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Llamaron por el portero electrónico. Una vez, dos, tres, mucho rato.

Ninguna respuesta.

Entonces Cardinale empezó a maniobrar con el manojo de llaves en la cerradura y, en menos de un minuto, el portal se abrió. Martinelli y Pellegrini se quedaron en el coche. Chiti había dicho que tenía que entrar él. No hubo objeciones.

Subieron la escalera hasta el tercer piso, leyeron el nombre en la placa, tocaron el timbre.

Una vez. Dos. Tres, largo rato.

Ninguna respuesta.

Cardinale, después de ponerse guantes de goma, empezó a trabajar en la cerradura de la puerta. Se escuchaba el zumbido de algún aparato. Chiti sentía también los latidos de su corazón y el rumor de su respiración. Intentó pensar qué habría dicho si de pronto se hubiese abierto la otra puerta del piso y alguien se hubiera asomado. No se le ocurrió nada y dejó de pensar. Se concentró en el zumbido, en los latidos del corazón y en la respiración.

Hasta que oyó el chasquido de la cerradura. Mientras entraban pensó que no habría podido decir cuánto tiempo —¿treinta segundos?, ¿diez minutos?— habían permanecido ante aquella puerta.

Dentro estaba oscuro, silencioso, con un olor pesado.

De pronto, sin motivo, en aquella oscuridad espesa y consistente, se le apareció la cara de su madre. Es decir, aquella que debía de ser la cara de su madre, porque él no la recordaba. No muy bien. Siempre que intentaba recordarla, él, que era excelente con las imágenes, no lo conseguía. Era huidiza y, por momentos, se transformaba en algo monstruoso que había que expulsar rápido.

Cardinale encontró el interruptor de la luz.

La casa estaba en orden. Un orden meticuloso, obsesivo y carente de vida. Se detuvo unos instantes para pensar, para preguntarse cómo debía de haber sido aquella casa cuando estaba viva.

Si alguna vez lo había estado.

Luego se recobró, se puso él también guantes de goma y empezaron a buscar. Algo.

Había polvo de muchos días, sin señales visibles de manos o de algún otro movimiento. La casa debía de estar deshabitada desde hacía por lo menos un mes. Es decir, más o menos, desde que había muerto la madre. Resultaba evidente que él se había ido inmediatamente después. O inmediatamente antes, pensó Chiti sin una precisa razón.

Llegaron con rapidez al cuarto de él. En el resto del piso no había nada interesante. Objetos viejos, diarios viejos, utensilios viejos. Todo en un orden casi ritual y enfermizo.

Lo primero que le llamó la atención fue el póster de Jim Morrison, que colgaba torcido y con esa cara que miraba con ojos ausentes.

Luego las historietas de Tex, por centenares; y reconoció títulos y cubiertas que él también había leído de niño.

Buscaron en los cajones, debajo de la cama, en los estantes. Nada raro o sospechoso aparte de todas aquellas barajas de cartas de juego. Se preguntó si podrían tener una conexión con la investigación, con la violencia y todo lo demás. Siempre que aquel tipo y sus cartas tuvieran algo que ver con las violaciones y que el verdadero responsable no estuviese tranquilo, sin que nadie le molestara, en alguna parte, saboreando de antemano el próximo ataque en la cara de todos los carabinieri y policías del mundo.

—Señor teniente, mire esto.

Cardinale tenía en la mano una hoja escrita a máquina por las dos caras.

Contrato de alquiler temporal compartido.

En aquella hoja había una dirección.

Diez minutos después estaban en el coche. Volvieron al cuartel sin decir una palabra durante todo el trayecto. Mientras estaba sentado, con Pellegrini que conducía en silencio, con los otros dos atrás, también en silencio, el coche que se deslizaba por las calles desordenadas por los vehículos aparcados con las ruedas delanteras en la acera, por primera vez pensó que lo detendrían.

No fue un pensamiento articulado, y menos aún un razonamiento.

Simplemente pensó que lo detendrían.