en adaptarse.