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El martes por la mañana la lluvia era monótona e insistente. Insólito para el mes de junio.

El ruido de la lluvia me había despertado temprano y no conseguí permanecer en la cama. Cuando me levanté eran apenas las ocho. No podía llamar a esa hora y debía encontrar una manera de pasar el tiempo. Entonces desayuné con calma. Me lavé los dientes y me afeité. Después, antes de vestirme, en vista de que todavía era temprano, pensé en reordenar mi habitación.

Encendí la radio, encontré una cadena que transmitía música italiana con pocas interrupciones de publicidad y empecé.

Junté diarios viejos, apuntes que ya no me servían, baratijas depositadas en el fondo de los cajones del escritorio, dos zapatillas viejas que estaban debajo de la cama desde quién sabía cuánto tiempo, y lo puse todo en dos grandes bolsas de basura. Ordené los libros en los estantes, volví a pegar un póster —El reino de las luces, de Magritte—, que desde hacía mucho tiempo colgaba torcido de un único e inestable pedazo de cinta adhesiva. Hasta saqué el polvo con un trapo húmedo. Técnica aprendida de niño, cuando mis padres me pagaban por mis prestaciones de colaborador doméstico.

Al final, después de haberme lavado y vestido, fui directo al teléfono y llamé sin pensar.

De nuevo una conversación sin matices. Una comunicación de trabajo. ¿Quería ir enseguida? Quería. Si me explicaba cómo llegar a su casa. Por el número de teléfono me parecía que debía de vivir en la periferia, en la parte del barrio de Carbonara. Cuando me lo explicó, vi que no me había equivocado. Estaba cerca del Circolo Tennis, un par de kilómetros antes de Carbonara. Zona de chalés de ricos.

Cuando salí, la lluvia seguía cayendo monótona de un cielo gris y compacto. Me deslicé en el coche calculando que no lograría salir del centro antes de media hora. El tráfico era el de los peores días. Como de costumbre debería haberme puesto nervioso a causa de esto. En cambio, la idea de quedarme largo tiempo en el coche, tal vez atrapado en un embotellamiento, escuchando música, la misma emisora de radio que había sintonizado en casa, sin pensar en nada, me relajó. Permanecí sin hacer nada en aquel tiempo suspendido.

De modo que crucé la ciudad perezosamente, entre coches estacionados en doble fila, baches del tercer mundo, personas confusas, en manga corta y con paraguas negros, guardias urbanos en impermeable. Escuchaba la radio y seguía el movimiento hipnótico de los limpiaparabrisas que diluían en el vidrio las densas gotitas. De repente me di cuenta de que estaba moviendo imperceptiblemente la cabeza al ritmo de los limpiaparabrisas, y cuando me encontré en las inmediaciones del Circolo Tennis, pensé que no habría podido decir qué calles había tomado para llegar.

El jardín del chalé estaba rodeado por un muro de por lo menos dos metros de alto, de ladrillos ocre. Por encima del muro asomaba un seto de cedros, cambiantes entre el verde musgo y el verde turquesa. El resto del mundo era blanco y negro.

Bajé, pulsé dos veces el interfono y entré en el coche sin esperar respuesta. En aquel preciso instante pensé que me movía como si me hubieran programado. Sin un solo gesto decidido por mí.

De pronto, la verja se abrió automáticamente, sin hacer ruido. Como en algunos sueños.

Mientras tomaba con languidez el camino de entrada, al final del cual se entreveía a lo lejos una casa de dos plantas, me asaltó una inquietud, una violenta sensación de irrealidad y un impulso de huida.

Todo era irreal e irremediablemente extraño. El automóvil avanzaba con lentitud por el camino flanqueado de pinos altísimos y pensé en maniobrar, hacer marcha atrás y escapar. Pero cuando miré por el espejo retrovisor, la verja se estaba cerrando tan silenciosamente como se había abierto.

El coche continuó avanzando. Solo. Hasta la casa.

Había una especie de pórtico y allí debajo estaba Maria, que me hizo una seña con el dedo, hacia la derecha. Primero no lo entendí y se me ocurrió que con aquel gesto me estaba indicando una vía de escape. Había surgido algún problema imprevisto —¿el marido?— y debía salir por algún lado. Por un momento tuve una sensación que era al mismo tiempo de pánico y de alivio.

Después me di cuenta de que sólo quería indicarme dónde aparcar. Había un cobertizo tapado por una enredadera donde dejé el automóvil, cerca de un viejo Lancia que tenía el aspecto de estar quieto desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Había también un dos plazas oscuro. El coche de Maria, pensé. Atravesé el espacio entre el aparcamiento y el pórtico con la impresión de moverme a cámara lenta mientras la lluvia me caía encima.

Dijo hola, ven, y entró en la casa cuando todavía estaba respondiendo a su saludo. Adentro todo estaba demasiado limpio y se sentía el olor de algún detergente perfumado.

En la cocina bebimos un zumo de frutas. Hablamos un poco, pero lo único que recuerdo de lo que me dijo es que la empleada de hogar llegaba a la hora del almuerzo porque ella no quería gente en casa por la mañana. Para esa hora debería haberme marchado.

Todavía estábamos en la cocina cuando pegó su boca a la mía. Tenía una lengua dura, carnosa y seca. Sentía su perfume, que se había puesto en el cuello algunos minutos antes de mi llegada. Demasiado, y demasiado dulce.

No recuerdo el recorrido para llegar a su dormitorio, que por cierto no era el suyo y el de su marido. El cuarto de invitados, tal vez. O de los polvos clandestinos. Limpio, ordenadísimo, con dos camas, un mueble de madera clara y una ventana que daba al jardín. Se veían dos palmeras y detrás, un seto.

En la casa reinaba el silencio y de fuera llegaba sólo el repiqueteo de la lluvia. No había ruido de máquinas, ningún ruido de personas. Nada. Sólo la lluvia.

Maria tenía un cuerpo delgado y musculoso. El resultado de horas y horas de gimnasio. Aeróbic, body building y quién sabe qué otra cosa.

Sin embargo, en un momento dado, mientras yo estaba tendido boca arriba y ella se movía sobre mí, vi las estrías de sus pechos. Esa imagen, la de aquellos pechos envejecidos en un cuerpo de atleta, me ha quedado en la memoria con precisión fotográfica.

Indeleble y triste.

Mientras se movía con método, pegada a mi cuerpo, y yo también me movía como en un ejercicio de gimnasia, sentía la nariz invadida por aquel perfume demasiado dulce y por algún otro olor, menos artificial e igualmente extraño.

Cuando llegábamos a la conclusión me llamó amor. Una vez. Dos veces. Tres veces.

Tantas veces. Cada vez con mayor velocidad. Como en ese juego de niños en el que se repite una palabra hasta cuando el cerebro sufre una especie de cortocircuito y pierde el sentido de esa palabra.

Amor.

Después tuve ganas de encender un cigarrillo pero no lo hice. Me había dicho que odiaba el humo. De modo que me quedé quieto, tendido boca arriba, desnudo, mientras ella hablaba. Desnuda, también boca arriba. Cada tanto se pasaba una mano entre los muslos, como quien se está enjabonando.

Ella hablaba, yo miraba el techo, la lluvia seguía cayendo y el tiempo parecía inmóvil.

No tengo ningún recuerdo de haberme vestido, de haber hecho de vuelta el camino que nos había llevado hasta aquel cuarto de invitados, de habernos puesto de acuerdo para volver a vernos, de haberla saludado. Algunos fotogramas de aquella mañana son muy nítidos. Otros se han perdido. Enseguida.

Cuando salí, aún llovía.