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Del trabajo de archivo no se había obtenido nada. Había una treintena de sujetos con antecedentes específicos compatibles con la modalidad de violaciones sobre las que estaban trabajando. Algún violador confeso, voyeuristas, acosadores de plazas públicas. Los habían controlado a todos, uno por uno.
Algunos estaban en la cárcel en la época de las agresiones; otros tenían coartadas irrefutables. Algunos eran inválidos o viejos. O en cualquier caso, físicamente incapaces de cometer aquella clase de agresión.
Al fin habían seleccionado a tres, carentes de coartada y cuyo aspecto no contradecía los fragmentos de descripciones físicas proporcionadas por las víctimas.
Obtuvieron las órdenes y fueron a registrar sus casas. A ciegas, sin una idea precisa. Buscaban algo que pudiera relacionarse con los hechos investigados. Hasta un recorte de prensa sobre aquella historia, por lo menos para decir que había, sino un indicio, un punto de partida para empezar a indagar.
No encontraron nada, aparte de montones de porquerías y de diarios pornográficos.
Durante un mes estuvieron recorriendo los lugares de las agresiones en busca de posibles testigos, alguien que hubiese visto algo. Aunque no fuera justamente la acción pero, por ejemplo, un tipo sospechoso apostado en aquellos lugares poco antes, alguien que volviera a pasar por allí poco después o en días sucesivos.
Chiti había leído que esos sujetos a veces regresan al lugar donde han cometido el abuso. Les gusta recordarlo justamente en el lugar, saborear la sensación de control, de poder, que la violencia les ha regalado. Así que sus hombres y él mismo habían recorrido durante horas y días, habían mostrado fotografías, habían hablado con comerciantes, porteros de edificios, inquilinos, mensajeros, mendigos.
Nada.
Estaban buscando un fantasma. Un maldito fantasma. Chiti pensó exactamente estas palabras mientras comunicaba a los suyos que por el momento podían suspenderse aquellas diligencias. Era una soleada mañana de junio, casi dos meses después del último episodio. El período de calma más largo desde el comienzo de aquel asunto. Sin atreverse a admitirlo, Chiti esperaba que todo terminara así, como había comenzado. La misma esperanza con la que esperaba que el dolor de cabeza nocturno pasara solo.
Dos días después ocurrió la sexta violación.
Chiti había salido de su despacho y del cuartel para cenar. Al centinela de guardia le había dejado dicho que volvería a medianoche y que, en caso de que ocurriera algo, siempre podían encontrarlo con el localizador inalámbrico. Había ido a comer la pizza de costumbre y después a dar una vuelta por la ciudad. Siempre solo, sin rumbo y con poco sentido.
Volvió hacia medianoche, un cuarto de hora después de que llamaran al 112. Una pareja, al volver del cine, había visto a la joven salir llorando de una calleja de casas viejas. Habían llamado a los carabinieri y enseguida llegaron dos coches patrulla radiomóviles; uno había acompañado a la víctima a primeros auxilios; el otro llevó a la pareja al cuartel para tomarle declaración.
Cuando llegó Chiti, la joven todavía estaba en primeros auxilios, pero casi habían terminado y pronto la acompañarían a la comisaría.
Los dos señores, marido y mujer, ambos profesores jubilados, no podían decir nada, absolutamente nada útil. Volvían del cine caminando cuando de repente habían oído sollozos, se habían vuelto hacia un portal por donde habían pasado un momento antes, precisó la señora, y habían visto salir a aquella joven.
¿Habían visto a alguien inmediatamente antes o después? No, no habían visto a nadie; en realidad habían pasado varios automóviles y no podían excluir que mientras socorrían a la joven hubiera pasado alguien a pie. Mejor dicho, seguramente había pasado alguien, precisó la señora, que parecía estar al mando de la pareja. Pero no se podía decir que lo hubieran notado, es decir, que pudieran proporcionar cualquier descripción.
Y eso era todo.
Firmaron la inútil declaración mientras llegaba la joven, acompañada por un señor de unos cincuenta años, con el aire de quien todavía no entiende lo que pasa. El padre.
