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Salimos juntos al caer el sol. El calor opresivo apenas había disminuido. Francesco llevaba su macuto y dentro había cuarenta millones en billetes de cien y de cincuenta. Hicimos juntos un trecho del camino y después nos separamos. Me dijo que volveríamos a vernos en el hotel, esa noche o a la mañana siguiente.

Con seguridad a la mañana siguiente, pensé mientras él desaparecía en alguna parte entre las casas y la oscuridad que llegaba rápida.

Me fui al parque del río Turia. Me gustaba la idea de pasear entre las plantas y el verde, donde antes, quién sabe cuándo, habían estado el río, el agua, las barcas. Otro mundo.

Muchos años después experimentaría una sensación similar, pero mucho más fuerte, en el Mont Saint-Michel, caminando sobre la arena húmeda, entre los charcos de la marea baja. Escudriñaba la lejanía para tratar de ver el mar. Me imaginaba que llegaría de improviso. Me imaginaba esa ola que se formaba en el horizonte. Una espuma grandiosa, que se confundía con el cielo y las nubes, también grandiosos. Todos huían, pero yo permanecía allí, entre la arena y el cielo, con el monte y la fortaleza a mi derecha.

Mirando cómo llegaba la ola.

Pasé horas caminando por aquellos jardines. Observaba a la gente —jóvenes, familias con niños—, que disfrutaban del fresco y, extrañamente, tenía una sensación de infancia, de melancolía dulce, de vacaciones. Me había olvidado de Francesco, de la cocaína, de lo ocurrido en los días y los meses anteriores. Todo estaba muy, muy lejano. Era una languidez dulce. Semejante a la del comienzo del verano en los tiempos de la escuela secundaria. Todo era posible entonces, y el mundo era un jardín encantado, luminoso y, al mismo tiempo, rico de sombras frescas y acogedoras. Pleno de benignos secretos por descubrir.

¿Y quién sabe por qué motivo reviví con tanta intensidad las sensaciones de mi tranquila infancia, aquella noche de agosto en un lugar desconocido de España? Como una isla en medio de todo aquello que estaba sucediendo.

Comí un poco, bebí un par de cervezas, fumé cigarrillos y después me tendí en el césped, con las manos detrás de la cabeza. Miraba el cielo, tratando de descifrar las constelaciones. Como siempre, la única que logré reconocer fue la Osa Mayor.

Sin darme cuenta, me adormecí.