Ella era menuda, regordeta, ni guapa ni fea. Insignificante, pensó Chiti mientras la invitaban a sentarse ante el escritorio.
Quién sabe con qué criterio las elige, pensó mientras Pellegrini comenzaba a levantar el acta de la declaración con esa nueva máquina de escribir electrónica, que sólo él sabía hacer funcionar.
—¿Cómo se encuentra, señorita? —En el mismo momento en que la hacía, pensó que era una pregunta idiota.
—Ahora un poco mejor.
—¿Puede contarnos lo que recuerda de lo ocurrido?
La joven no contestó y bajó la cabeza. Chiti buscó con la mirada al sargento Martinelli y luego, con los ojos, señaló al padre que estaba allí, sentado. Martinelli lo comprendió y preguntó al padre si no le molestaría acompañarlo sólo durante unos minutos a la otra habitación.
—Tal vez le molestaba contarnos lo ocurrido ante su padre.
La joven asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
—Por otra parte, me doy cuenta de que podría estar igualmente molesta hablando con nosotros, que somos todos hombres. Podríamos buscar una psicóloga o una asistente social, si eso puede ayudarla. —Mientras hablaba se preguntaba dónde diablos podría encontrar una psicóloga o una asistente social a esas horas. Pero la joven dijo que no, gracias, no hacía falta. Bastaba con que no estuviese su padre.
—¿Ahora quiere contarnos lo que recuerda? Con calma, tratando de comenzar desde el principio.
Había salido con tres amigas, sin sus chicos, como ocurría a menudo. Habían ido a tomar algo y a charlar a un local del centro y cerca de las once y media ella y otra se habían ido. Al día siguiente tenían clase en la universidad y no querían volver tarde. Habían recorrido juntas un trecho y luego se habían separado. Cada una hacia su casa.
No, nunca habían tenido problemas para volver a casa solas de noche. No, nunca habían leído en los periódicos ni visto en la televisión episodios como ése.
Sobre el momento de la agresión, Caterina —así se llamaba— se mostró obviamente más confusa. Hacía más o menos cinco minutos que había dejado a su amiga. Caminaba a paso normal, sin notar nada ni a nadie en particular. De improviso había oído un golpe fortísimo detrás, en la cabeza. Era algo duro, como un puño o un objeto rígido. Probablemente había perdido el conocimiento por unos instantes. Cuando volvió en sí estaba en el vestíbulo de un edificio viejo. Él la había hecho arrodillarse. Recordaba que olía mal, a suciedad, a comida podrida, a orines de gato. También recordaba su voz. Era tranquila y metálica. Aquel individuo parecía perfectamente dueño de sus actos. Le había dicho que hiciera ciertas cosas; que mantuviera los ojos cerrados y que no intentara mirarle la cara porque si desobedecía la mataría allí mismo con las manos. Pero todo con calma, como si estuviera haciendo un trabajo al que estaba acostumbrado. Y ella había obedecido.
Al fin le había dado otro puñetazo muy fuerte, en la cara. Luego le ordenó que no hiciera ningún ruido, que no se moviera y que contara hasta trescientos. Sólo entonces podría levantarse e irse. Había dicho que quería oírla empezar a contar en voz alta. Ella había obedecido y había contado en voz alta hasta trescientos en aquella entrada oscura, fétida y desierta.
No, no podía proporcionar una descripción. Le parecía que era alto, pero no podía ser más precisa.
Y no le había visto la cara ni siquiera fugazmente.
¿Estaría en condiciones de reconocer la voz si la escuchara de nuevo?
La voz sí, dijo la chica. No podría olvidarla nunca.
Terminada la declaración, Chiti se la hizo firmar, le rogó que los llamara si recordaba algo más y que, por supuesto, podía ponerse en contacto con ellos para lo que necesitara. Ella asintió con la cabeza a todo lo que le dijo Chiti. Mecánicamente, como un artefacto con engranajes un poco defectuosos.
Luego se marchó, moviéndose de la misma manera.